Carlos Burgos
Fundador
Televisión educativa
La serpiente corría por todos los rincones de la sala de emergencias del hospital nacional San Juan de Dios, de Santa Ana. Transcurría el año de 1999.
Tal ofidio provocó un gran alboroto entre las enfermeras, las auxiliares, los pacientes, los médicos y los estudiantes de medicina que cursaban su internado. Las chicas gritaban, nerviosas:
–Es culebla Cascabel –decía Karen.
–No, es culebla Zumbadora –agregó una enfermera.
–Como es muy grande debe ser Anaconda –intervino Julio.
–No, esa es del río Amazonas, tal vez sea Barba Amarilla –concluyó Karen.
–No, esa es de las bananeras de Honduras –aclaró Robert–, mejor tratemos de mirarla bien.
En cierto momento la serpiente les pasó por los pies y tuvieron que brincar. Las chicas muy nerviosas, nerviosas, gritaron otra vez:
–La culebla… la culebla…
La animala siguió serpenteando por el piso y se metió en una gaveta abierta del archivador metálico. Una auxiliar que trapeaba la cerró con el palo. Todos se calmaron, respiraron con tranquilidad. El jefe llamó al Zoológico de San Salvador para que enviaran con urgencia a un técnico del serpentario para capturarla e identificarla.
A media mañana, un campesino del cantón Santa Rosa Senca, del municipio de El Porvenir, departamento de Santa Ana, había llegado, angustiado, con una mordida en la pantorrilla derecha, de una serpiente venenosa.
–¿Qué serpiente lo mordió? –le preguntó el médico que lo atendía.
–No lo sé –respondió.
–Necesito saberlo para decidir qué suero inyectarle.
–Por eso la traje, no se me escapó, para que ustedes la conocieran viva.
El hombre les mostró un costal de yute, amarrado, ellos creían que era su mochila. Los estudiantes de medicina retrocedieron un paso y fijaron su vista en el costal. Nadie se atrevía a soltarlo, ni auxiliares ni el jardinero. El médico se acercó, parecía que él lo iba a desamarrar, pero al ver que el bulto se movía, no se atrevió.
El campesino estaba muy preocupado, su pantorrilla se le había puesto rosada, violácea, inflamada y aumentaba su dolor. Sentía que la mordida le iba caminando por las venas.
–Cúrenme ya, por favor –gritó, atormentado.
El hombre vio la dificultad que tenían para observar a la serpiente y brincando en un pie se acercó al costal, procedió a desamarrarlo, despacio, provocó suspenso en los estudiantes, todos miraban. No había terminado de soltarlo cuando la animala saltó. Todos gritaron y generó el desbarajuste. El hombre gritó nuevamente:
–Por favor, cúrenme yaaa…
–Si no vimos bien a la serpiente –le dijo Robert– no sabemos de cuáles es.
–Ayúdeme a caminar, se las voy a mostrar.
Patojeando se acercó a la gaveta, la abrió suavemente, en silencio, allí estaba la serpiente, enroscada, dormitando. Aproximó los dedos de su mano derecha, listos para atraparla, y zas… la cazó del pegue de la cabeza. La serpiente abrió la boca y sacó la lengua, vibrando. Algunas señoritas estudiantes gritaron nuevamente, espantadas.
–Véanla bien –les dijo el campesino– y traigan el costal para guardarla.
–Todavía no la guarde –le pidió Robert– vamos a tomarle fotos para identificarla.
Con su amigo Julio hojearon el catálogo de serpientes y la identificaron con su nombre común y nombre científico, descripción, y el suero correspondiente que de inmediato inyectaron al paciente.
El siguiente día apareció el técnico serpentólogo de la capital, agitado, por la urgencia, dijo, para capturar a la serpiente. Sonrió cuando se la entregaron en el costal y se la llevó en una jaula para la capital.
Algunas estudiantes, curiosas, de las que más gritaban, llegaban al Zoológico a mirar el hoyo de cemento donde tenían la colección de serpientes, para mirar cuál era la culebla de Santa Ana, que las había asustado.