Álvaro Darío Lara
Creo que rara vez cuando se es joven se piensa mucho en la muerte. Por lo menos yo, a pesar de vivir la antesala violenta de la guerra, y luego todo el proceso bélico, pensé siempre en la vida. Aunque por muy variadas razones, políticas y personales, la vi muy cerca, como se dice coloquialmente.
Siempre tuve la extraña convicción que nunca envejecería, ya que jamás creí que llegaría más allá de los veinte y tantos años; sin embargo, me equivoqué rotundamente, ya que el medio paquete sigue su curso hasta ahora.
La formación de mis padres, y mi devoción al viejo Hemingway, desde que era un púber, me hicieron muy volcado a lo vital. La muerte no me preocupó jamás, ya que nunca pensé en ella, pese a que dos seres amados: mi padre y mi abuela materna, murieron en menos de un año de enfermedades terminales, en casa, y frente a mis adolescentes ojos. También la guerra civil me hizo perder, trágicamente, amigos queridos. Y sin embargo, en mi naturaleza, primó, sin remedio, el amor a la vida.
La tradición occidental de concebir a la muerte como el final de todo, siempre me pareció superficial y melodramática. Contradictoria, incluso, para aquellos que creen en la resurrección. Porque si se cree en esto… ¿a qué viene todo el drama que rodea, en nuestra cultura, al fallecimiento de las personas? La verdad no se nos educa para la muerte. Se nos inculca un frenesí vital, como si fuéramos inmortales. Y para inmortales, sólo Borges y Quevedo; y por supuesto, «el dios de Spinoza», el único, en el que, por cierto, creo.
Algunas escuelas esotéricas no hablan de muerte, sino de «transición». Un término, en mi opinión, más certero. Así, el autor místico Cecil A. Poole, afirma: «Transición expresa el verdadero significado del cambio que ocurre al final del lapso de nuestra existencia física aquí en la Tierra. De acuerdo con muchas religiones y filosofías no es un fin permanente. La palabra transición implica un cambio pero transmite un significado más allá del cambio. Implica un cambio sutil, un remanente de una situación a otra así como los colores del arco iris se desvanecen uno dentro del otro. No hay una línea divisoria definida entre dos partes del arco iris, sino un cambio gradual de todos los colores de lado a lado del espectro, a medida que aparecen en la naturaleza».
De igual manera, pensar que los seres humanos nos extinguimos de un tajo, me parece un disparate. Nos quedamos de alguna manera y regresamos siempre. Nos convertimos en presencias, recurrencias, continuos recuerdos. Ojalá inspiradores para los que se quedan, y no nefastos.
Por otra parte, el arte y la cultura, en ocasiones, se encargan de celebrar los ritos de inmortalidad para algunos excepcionales creadores.
Vivimos tiempos duros que nos están enfrentando -queramos o no- a la realidad de la llamada muerte. En esta hora nacional y mundial, todos contamos ya, con un amigo, un conocido o un pariente muerto. Y, en mayor o menor medida, nuestra propia muerte, en este contexto, es una real posibilidad.
En definitiva, ya sea por la actual peste, o por cualquier otra razón -menos épica sin duda- todos tendremos, tarde o temprano, el mortal encuentro. Por ello, la concentración en el importantísimo ahora, es lo que cuenta. Nada se gana siendo presa de la incertidumbre y de la destructora ansiedad.
Como colofón, este extraordinario soneto de Claudia Lars, que nos invita a la paz profunda ante lo inevitable: «La muerte -tan eterna y verdadera-/ Llega en silencio cuando está segura/ que ha de llevaros a su casa oscura/ y nos lleva de pronto a su manera…/ No tengo miedo, no. Mi vida entera/fue lúcida experiencia en aventura/ de un tiempo de dulzura o amargura/ que debe terminar, cuando yo muera./ ¡Qué ardiente corazón el que he tenido,/ qué guirnalda de amores me ha ceñido/ y qué fino lenguaje he derramado!/ Si la muerte me llama iré obediente,/ dándole el pedacito de mi frente/ donde he de hallar descanso bien ganado». («Algo sobre la muerte», tomado de: «Poesía última», 1970-1973, Claudia Lars).