A Víctor Hugo Granados
Álvaro Darío Lara/Escritor/Poeta/Colaborador de Trazos Culturales
Los tacos de Javier, pilule eran los mejores de la zona, prescription y probablemente los mejores de toda la ciudad. Instalado en un pequeño local, con mesas al aire libre, que invadían incluso la zona del aparcado de vehículos, el lugar era frecuentado por toda clase de personas. Aunque -los más prudentes- que gozaban de una linda familia, llegaban “sólo para llevar”, dado el perfil del sinnúmero de feos parroquianos que tragaban la picante comida mexicana, mientras bebían directamente de las oscuras botellas de cerveza.
Por esos días, la colonia donde se encontraba ubicado “El Cactus” – que así se llamaba aquel Paraíso- comenzaba a declinar. Algunos de los vecinos originales estaban vendiendo sus casas, por las oleadas de delincuencia procedente de algunas zonas rojas con las cuales compartían el espacio. Además, un antro de mucho movimiento “La Marea”, tampoco contribuía a la tranquilidad nocturna de las familias, compuestas en su mayoría, por parejas de jubilados.
Precisamente, “El Cactus”, era el antes y el después de “La Marea”, con sus platillos, aparentemente ligeros, pero sustanciosos. Un sitio perfecto para las kilométricas y alcohólicas conversaciones, en aquellos días donde la violencia abandonaba la ciudad para ir escalando posiciones peligrosas en las montañas del país.
En honor a la más absoluta franqueza, debo aclarar que esa noche -antes que el deseo de emborracharnos- nos arrastró una descomunal hambre. Eran los tiempos que entrenábamos atletismo en la universidad, y nuestra condición era excelente. Una resistencia envidiable y un aerodinámica contextura, que nos convertía en veloces mercurios urbanos.
Ese semestre llevábamos con una ibérica maestra, uno de los tantos cursos de lingüística que nos hicieron sufrir, y creo recordar, que preparábamos un examen. Sin embargo, el hambre, repito, nos llevó donde Javier, para una restauradora pausa.
¡Cuán lejos estábamos de saber los truculentos sucesos que nos ocurrirían horas más tarde! Siempre solícito, “el mexicano” (como llamábamos a Javier), nos atendió. Se trataba de un esperpéntico chilango de negrísimo pelo -tan parado y grueso-como las púas de un puercoespín, que nos tuteaba con toda su naturalidad azteca, en una simpática y cantarina voz, no exenta de muchos modismos insultantes; pero que, provenientes de aquel desgarbado cuerpo, nos producían más risa que incomodidad.
Esa noche, después de que ambos comiéramos dos órdenes de tacos mixtos, acompañados de la respectiva cervecita, decidimos de común acuerdo pedir una cerveza Regia (cuyo contenido era aproximadamente de dos vasos y medio), para terminar de completar la cena. Clarísimos que no iniciaríamos ninguna borrachera, pues debíamos estudiar. Convenido este pacto de caballeros, llamamos al mexicano, y éste –raudo- volvió con la cerveza y dos nevados vasos.
Estábamos terminando nuestras bebidas, mientras la fría noche de noviembre dejaba escapar su agradable temperatura, cuando sentí una mirada sobre el hombro izquierdo, exactamente sobre el hombro izquierdo. Recuerdo que esa temporada había estado leyendo un libro sobre los poderes psíquicos, adquirido donde don René Girón, el inolvidable librero propietario de su ambulante librería “Publicaciones antiguas”, y me encontraba bastante bien documentado en esos asuntos. De poco valió la clásica chaqueta lives que llevaba puesta. La mirada era pesada, penetrante. Con disimulo, volví la vista, y de soslayo pude apreciar un conjunto de hombres mayores, bastante vulgares y ventrudos, que bebían y fumaban escandalosamente, profiriendo toda suerte de altisonantes palabras.
Uno de ellos, de moreno y grasoso rostro, levantó su cerveza, a manera de saludo. Le devolví la cortesía ondeando ligeramente la mano derecha. Le dije a Hugo, que extrajera de sus bolsillos hasta el último céntimo, para solventar, junto a mi humilde peculio la cuenta a pagar. En eso estábamos, cuando el mexicano, dejó para nuestra sorpresa, dos gordas cervezas. Le expresamos, que era un error, ya que no las habíamos pedido. Javier, nos aclaró de forma maliciosa, que las enviaban los caballeros de la mesa siete. Volví nuevamente la mirada. Esta vez, el hombre de rostro grasiento, me asintió con entusiasmo, arqueando sus cejas, y mostrándose de lo más obsequioso. Gesticulé unas gracias y pregunté a Hugo, qué hacíamos. Éste sin dar mayor importancia, bebió un largo trago, para luego decirme, que no importaba, que seguramente eran unos viejos borrachos, que extendían su felicidad hacia nosotros. Bebimos. Sin embargo, la sensación en el hombro izquierdo ahora se había extendido hacia toda mi espalda. Se movía de mis omóplatos hacia el cuello, para quedarse ahí, malévolamente cálida, insoportable.
No nos dimos cuenta en qué momento lo teníamos frente a frente. Se trataba del hombre de cara grasienta, cuyas oscuras ojeras hacían avergonzar al más enfurecido mapache. Se presentó con mucha e irrisoria solemnidad. Y no paró de preguntarnos por nuestros nombre, por nuestra edad, por lo que estudiábamos, y otras nimiedades. Cuando seguramente, tuvo un somero retrato nuestro, comenzó a hablar con gran entusiasmo de sí mismo. Sin preguntarnos, hizo traer más cerveza y tentadoras viandas, mientras proseguía. Transité del inicial desagrado, a la risa contenida. El hombre apenas respiraba hablando y hablando. Nos comentó que era aviador de riego, un apasionado por la lectura, y que incluso estaba escribiendo un libro. En son de ironía y con la diabólica idea de hacer reír sin parar a Hugo, le dije que le encontraba parecido con Antoine de Saint Exupéry, que también era aviador y escritor.
La noche había avanzado, y nuestros manuales de lingüística seguramente adivinaron que ya no serían abiertos, por lo menos en ese moribundo día. El hombre insistía en invitarnos a su casa, para seguir con la tertulia literaria, y para mostrarnos su bar, que, según decía, era “el mejor del mundo”.
A esas alturas -ni que fuéramos párvulos- ya habíamos detectado que el aviador (como fue llamado desde aquel día) pretendía armar una especie de banquete de Platón con nosotros. Desde luego, nos negamos, manifestando ser obedientes hijos de dominio, que tenían hora señalada para volver a casa, pero que quizá en otra ocasión y que con mucho gusto, y que gracias por las cervezas, y que gran honor haberle conocido.
En un episodio, más que cinematográfico, y con la velocidad de un superhéroe de Marvel, el hombre de rostro grasiento, ensombrecido por nuestra terminante respuesta, volvió a levantar las cejas, y viéndome fijamente, como una serpiente de Teotihuacán, ve a su víctima, que ama, pero que tiene que devorar, me dijo, de forma lapidaria: – Algún día volaremos juntos. Luego hizo un breve silencio, y tomándome la mano derecha, como un caballero andante tomara la mano de una bella princesa, me espetó a continuación: -Eres bello, muy bello, es una lástima, una verdadera lástima. Selló su sentida declaración de griego amor de la edad de oro, con un sonoro beso en el susodicho miembro superior. Sin perder más tiempo, aprovechando nuestro estado cuasi catatónico, sujetó la mano de Hugo, y la besó con toda su furia (creo que con menos amor, y mayor paroxismo sexual, que en mi caso). Hugo quedó prácticamente convertido en la mujer de Lot. Tuve que halarlo con dureza, para hacerlo volver en sí. Cuando reaccionó, lanzó una obscena interjección al hombre de la cara grasienta, y de inmediato derramó toda la cerveza de su botella en la mano. Lo imité solidariamente, por razones de dignidad ciudadana, purificación religiosa y reglamentaria higiene.
Buscamos a toda prisa ganar la calle que nos llevaba en línea recta a casa de Hugo, cuando unos metros más adelante, un grandulón, fabulosamente obeso, que se conducía en idéntica dirección, y que al parecer también había disfrutado de la calidez de “El Cactus” me dijo -suplicante- desde sus rojizos ojillos de hipopótamo: -¿Me voy contigo…? Hugo no aguantó más. Colocándose detrás de don Hipo, apretó con sus terribles manotas las gruesas lonjas del desvergonzado sujeto, al tiempo que emulaba a Johnny Weissmuller, en su papel de inmortal “Tarzán, el hombre mono”. Don Hipo corrió, con gran dificultad, presa del pánico. No podía ser de otra manera, ya que con el alcohol que seguramente llevaba entre pecho y espalda, quizás pensó que un enardecido Tarzán, como salido del Parque Zoológico Nacional, en lugar de arrullarlo bajo la luz de la luna, podía estrangularlo despiadadamente.
A la mañana siguiente, un dolor me taladraba –inmisericorde- la cabeza. Por más que pretendí despertar a Hugo, éste no respondía. Boca abajo (como gustaba dormir) era incapaz de reaccionar –mínimamente- ante este descalabrado mundo. Resignado, me lavé la cara, me vestí, y salí, temprano, de su casa, rumbo a la mía.
Transcurrieron los meses. Una mañana, mientras me desayunaba con dos riquísimos huevos estrellados, frijolitos refritos, crema y platanitos, acompañados de una humeante taza de café doreña, y del periódico, reparé en una siniestra noticia: ASESINADO AVIADOR DE RIEGO.
Por la descripción, no había duda, era el individuo de aquella noche. La nota, informaba que el hombre de cara grasienta, había sido ultimado (como se decía en esos tiempos) al interior de su casa de habitación, situada en la por entonces todavía flamante colonia Escalón, juntamente con su sirvienta (esto para no dejar testigos) por desconocidos.
El cuerpo fue encontrado maniatado; y al parecer, sus verdugos le habían quitado la vida, con la misma magnum 45, que según algunos testigos del vecindario, portaba siempre.
Una fuente anónima informaba que el aviador tenía la peculiar afición de implorar –al inicio- ser sometido sexualmente, sin piedad, por hombres jóvenes con quienes departía alegremente; para después, una vez se consumaba la propia horadación, –a punta de escuadra- amarrarlos y violarlos de las más sádicas maneras. Tal parece que en esta ocasión, la historia tuvo otro desenlace.
No pude contener las lágrimas por aquel Saint Exupéry nacional, cuya desaparición de esta dimensión pecaminosa, no fue en el aire, como quizá imaginó en sus continuos vuelos sobre los algodonales de la costa salvadoreña, sino en pura tierra, debido a sus incontrolables y alborotadas pasiones. De lo que sí me sentí muy aliviado, al igual que Hugo cuando se enteró, fue de jamás haber conocido “el mejor bar del mundo”, aquella noche de tan siderales vuelos.
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