Luis Armando González
Desde que los números fueron inventados –o descubiertos, según se prefiera— han sido de una enorme utilidad no solo para el conocimiento de la realidad, sino para los cálculos en la toma de decisiones por parte de empresarios, políticos y ciudadanos en general. La necesidad de contar, de tener cifras y de establecer relaciones entre ellas nos asalta a cada instante, lo cual no quiere decir que siempre le hagamos caso a esa necesidad o que tengamos a mano lo mejores números.
En la actual coyuntura, marcada por el impacto del coronavirus en la salud pública mundial, la necesidad de los números se ha hecho sentir con particular fuerza, comenzando con los relativos a la cantidad de personas fallecidas e infectadas, para continuar con los que se refieren a las cantidades de medicamentos disponibles, el número de instalaciones hospitalarias y un largo etcétera que incluye, por supuesto, los datos que reflejen el impacto económico de la crisis sanitaria. Ahí donde esa necesidad de números –y de información— no ha sido colmada satisfactoriamente, la confusión ciudadana ha sido mayor. Y ello ha abierto las puertas a la divulgación de las más variadas opiniones, conjeturas y valoraciones que no siempre han contribuido a la salud mental de las personas.
Como quiera que sea, algunos números, por lo menos gruesos, son bastante firmes; y uno de ellos es el que se refiere a la cantidad de personas fallecidas, transcurridos unos 3 meses –este periodo podría extenderse a cuatro meses (enero a abril), pero yo me quedo con el periodo febrero-abril— desde que se desató abiertamente la actual epidemia –o pandemia según fuentes de alto nivel mundial— del coronavirus. En total, al momento de redactar estas líneas, se han contabilizado 242,000 muertes en el mundo causadas por el virus en cuestión. Hay también datos importantes, por ejemplo, sobre su distribución por países e incluso sobre su incidencia por grupos de edad y sexo. Es seguro que, cuando se cierre el ciclo de la crisis –que solo alguien con pretensiones de adivino puede declarar para tal o cual día y fecha—, se tendrán otros números, y será entonces oportuno realizar los balances oportunos en todos los ámbitos afectados o involucrados en la coyuntura y sus consecuencias.
Sobre los 242,000 fallecidos hasta ahora, cabe decir, ante todo, que no debe perderse de vista que, tras ese número frío, hay personas concretas, hombres y mujeres, con trayectorias de vida que fueron truncadas y con lazos familiares que han sido rotos. Hay pesadumbre, impotencia y dolor en las familias de las que eran parte. Nunca estarán de sobra –aunque no sean un remedio para lo irremediable— las muestras de aliento y solidaridad con esas familias en todo el mundo.
Y, en segundo lugar, no es irrealista sostener que las pérdidas de vidas humanas serían mayores si no se hubieran implementado, por parte de los distintos Estados y gobiernos, medidas de control de la movilidad social que, por lo general, han cobrado la forma de cuarentenas; o, cuando este no ha sido el caso, por las medidas de autocontrol impulsadas por la misma sociedad. Las medidas impulsadas por los gobiernos y los Estados han tenido matices distintos en cada nación; y algunos de esos matices (o variantes) han sido y seguirán siendo asunto de controversias, pero –hasta que no se demuestre lo contrario— no es irrazonable afirmar que la propagación del virus ha sido contenida gracias a las medidas destinadas a restringir e incluso anular la movilidad y el contacto social masivos. Dicho lo anterior, es imposible entender el impacto real del coronavirus si no se hacen comparaciones con otros fenómenos que impactan la salud pública, como el cáncer, los accidentes de tránsito o laborales y la gripe, y que dejan a su paso desolación y muerte. Los números son útiles y aleccionadores para ver cómo está el mundo. Aquí se tienen algunos, tomados de fuentes que colocan sus datos en internet. Cualquiera puede verificar los números, determinar su inconsistencia o ajustarlos (o descartarlos) a partir de otras fuentes más fiables. En mi caso, no estoy comprometido con esas cifras y si alguien hiciera un ejercicio equivalente con mejores datos, sería estupendo.
Así, en lo que atañe al cáncer, en 2012 murieron 8.2 millones de personas en el mundo, debido a afecciones relacionadas con esa enfermedad. Es decir, en cada trimestre de 2012 murieron, en promedio, más de 2 millones de personas por causas relacionadas con el cáncer. En cuando a los accidentes de tránsito, cada año fallecen en el mundo 1.3 millones de personas, esto es, en cada trimestre mueren por accidentes de tránsito, en promedio más 300,000 personas (datos de la OMS para 2017). En lo referido a los accidentes laborales, según la OIT (2019), 7,600 personas mueren diariamente a causa de ellos, o sea, en promedio, unas 212,000 personas al mes y más de 600,000 en cada trimestre. En 2017, murieron en el mundo 6.3 millones de menores de 15 años por causas prevenibles; y 8,500 mueren cada día por desnutrición. En este último caso, se tiene un promedio de 238 mil muertes mensuales y de más 700,000 en cada trimestre. Y, por último, en lo que toca a la gripe, cada año deja unas 650,000 muertes, es decir, un promedio de 162,500 fallecidos por trimestre.
Los números que se han reseñado pueden servir para muchas cosas, y una ellas –que ya está siendo usada— para restarle relevancia al impacto del coronavirus. No me parece correcto este uso, porque la muerte de 242,000 personas en un trimestre es algo trágico, especialmente porque muchas de esas muertes pudieron haber sido evitadas con sistemas de salud más fuertes y con mayores niveles de justicia y bienestar sociales. Más bien, lo hay que hacer es leer y entender la tragedia causada por el coronavirus como parte de un mapa de otras tragedias que asolan a la humanidad actual, mismas que, en muchas de sus implicaciones humanas y sociales (y también económicas), podrían ser corregidas o disminuidas, o prevenidas con eficacia, si los ordenamientos socio-económicos, políticos y culturales estuvieran en función de la dignidad de las personas. Todos los datos reseñados (y otro montón que reflejan pérdidas de vidas humanas en el presente: crimen violento, migraciones, guerras por recursos energéticos) nos revelan un mundo organizado de espaldas a la dignidad humana, mismo que se juega en el cuido material y espiritual de cada persona, sin importar su edad, sexo, religión, procedencia, color de piel o ideología, y en el cuido del mundo que es, como decía Giovanni Pico de la Mirándola, nuestro hogar.
En fin, el coronavirus es una tragedia. Pero no la única. Su impacto no está desconectado de otras tragedias que también causan muerte, como la pobreza, la marginalidad y el abandono económico, social y cultural. Ojalá que las alarmas sanitarias, económicas, políticas e institucionales suscitadas por el impacto del coronavirus sigan sonando ante las varias tragedias que azotan a la poblaciones pobres y excluidas en diferentes partes del mundo.