René Martínez Pineda *
Nietzshe, desmantelando un rato su existencialismo lapidario y hermenéutico que lo llevó a matar a Dios, dijo: “sin música, la vida sería un error”, y tenía mucha razón, a lo que yo agrego que, para rematar, sería incorrecta y asintomática, porque cada minuto de vida sólo tiene sonido y sentido con la nota musical de su muerte, en do menor, si se puede. Asumiendo como real el impacto holístico de la música, el entrañable Silvio Rodríguez nos cantó: “te doy una canción como un disparo, como un libro, una palabra, una guerrilla, como doy el amor”. Entonces, por virtud y encanto de la música (la que, intelectualmente, siempre tiene posturas ideológicas claras que, como pacto artístico, pueden ser dejadas a un lado en determinados momentos de euforia o relajación) la nostalgia es una cueva secreta y dulce e insondable custodiada por cuarenta hombres lobos parisinos; las risas que manan de las lágrimas perentorias de la miseria consuetudinaria son joyas preciosas y valiosas porque son talladas por los alquimistas de la noche; las camas con el mar picado y los petates hediondos a orines y semen de todas las noches buenas, arden porque han nacido para ser salvajes viviendo en el muelle de una plegaria; las flores ya no son desérticas; y la luna es una tierra comunal inexpropiable que se enciende a placer si se tiene la chispa adecuada. Siendo así, la vida sin la música sólo sería –en palabras del Benedetti de patria interina- un blanco móvil del maldito duende de las desgracias mundanas, cuya puntería se afina con los años; una guillotina certera de los abrazos que deja al planeta dividido entre dos tierras: la riqueza y nosotros; la patria se nos moriría de tristeza natural y a la política le dejarían de funcionar los riñones.
Si hay algo en esta vida con lo que estoy en deuda (después de los libros, el café y el fútbol) y que nunca dejaré ni bajo tortura es: la música, porque en los años en que vivimos en peligro fue (y sigue siendo): mi tutora de salud mental; mi refugio secreto para que la cotidianidad del mundo sociocultural no se difumine o esfume en el delirio de persecución que no se cansa no obstante recorrer un largo y sinuoso camino; y, además, ha sido y es mi tiempo-espacio de revalorización ampliada de la felicidad indecible que se redacta en una servilleta que implora por una canción.
Sí… ese algo es, sin duda alguna, la música, pero la que yo llamo la “buena música” ejecutada por sus autores intelectuales o materiales, da igual si se hace con pasión feroz en ambas circunstancias. La seguridad de su compañía es lo único seguro, como comparsa del imaginario individual, hasta que la muerte pise mi huerto o se asome por mi persiana guanaca. En esta ocasión, saliendo de lo tétrico de la realidad, quiero ponerme a travesear palabras –un auténtico tanteo gramatical sin tiranías académicas, diría yo- para decodificar un arte que, en lo sociológico, es una necesidad básica para vivir con dignidad y, como no se puede hablar en abstracto de un arte que trasciende, su abordaje estará hilvanado a un grupo musical salvadoreño que, en mi opinión de adicto a los sonidos y ecos del pasado, lo está haciendo muy bien: Alkhimia, uno de cuyos integrantes (Ricardo Gálvez) es estudiante de quinto año de sociología en la Universidad de El Salvador.
Desde mi perspectiva escatológica, la buena música y la buena literatura son las artes superiores porque su volumen de agitación carnal y espiritual; su fanática afición a la transgresión y rompimiento de hímenes culturales; y su fulminante memoria lo concretan, como un todo inexorable y dialéctico, las percepciones, comprensiones y compromisos del oyente y del lector sin escapatoria pautada, estableciendo un diálogo abierto, crítico e infinito en cuanto a las posibilidades comprensivas, a tal punto que Galeano remata su cuento “La música” de esta forma: “Y dijo: -Y se llevaron el arpa. Y tomó aliento y se rió: -Pero no se llevaron la música”. Sin ellas, la existencia humana sería un boceto simple y un simple boceto sin profundidad ni colores tangibles.
En el caso específico de la música, sin embargo, hay que distinguir con exactitud en sus múltiples aristas, tersuras y tonalidades (para luego consumir deliberada y productivamente), aquella clase cuyo incesante acercamiento marital con la poesía (crítica o lírica) y su deleite selectivamente masivo a lo largo de los siglos, y en todas las latitudes conocidas, permite observar (o evaluar, ya en perspectiva sociológica, su función social, ideológica, política y cultural) la sucesiva difusión de sus especies con los acordes tajantes de grupos musicales como Alkhimia; sus caracteres estéticos, éticos, informativos y técnicos, los que sólo son tales cuando la pasión incondicional no mercantilizada toma la palabra; su relación pedestre con los grupos de creadores, promotores, ejecutantes y oyentes, tan preeminentes como ideológicos; y su inevitable y lamentable vínculo con las empresas comerciales, industriales (las que han privatizado la cultura con la invención de la ley de los llamados “derechos de autor”, los que al final sólo son los “derechos de productor capitalista”); difusoras de amplia cobertura; y hasta maestros de todos los niveles, pues con todos ellos se logra penetrar en su historia milenaria. Pero la música no es –per se- un hallazgo radical y fósil. Más bien –oyendo a Alkhimia bajo la luz mortecina de la nostalgia del hielo seco que convida al contacto piel a piel- la música es la territorialidad ritual de Dionisio -y es Dionisio- y es, al mismo tiempo, la cadencia creativa, creadora y resucitadora de Chalchiuhtlique, porque es un acto universal contundente; es el imaginario inenarrable de Achamán porque se crea eternamente a sí misma, y que se destruye eternamente a sí misma, como si fuese el mundo enigmático de la doble voluptuosidad del ser a solas que está más allá del bien y del mal; porque su meta está trazada con precisión geométrica en la felicidad del círculo de la vida social e individual, porque en su talidad la música es un anillo que tiene buena voluntad respecto a si mismo.
En cuanto nos envuelve a cada suspiro, todos la conocemos, la sentimos, la fornicamos, la nombramos y no nos detenemos a pensar en ella como algo ajeno, o a determinar sus límites ideológicos, o a examinar sus valores sociales, o a desentrañar sus implicaciones para conocer su historia.