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Alkhimia: tanteo sobre la música sin tiempo (2)

René Martínez Pineda *

Si hablo de “buena música” (más allá del éxito comercial que no mide calidad) hablo de la música que trasciende, enciende y presiente sin estar sujeta al tiempo-espacio, o sea esa clase de expresiones hermenéuticas (sociología del arte) que llamo “music peractorum” (música de la nostalgia) para darle el halo místico que posee, y sobre la que estoy tanteando inspirado por el amasijo de sentimientos huracanados que me provocó oír la vocinglera armonía de Alkhimia, bajo la fría lluvia de noviembre en pleno agosto.

Por ser nostalgia sin tiempo-espacio, la música es la extensión de la vida que no vivimos –porque ya la vivimos o porque estuvimos ausentes- y tiene el prodigioso poder de hacernos creer ser quienes no somos; o hacernos ser mucho más de lo que creemos ser; o hacernos ser personas distintas a las que en verdad somos (mejores personas) tal como lo provoca la literatura, la revolución social y el fútbol. La música es a la memoria lo que la utopía social a la vida: su partera privilegiada. Hablar de música para quien se siente parte orgánica de ella es algo inevitable y básico, casi instintivo; es más, no me cabe duda de que las personas que recurren a coloquios afables sobre ella me son del todo adictivas y fascinantes. Sin importar géneros, influjos, preferencias o cualquiera otra consideración: amar la música te hace cómplice de aquellos que la sienten y padecen igual, como es el caso de Alkhimia, quienes se convierten en nuestros privativos “héroes del sonido”; es como si tuviéramos un solo corazón y un mismo lamento boliviano, guardando, claro está, las discrepancias y tonos y suspiros e ideología propios de cada quien. La música es el código inenarrable de las conmociones que tocan las puertas del cielo; una arquitectura irreal para elevar las almas cual música ligera que se escurre entre los dedos. La música construye sentimientos, juicios e ilusiones que acompañan a los procesos históricos que, por su impacto sociocultural, son la escalera al cielo por donde trepa la esperanza colectiva.

Para sus fieles amantes y sus devotos ejecutores, la única forma de oír y de sentir la música es hacerlo como un fin en sí mismo que no acaba en sí mismo, pues es el complemento ideal de las acciones cotidianas más trascendentales y sublimes. Todos los que nos congregamos en torno a Alkhimia construimos, al reflejo, una conectividad cultural tal que nos hace palpables más allá del tiempo-espacio, trazando un puente custodiado por el perro negro de los deseos carnales del tonto de la colina; el Pegaso de la música, tan mítico como omnipotente, es el éxtasis que nos hace volar hasta nuestros deseos inconfesos y nos convierte, a su vez, en territorialidad galopante porque más que distancia somos cultura y más que cuerpo somos espíritu.

Para quienes comprendemos y vivimos la música como nostalgia y como gerundio de todos los verbos sustantivados, ella no es la banda sonora de nuestra biografía como si se tratara de una película, pues es la protagonista etérea (el violinista en el tejado) que descifra o codifica la trama como si hiciera magia, la misma magia que soñaron los alquimistas inagotables antes de convertirse en los duendes que viven en la basura sin dejar de sonreír. Con la nostalgia vocinglera como arma de fuego, la música aniquila con recuerdos todos los olvidos, y ese es un acto de suicidio filantrópico o, cuando menos, un delicioso masoquismo que seduce a cualquier mujer bonita que ha nacido para ser salvaje. Por eso la música es refugio, es lugar secreto, es orgasmo copioso, furioso e infalible; es, en definitiva, la inexpugnable caverna del imaginario colectivo en el que todo es efímero y es absoluto; todo es cercano y es lejano; todo es mito y rito, al mismo tiempo y sin darse tiempo, y sin caer en una contradicción sociológica insoluble, pues la música no es entretenimiento, es entendimiento; es un axioma difícilmente rebatible. Y es que la música siempre es compleja sin dejar de ser coherente y envolvente como el estertor furibundo de los cuerpos que al yacer juntos, sin más reglas que el placer, desprenden vapores y fulgores y saberes jamás vistos ni duplicados, por hermosos.

Al compartir con Alkhimia, la música -más que una distracción fugaz o una vía de escape- es una forma volver a la realidad simbólica, es una forma de unir ideas y pieles y jadeos corporales con un sólo designio: la alegría y el goce del sentido místico humano que hacía llover y, entonces, la música como la alegría son una adquisición. La sociología del arte y su denso constructo teórico no ha sabido decodificar a qué se debe esa capacidad irreal de poder crear música a través de nuestros cuerpos interpretando con nuestros sentidos lo que otros ejecutan en un rincón del alma. Hay tantas cosas para gozar –decía Facundo Cabral- y nuestro paso por la tierra es tan corto, que sufrir es una pérdida de tiempo. Tenemos para gozar la nieve del invierno y las flores de la primavera… y la música, le agrego yo, porque la música es un poder simbólico más devastador y constructor que las armas de destrucción masiva.

En un sociedad basada en la expropiación, represión y manipulación –veamos el golpe de Estado en Brasil- los genocidas de antaño y los suicidas de hoy tratan de confundirnos para que creamos que el bien es una minoría exótica o desértica; el bien no se nota porque, como el poder de la música, es silencioso en su esencia: una bomba hace más ruido que un concierto de música o un beso furtivo, pero por cada bomba que busca destruir el planeta hay millones de amantes de la música que buscan darle sentido a la vida. Nietszche lo dijo de una manera tan simple y fulminante que es mejor no tocar: “Si en el mundo no existiese la música, la vida sería un error“, así como sería un error fundamental pensar a un pájaro sin canto distintivo, o pensar el planeta y su historia sin las palabras mágicas de García Márquez, Saramago, Galeano, Benedetti, Cortázar, Cervantes, Shakespeare… y hasta del Marx que afinaba sus ideas oyendo música de madrugada.

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