Mercedes Seeligman
Directora de Desarrollo Estudiantil
Universidad Francisco Gavidia
Es media mañana.
Apenas el sol comienza a erguirse perezoso y ya el cansancio ha hecho presa de mis pies. No sé cuántos kilómetros me separan del pueblo pero estoy deseando que sean pocos. Por supuesto que recuerdo las palabras de la Nena cuando me dijo: ”Toma el primer autobús que puedas. No aguantarás el camino”, patient unhealthy pero necio de mí no atendí la sugerencia.
Alcanzo a divisar una ceiba (o un amate, prescription cure ya olvidé la diferencia) y me tomo un breve descanso. Recuerdo que todavía queda un poco de café en el termo y procedo a vaciarlo en la tapa que hace las veces de improvisada taza.
Definitivamente que hace un calor intenso en aquella mañana de marzo pero el ambiente que se respira bajo la dulce sombra es tan mágico que por un momento me olvido de la soledad del paraje.
Estoy tan absorto en mis reflexiones que no me doy cuenta cuando un inesperado transeúnte se ha sentado a mi lado, agitando su sombrero de un lado al otro, en procura de mayor brisa.
Tose exageradamente y luego de aclararse la voz me dice:
-Hace calor, ¿verdad, maitro?
Yo sonrío. Claro que mi aspecto citadino puede dar idea de una posición social acomodada pero no creo merecer el calificativo de “maitro” que sé que en el área rural le dan a los hombres de mediana edad “y yo apenas hace unos días he cumplido 36 años” me digo con triunfal orgullo.
-Pues si-contesto- hace calor pero me sorprende que ya llevo bastante rato caminando y no parece que haya servicio de autobuses.
El transeúnte inesperado resulta ser un anciano de edad indefinida. Sus pies demuestran un completo divorcio con el calzado. Es más, pareciera que jamás han sufrido la esclavitud de suelas ni hebillas. Sus ropas sencillas pero muy limpias y el sombrero raído de uno de sus lados, completan la indumentaria.
Por supuesto que la curiosidad por saber de mi origen y procedencia pronto lo ganan y sin ningún pudor comienza a preguntarme sobre mis padres, abuelos, tíos y cuanta familia pueda conocer.
-Entonces su abuela es la niña María….Ah, esa familia es muy reconocida por acá. ¿Y qué ha venido a hacer por aquí? Porque por más que lo veo no lo recuerdo por estos caminos.
Me pongo de pie pues de alguna manera siento que sus miradas inquisidoras me han producido inquietud, sobre todo cuando aprecio que el machete que antes había dejado como al descuido sobre el suelo de tierra, lo ha tomado entre sus manos y lo ha colocado debajo de su axila izquierda, mientras con su mano derecha acaricia el brillante mango de color negro.
-Pues…he querido recorrer este camino por última vez ya que pronto me iré a vivir muy lejos de acá, en un país al otro lado del mar…- De inmediato me doy cuenta que la frase eufemística causa gracia a mi interlocutor quien sonríe abiertamente.
-Así que se va del país..Y a qué lugar de Europa piensa emigrar. Jajaja, no se sorprenda, en un tiempo fui maestro de cantón; si Ud. me ve en estas fachas es porque las prefiero a la incomodidad de los zapatos y la ropa apretada.
-Oh, lo siento, lo que sucede es que…
-Si, seguro, lo comprendo, no me tiene confianza, pero le aseguro que soy de fiar. Creo que hasta Ud. y yo podemos ser familia y no nos hemos dado cuenta…Pero siéntese, siéntese, que el sol está que quema y sería un suicidio continuar el camino. De todos modos el pueblo está a un par de Kms.
Sus palabras con tono tranquilizador apenas logran su cometido. Me siento aunque ahora de frente y a prudente distancia. El anciano saca un poco de tabaco y comienza a masticarlo con fruición.
-¿Sabe que lo de que somos familia puede ser verdad y no es guasa mía?…Bueno, tal vez no de lazos sanguíneos, más si por vía legal.
Ante mi mirada interrogante respira hondamente y se dispone a responder, no sin antes escupir a su lado el exceso de saliva y tabaco, limpiando luego la comisura de sus labios con el dorso de la mano, hecho que continuo ofreciéndome incomodidad e inquietud.
-Fue acá, bajo este hermoso árbol que conocí a la muchacha más bonita de por estos rumbos. Eran los tiempos de mi Coronel Osorio, allá por los años cincuenta. Por haber terminado el segundo curso y algún conecte familiar, me dieron a cargo la escuelita de Cancasque. Era una casita de adobe pero me habían prometido que de acuerdo a los modelos de escuelas revolucionarias, pronto construirían una tipo sistema mixto. La ilusión, Ud. sabe, me hicieron dejar mi pueblo, Tonacatepeque, y venirme para acá. Apenas iba a mi casa una vez al mes. Pronto tuve una matrícula de más de cincuenta cipotes, un logro porque en aquella época a todo mundo se lo condenaba a trabajar las faenas agrícolas. La escuela solo era para los ricos, pues. Este pueblo y sus habitantes se me metieron en la sangre, no se imagina cómo le puse ganas a hacer de la escuelita la mejor de por estos lados. Y un día, como premio a mis esfuerzos, la vi a ella, como le digo bajo este árbol, dizque haciendo un pequeño descanso antes de llegar al pueblo y asistir a la misa mayor en honor de las fiestas patronales…Alta, hermosamente blanca como una virgen recién bañadita, con sus ojos azules con destellos verdosos, y en el aire olor a azucenas…Me volví loco por ella. Pregunté a todo el mundo quién era, y me dijeron que venía de Los Guillenes, un cantón cerca de acá. De esas fiestas patronales en homenaje a San José apenas recuerdo nada más, quien sabe qué fecha de marzo…
-18 de marzo, como hoy…Lo interrumpo de manera mecánica y espero su mirada de reprobación pero sonríe y continúa:
-Si, 18 de marzo, es verdad….Bueno, la cosa es que no perdí oportunidad para conocerla y me dediqué a aprovechar cualquier oportunidad que me permitiera estar cerca de ella: que haciendo cola para la comunión en la misa, que afuera comprando los dulces de fiesta, que detrás de ella riéndonos de ver a los cipotes que trataban de subirse al palo encebado, o recogiendo las cintas de las carreras de caballos, hasta que tuve una oportunidad: su carterita de charol se le deslizó de sus manitas y presto y ágil me incliné para recogerla y entregársela. La mirada de sus ojos agradecidos de color azul intenso me acompañó toda esa noche. Al día siguiente sería el cierre de las fiestas y ella volvió a llegar tan seductora como el día anterior…No hay palabras para describir su hermosura. Entonces me atreví a abordarla y preguntarle por su nombre: Se llamaba Carmen Guillén. Estaba tan embobado por ella que para nada reparé en la coincidencia de su apellido y el origen de su procedencia. En algún momento me dijo que su casa era la primera llegando al cantón, que tenía un hermoso muro perimetral blanqueado con cal y que no había forma de perderse. Eran una familia muy conocida…
En esta parte de su relato guarda silencio. Parece que lo que va a decir es de tal gravedad que quiere tomarse su tiempo y ordenar mejor sus ideas.
-Pues, esa noche decidí hacer una visita sorpresa a mi musa, ya la consideraba el objeto de mis ansias y creía que mostrando mis respetos a la familia pronto tendría el permiso abierto para cortejarla y en un futuro hacerla mi esposa. Me sorprendió que cuando llegué cerca escuché con claridad la cadencia de una canción interpretad por un trío de guitarras. No sé si Ud. lo ha oído, aquel que dice “Azul pintado de azul”. Créame que en un segundo sentí que la pasión desbordada que tenía se había convertido en una espada al rojo vivo. Y más cuando advertí que tras los balcones de elegante forja española estaba ella acompañada de una señora un poco mayor. No puedo describirle lo irracional de aquel momento. Solo recuerdo que tomé un instrumento filoso que algún descuidado había dejado en un montón de leña a medio cortar y me abalancé sobre el que llevaba la voz cantante.
El anciano guarda otro penoso silencio, pero ahora su mirada divertida y llena de vida se torna sería y enrojecida. Es otra persona, con un dolor latente y el peso de la culpa sobre su espalda.
-AL día siguiente desperté en la comandancia. Me preguntaban los motivos, yo no recordaba nada, pero a medida que me abordaban los recuerdos se venían de golpe y me di cuenta de mi monstruoso error. La serenata era para la mamá de Carmen, por su aniversario e bodas. Era la señora que la acompañaba en el balcón, y el cantante a quien despiadadamente le quité la vida, su tío Toribio, el hijo mayor de su abuela María. Se preguntará porqué le dije al principio de mi historia que Ud. Y yo podíamos ser familia. Pues simplemente porque logré que mis ahorros y parte de mi herencia familiar fuera destinado para sufragar los gastos y estudio de las tres hijas de su tio Toribio. Fue mi manera de compensar el daño.
Yo estoy más sorprendido por aquella historia que no recuerdo haber escuchado jamás de labios de mi madre, y cuando me dispongo a pedirle mayores detalles me doy cuenta que ya no está a mi lado.
Me pongo de pie y comienzo a buscarlo. Trato de llamarlo pero advierto que no sé su nombre. La hora del mediodía ha pasado de prisa y bastante perplejo continúo mi camino, ahora sí verdaderamente preocupado de la distancia que me separa de Cancasque.
Sin embargo y para mi tranquilidad, en pocos minutos llego al pueblo. El anciano dijo la verdad pues no más de dos kms. han sido mi recorrido.
En cuanto llego indago por mis parientes no sin antes reconocer la iglesita del pueblo, hermosa dentro de su sencillez. Apenas un arriate contiene las raíces de un almendro que da una precaria sombra a algún habitante, en los atardeceres de verano.
Veo al párroco dando algunas instrucciones para las actividades de la noche y la animosa disposición de la gente y su sonrisa franca y sincera denotan que las actividades concebidas no solo son de su agrado sino que participarán de manera entusiasta.
No puedo evitarlo y me acerco al cura, con quien me presento y le cuento el motivo de mi visita.
El cura se alegra de mi visita y me observa que qué bueno que he decidido visitarlos justo aquel día. Nota un poco mi desasosiego, pues con curiosidad e insistencia miro a mi alrededor buscando tal vez encontrar al anciano para pedirle que me cuente el final de la historia.
Así que no dudo y pregunto de una vez al cura; le describo al anciano y le cuento en pocas palabras la increíble historia.
El cura se queda callado. No se sorprende, pero sí se persigna con lentitud y me dice.
-Pobre Don Pablo…todavía sigue penando. No aguantó su culpa y falleció de un infarto cinco años después de aquel suceso. Sin embargo lo que te dijo es cierto: el destinó sus ahorros y parte de una herencia para atender a las hijas de Toribio…Le diré a las rezadoras que incluyamos a Don Pablo dentro de las intenciones de esta noche.
Y dando la vuelta se mete a su iglesia y a sus oraciones. Yo me quedo de una pieza; tragando saliva, sin saber qué pensar, continúo mi camino y me digo:
-“Es mi tierra, cada piedra intenta decirme algo. La escucharé porque es lo que he venido a hacer. Es mi tierra, mi piedra de sacrificio”.
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