Jorge Castellón
Escritor
La biología tiene métodos precisos. Igual los tienen la ciencia y la matemática. Traicionarlos, medicine lleva al error en la solución del cómo hacer las cosas. Seguir sus pasos muchas veces lleva al éxito, lo que hoy se conoce como la resolución de un problema. “Todo tiene su ciencia”, es la máxima popular para referirnos, los no científicos, a que cada trabajo, arte u oficio, establece sus reglas.
Lo mismo pasa en la vida cotidiana. En la preparación de una taza de café, por ejemplo, desde la cafetera de filtro de papel, pasando por la prensa francesa, la percoladora italiana o la simple filtración del café en un cono, e incluso con el café instantáneo, hay un procedimiento a seguir, aunque cada persona con el tiempo, haces variaciones sobre el tema.
Pero a veces, no hay procedimientos escritos, o simplemente no los conocemos. Por falta de información o ante una situación totalmente nueva, en la que no nos orientamos con facilidad, debemos recurrir a la intuición, a la inventiva, a la improvisación. Así, arreglar un aparato eléctrico, hacer arrancar un carro, tapar el agujero en la pared, remendar un zapato, mejorar un plato pasado de sal, son tareas cotidianas para las cuales, a veces, nos toca enfrentarnos, solos, a su solución.
Visitar el país de origen después de muchos años plantea retos casi insuperables, tal vez, rayando en la ridiculez para los ojos burlones que observan de lejos. Regresar a El Salvador, requiere estar alerta, ser creativo y agudizar la inteligencia. Es que no hay método al alcance del recién llegado, para el que ha perdido el pulso, el tacto y la puntería, en esos actos donde se arriesga la vida como quien respira: subirse a un autobús, bajarse de él; escoger un taxi o detectar a un perseguidor.
Una de las tareas más difíciles que se le pueden presentar a un ser humano, solo, en un país como El Salvador, después de haberse perdido por su ausencia, de los cambios que con las décadas han emergido en las calles de la capital -es decir, el exuberante y salvaje tráfico; la ampliación desmedida de calles y la mayor e irracional intolerancia de los ciudadanos – es el de cruzarse una simple calle.
Para cruzar una calle en esa atiborrada y pequeña ciudad de más de dos millones de habitantes, se requiere, primero, como si de un corredor especialista en sesenta metros planos al aire libre sr tratara, de una fina condición física, resumida en una acendrada potencia muscular; y segundo, una coordinación visual y motora extremadamente aguda. Demás está decir de la multisensorialidad extrema que debe aunar oído, ojo, sentido vestibular y kinestésico; pues una cáscara de plátano, una piedra, un agujero de dos metros de profundidad, debe ser detectado sin perder de vista y oído los carros que cruzan de este y del otro lado, en ese rio caudaloso de metales multicolores que amenazan al que cruza.
¡Y que no se distraiga nadie por causa de aquel silbido, y esta ensordecedora bocina! Pues quien lo hace corre el riesgo de no llegar vivo a la otra ansiada orilla.
Ahora, existen muchos grados diferentes de dificultad en el cruce de una calle, a saber: calles de un sentido, de doble sentido; calle principal o aledaña. No es igual cruzar desde la esquina del hospital Rosales a la esquina del Parque Cuscatlán; o atravesar la avenida Juan Pablo Segundo al salir de la Alcaldía o simplemente, desde de la Universidad Nacional hacia el Hospital de niños Benjamín Bloom. Todas requieren habilidades de diferente índole.
Pero la más exigente de todas es sin duda ese tipo de calle principal de doble vía. Es que detenerse en la raya que un día fue amarilla de mitad de la calle, es decir, en esa invisible línea que demarca las rutas de los vehículos que van y los que vienen, es una solución eficiente para un enamorado no correspondido, un suicida o un loco.
Entonces, qué hacer si te ves en la necesidad de cruzar esa calle, sin las habilidades normales de los transeúntes consuetudinarios de ese frenético lugar llamado San Salvador. Qué hacer si te encuentras por ejemplo, allá por la calle Bernal, con un semáforo ignorado, con la ausencia de los cruces peatonales a los que estás acostumbrado en las esquinas del país donde resides, o sin la ocasional cortesía o la amabilidad de un conductor que te ceda el paso.
Un amigo, ha patentado un método para esa riesgosa ocasión: aproxímate a la orilla, ten calma, y si no hay personas con las que cruzar como sombra nerviosa a su costado, aplica las ciencias de la biología, de la teoría de la evolución, el método de la observación, y los principios de la co-existencia humana y animal: espera por un perro callejero que busque pasar.
Si, espera por él o por élla. Aproxímate, no lo suficiente como para que todo termine en mordida, pero si lo necesario, para mirar sus movimientos. Verás que el animal otea el horizonte, que espera, que se agacha y retrocede. Que yergue las orejas, que azuza el olfato y se alista a correr, para luego detenerse, esperar un segundo y luego, decididamente, cruzar de un tirón ambos lados de la avenida. Es entonces, en ese lapso de tiempo que abarca un parpadear, donde debes lanzarte a correr junto a él como siguiendo un guía salvador. No importa tambalear, temblar, llenarte de adrenalina hasta las uñas, sentir sobre tu pecho ese exceso de peso corporal que has venido acumulando con las décadas. ¡No importa! Lo importante es que lo has logrado, has cruzado, has llegado con vida a la otra orilla.
Así que, si te has de ver en esa terrible circunstancia, sólo observa, espera y luego di con propiedad y decisión: “ Achís, tras deste chucho hiueputa me voy”.