Armando Molina
Escritor
Casi nadie llega hasta allí porque no hay nada que hacer en un paraje como ese. La maleza crece sobre los mohosos rieles del tren que en un tiempo hacía la ruta hacia Occidente; pequeños arbustos sobreviven junto a un inmenso promontorio de ripio y basura; de vez en cuando un perro hambriento se detiene a hurgar entre los desperdicios, help pero al no encontrar algo que valga la pena comer, buy abre las patas traseras y deja sus excrementos amontonados junto al resto de desperdicios. El terreno se extiende cubierto de malezas y basura hasta los bordes de las casas cercanas, la orilla de la cloaca y el pantano de aguas negras. Cientos de moscas se elevan a lo largo de los promontorios de basura y zumban durante todo el día sobre los desechos que el sol reseca. Sería fácil asegurar que pocas personas respirarían con gusto el aire de la temprana mañana en ese rincón de San Salvador, menos aún, pensarían en vivir cerca de allí.
No muy lejos del promontorio de basura están las ruinas de lo que en un tiempo había sido una estación. Pero ahora las ruinas de la estación abandonada hacía las veces de pensión para una media docena de borrachos. Entre cuatro y seis eran los borrachos –incluyendo mujeres– que se reunían en lo que ellos llamaban la Pensión de Occidente, y comían en el andén de la vieja estación contemplando las fachadas de la parte trasera de los prostíbulos del Paseo Independencia. No existen antecedentes fehacientes de que alguno de ellos hubiese abandonado la Pensión de Occidente por algo mejor; aunque era posible que algunos de ellos hubiesen visto o escuchado la llamada divina, y esto en sí constituye una buena posibilidad. Pero la salida de la Pensión de Occidente se producía con rapidez ante la aplicación automática de la norma de vida del borracho: usualmente morían.
Por entonces eran huéspedes de la Pensión de Occidente tres hombres y una mujer, todos ellos borrachos consuetudinarios del área urbana de San Salvador en un avanzado grado de alcoholismo; aunque bien hubiera podido llamársele estado de auto descomposición. La vieja estación constituía el lugar ideal para estas personas, que, como sus familias hacía tiempo les habían olvidado y dado que dos de ellos eran de Usulután, la mujer de Santa Ana y el otro del barrio Modelo de San Salvador, necesitaban alojamiento durante todo el año. Pero sobrevivían bien, y, ante todo, siempre estaban seguros de poder conseguir el necesario cuarto de litro diario de alcohol naftalinado que obtenían del encargado de una farmacia cerca del parque Zurita; sin faltar, claro está, los variados desperdicios de las cocinas del Hospital Nacional. De estos borrachos, los dos más viejos estaban a tal grado de descomposición física que su mayor preocupación era el tratar de ocultarlo; la mujer hacía varios años que había perdido la preferencia que el público masculino le otorgó como novedad los primeros años en un salón de baile de la Avenida Roosevelt; y el otro era un novato en la pensión y novato de las calles.
En una época, hasta que descubrió que el licor que le invitaban sus admiradores le gustaba demasiado aun cuando perdía el sentido, la mujer poseía los encantos de una hembra virtuosa y deseable y todavía conservaba las admiraciones de sus actuales compañeros de vivienda que en otro tiempo le habrían parecido repugnantes. En la época de sus triunfos en la sala de baile de la Avenida Roosevelt le habían gustado los hombres guapos; especialmente si vestían de uniforme. Los uniformes había sido su debilidad. Le habían gustado la mayoría de hombres de uniforme que la invitaban a beber y nunca se había negado a bailar con ellos, menos aún, tener la oportunidad de divertirse con ellos en la cama. Pero ahora había perdido esas oportunidades. Tenía la vaga convicción de que las cosas se arreglarían de alguna forma tarde o temprano. Quizá más tarde. La mujer tenía treinta y cinco años, un rostro moreno y vivaz, y casi nunca hablaba aún estando borracha.
Los dos borrachos más viejos eran primos. Uno tenía la cara inflamada, el pelo completamente blanco y la piel de sus brazos parecía más bien la piel de un garrobo; delgado en el tórax pero con unas piernas fuertes y macizas pues en su juventud había sido futbolista, Vicente era el más viejo de todos y el que sabía todos los pormenores del oficio de borracho. Era también el que conocía al farmacéutico que les proporcionaba el alcohol a buen precio, y sabía además el horario del hospital de cuando la basura todavía fresca era depositada en los enormes barriles de la calle. Pero Vicente estaba muy enfermo.
El otro era bajo, moreno, con la nariz aguileña de buen mozo, y tenía los brazos igual que los de su primo Vicente. Se ufanaba de llevar siempre vestido completo, el cabello bien peinado y un par de cigarrillos enteros en el bolsillo de la camisa junto a su peine. También había sido futbolista, aunque tal vez no tan bueno como su primo. Jugó como defensa izquierdo en un equipo de liga mayor en los años sesenta, había sido famoso con las muchachas del pupilaje donde se hospedaba, y decía que supo retirarse a tiempo antes de que lo lesionaran o perdiera sus habilidades. En realidad se decía que había perdido su destreza en la cancha por entregarse a la bebida y la disipación. Vomitaba sangre desde hacía seis meses y su excremento era una masa viscosa de sangre negra coagulada.
El borracho novato de las calles se llamaba Raúl; tenía veintiocho años, más cinco en la calle; era trigueño, con el pelo más bien ondulado pues casi siempre lo llevaba despeinado. Era muy melancólico y amable. Era del barrio Modelo donde la gente es alegre y en un tiempo había sido un buen marido y empleado público. Pero todo se había venido abajo sin que él pudiera evitarlo: un día su mujer desapareció sin dejar rastro. Por un tiempo lo soportó sin mucha dificultad; dejó su trabajo de empleado público y se compró un camión con el que hacía viajes comerciales por Centroamérica. Por entonces llevaba botas tejanas con pantalones ajustados, las camisas abiertas para relucir su fina joyería de oro, y las mujeres eran amables con él. Pero no soportaba la idea de que una mujer lo hubiese abandonado. Precisamente a él. Por las noches bebía demasiado y usualmente se detenía en la contemplación amorosa de la mujer que había amado. Una noche que, como lo hacía a menudo, había bebido, tuvo una de sus contemplaciones en la carretera con el camión cargado de excursionistas que regresaban de la playa. Todos murieron, a excepción suya, y estuvo por dos años en la cárcel. Después de la cárcel su alcoholismo se tornó más crudo, y él, más melancólico. Había llegado a la Pensión de Occidente siguiendo a la mujer alcohólica y llevaba allí más de seis meses. Era el que sufría el menor deterioro físico; su tarea consistía en conseguir lo mejor de los desperdicios del hospital, tarea que llevaba a cabo para satisfacción de los demás.
Aquel mediodía estaban todos reunidos en el andén de la vieja estación mostrando sus adquisiciones. El más viejo de los borrachos se entretenía removiendo con los dedos los residuos de la última comilona que flotaban en el agua del cubo de hojalata de cinco libras que hacía tiempo había dejado de contener leche en polvo. Su primo conversaba con Raúl y le mostraba orgulloso los cuatro cigarrillos Delta que había conseguido de un motorista al que había asediado mientras le limpiaban los botines en la Plaza Libertad. La mujer estaba en cuclillas frente a la pared reuniendo hojas de periódicos, yerba seca y cualquier otra cosa que le sirviera para hacer fuego. Tenía una cajita de fósforos en la mano y ésta le temblaba notablemente. Raúl se fijo en ello, y le habló:
–¿Quiere que le ayude, Martita?
–No, gracias. Es usted muy amable –dijo ella. Se trataban todos de usted, como para mantener un trato social amable y cordial que les recordara que aún eran seres humanos.
–Venga, Martita, deje que yo prepare el fuego –insistió Raúl–. Usted puede escoger las verduras y la carne que conseguí esta mañana–. Las verduras y la carne eran una masa compacta de desperdicios que yacían junto a Raúl sobre una página de periódico.
–No, gracias. No se preocupe. He amanecido algo mal esta mañana. Tenía unos calambres en el estómago.
–¡Nada que no se cure con un trago! –intervino el borracho que había sido defensa izquierdo y que se llamaba Julio. Sacó del bolsillo trasero de su pantalón un frasco plano de medio litro que aparecía lleno de alcohol, a excepción de la garganta del frasco donde se miraban los restos de unos timbres de impuestos de color violeta pálido.
–¿Qué les parece? –preguntó, poniéndose el frasco en la palma de la mano.
Los demás lo miraron.
–¡Vamos a almorzar como reyes! –agregó eufórico–. La carne y las verduras que ha traído usted Raúl, se ven buenas. ¡Pero nada como un buen trago para antes del almuerzo!
Se echó a reír, pero la risa se le ahogó en un ataque de tos. Se aclaró la garganta y tiró un escupitajo en dirección del promontorio de basura. Se quedó rascándose un brazo donde la piel aparecía tan dura como la lija.
El borracho más viejo, que se llamaba Vicente, acercó el cubo de hojalata hacia la mujer.
–¿Cómo va ese fuego? –preguntó.
–No puedo hacer que encienda –respondió ella en una voz débil.
–Deje que pruebe yo, Martita –dijo Raúl, incorporándose.
–Vaya pues –dijo ella, y le entregó la cajita de fósforos.
La mujer se hizo a un lado cuando se acercó a Raúl; pero perdió el equilibrio al hacerlo. Cayó de bruces junto al cubo de hojalata y la falda se le enrolló hasta la cintura.
Unas costras negras corrían a lo largo de sus piernas, y un olor hediondo se escapó por debajo de su falda mientras se incorporaba. Raúl la ayudó. La mujer, vuelta otra vez a su posición anterior, se sonrojó.
–¡Ay Dios! Me siento muy mal –se quejó.
–Cálmese, Martita. Cálmese un poco. Primero preparemos el almuerzo. Después del almuercero se sentirá mejor –la aconsejó Raúl.
–Es que siento que me muero, don Raúl. Son los calambres.
–Ya le he dicho que no me llame don Raúl –protestó él suavemente¬–. Venga, vaya ahí y traiga la comida.
La mujer recogió la hoja de periódico con los desperdicios y empezó a seleccionarlos. Las manos le temblaban, haciéndole penosa la tarea. Se quedó acurrucada moviendo las manos muy despacio. Vicente la miraba con su cara muy hinchada y muy triste.
Raúl prendió el fuego; estuvo soplando la débil llama y agregándole papeles sucios y yerba seca, hasta que las llamas chisporrotearon vigorosas. Después limpió una vieja hornilla, negra y pegajosa, y la colocó firmemente entre dos trozos de ladrillos quebrados. La llama se avivó, alcanzando la hornilla. Luego la limpió con un pedazo de cartón y colocó el cubo de hojalata con el agua sobre el fuego. Se volvió hacia la mujer.
–Muy bien, Martita; el fuego está listo.
La mujer le entregó la hoja de periódico con los desperdicios seleccionados. Las manos le temblaban horriblemente. Dejó caer al suelo unas hojas de lechuga que se miraban ajadas y podridas. Raúl las recogió y volvió a ponerlas con el resto de desperdicios. Con sumo cuidado, echó el contenido del papel en el agua que empezaba a formar burbujitas que se adherían a las paredes del cubo de hojalata. Estuvo revolviendo el agua, hasta que los desperdicios estaban todos separados.
–A ver, campeón; vaya preparando los refrescos –dijo Raúl, dirigiéndose al borracho que había sido defensa izquierdo. Este continuaba rascándose el brazo y miraba hacia los patios traseros de los prostíbulos.
–No faltaba más, licenciado –dijo. Se frotó el lugar del brazo donde se asomaban unos hilillos de sangre. Se incorporó con dificultad y escupió nuevamente hacia el promontorio de basura. –No se me vaya a ir –agregó riéndose–. Regreso en un momento.
–No se tarde, Julio –dijo su primo Vicente.
–Sí, por favor. No se vaya a tardar mucho –repitió la mujer.
Le falló la voz.
–Mire que la Martita está jodida hoy.
–¡Pues por ella regreso más rápido, hombre!
–Me siento muy mal, Julio –balbuceó ella.
–Ya le dije que con el primer trago se le quita eso –dijo Julio, acercándose a la mujer. La miró un instante. –Cómo me gusta usted, Martita.
La mujer se sonrojó.
–Hombre, Julio –dijo Raúl muy serio–. Váyase a hacer la mezcla, mejor.
–No se meta, licenciado. Esto es entre ella y yo –dijo éste sin siquiera mirarle. Volvió a dirigirse a la mujer–: Por Dios que usted me gusta, Martita.
–Vamos, Julio, hombre –repitió Raúl.
–No se enoje, licenciado. Es la verdad.
–Sí, hombre, pero apúrese. Mire que todos estamos jodidos.
–Usted lo que tiene es celos, hombre. Yo sé que a usted también le gusta la Martita. ¿Por qué no dejamos que ella escoja?
–¡Mire, cabrón! ¡Déjese de mierdas y vaya a hacer la mezcla! ¡¿Quiere?!
Raúl se levantó. Los dos hombres se encararon. Vicente les miraba, pero parecía cansado y muy enfermo.
El borracho exfutbolista miraba a Raúl con una mueca de desprecio; después miró a la mujer. Lanzó un escupitajo hacia el promontorio de basura y bajó del andén. Se volvió hacia Raúl.
–Mire, licenciado, no hay necesidad de pelear. Voy a ir a hacer la mezcla, nos tomamos un par, y después almorzamos. Que Martita haga lo que mejor le parezca.
Raúl no dijo nada. Se quedó de pie sobre el andén, mirándole. El sol del mediodía azotaba de lleno el promontorio de basura. Una nube de moscas zumbaban alocadas sobre unos excrementos de perro que brillaban frescos entre unos pedruscos de concreto. El rumor de la terminal de buses se oía a lo lejos, y de unos patios traseros de los prostíbulos salía una mujer con una canasta de ropa limpia entre los brazos.
El exfutbolista se dio la vuelta y empezó a caminar en dirección de la mujer con el cesto de ropa, con la intención de pedirle agua para preparar la mezcla con el alcohol del frasco.
–Que haga lo que quiera este pendejo –farfulló –. Veremos quién tiene más cuello con esa perra.
Raúl volvió a ponerse en cuclillas y avivó el fuego. El bote de hojalata empezó a borbotear con la nueva llama.
–¿Cómo se siente, Martita? –preguntó amablemente.
–Mal, muy mal. Mire cómo me tiemblan las manos.
La mujer le mostró sus manos temblorosas. Las tenía surcadas de costras y de piel plomiza.
Él no las miró; se limitó a mirar los desperdicios que se agitaban con violencia dentro del bote.
–Se le pasará después del trago –dijo vagamente.
–¿Cree usted? –preguntó ella escéptica.
–Claro que sí.
Entre tanto Vicente, el borracho de las piernas fuertes, estaba de pie sobre el andén mirando la figura de su primo que hablaba con la mujer que tendía ropa. Pensaba que seguramente le pedía agua para hacer la mezcla y que la mujer no le hacía caso. La mujer extendía una sábana blanca y tenía los brazos en alto. Se imaginaba la conversación entre los dos, una conversación como las que él mismo había tenido muchas veces con mujeres como aquella. . . durante dieciocho años. Infinidad de veces, recordó con tristeza. Se le ocurrió que hablar con aquella mujer era como discutir con un árbitro durante un partido de fútbol. Podía ver el rostro ceñudo y sudoroso del árbitro diciéndole que el gol había sido anulado debido a que él había estado fuera de lugar. Fuera de lugar. Vaya frasecita aquella. Oía el silbatazo del árbitro después de colocar la pelota de retazos blanco y negro sobre la grama verde y recortada de la cancha; y el sonido hueco del balón al ser pateado. Veía el balón llegando a sus potentes piernas, el disparo certero al ángulo del marco, y el bramido de gol de los aficionados que se apiñaban en las graderías. En esos momentos se sentía hipnotizado, lleno de vida. La multitud aplaudía con entusiasmo; le aplaudían a él; le tenían confianza y él les respondía. Ellos hablarían del gol –su gol–, pero jamás podrían experimentarlo. Ellos nunca podrían sentir la emoción ni la confianza de sus potentes piernas. Y sabía que era así. Entonces recordó con dolor cómo había perdido aquella confianza… simplemente se había esfumado. Y sabía solo eso. Ya no tenía confianza. . . Las graderías se petrificaron de pronto. El silbato del árbitro era ahora el ruido cansado de un autobús interurbano que cruzaba el Paseo Independencia. El árbitro y los miles de aficionados se redujeron a las figuras de su primo y la de aquella mujer que tendía sábanas en el traspatio de una casa de putas. Y sabía que era así. Ya no tenía confianza. . .
–¿Qué pasa con este cabrón? –dijo en voz alta. Pero los demás no lo escucharon. Vicente se acercó al cubo de hojalata donde hervían los desperdicios y aspiró con fuerza el humillo que se desprendía apresurado.
Raúl y la mujer permanecían en silencio. Habían hablado de las manos de ella y del almuerzo y de lo bien que se sentirían después del primer trago de mezcla. Casi nunca hablaban de mañana. Mañana estaba muy lejos. Pero tal vez. Tal vez. Era tan difícil saberlo.
Raúl se incorporó, se puso de pie al borde del andén, la cloaca y el pantano de aguas negras. Los excrementos de perro estaban ahora cubiertos por cientos de moscas que se apiñaban sofocadas sobre su asqueroso alimento. Unas diminutas mariposas amarillas revoloteaban entre los arbustos silvestres de florecillas moradas. Raúl siguió una de ellas con la vista. La miró hacer una serie de erráticos círculos en el aire y la vio posarse en uno de los arbustos muy cerca de las moscas que se hartaban salvajemente. La mariposa abrió sus delicadas membranas; comenzó a moverlas lentamente, succionando, una por una, el néctar de las florecillas moradas. Raúl la observaba fascinado. La mariposa se balanceaba de un lado a otro en un rítmico movimiento, esquivando el viento que arrastraba polvo y desperdicios. De pronto se elevó con el viento como buscando una nueva flor. Agitó sus membranas con violencia. Y fue a enterrarse entre las moscas.