Chencho Alas
La muerte, como en una película en blanco y negro, es una ventana que se abre para iluminar los hechos de nuestras vidas. Teniéndola presente y cerca vemos, como en un espejo iluminado por dos reflectores, el amor y el odio, nuestras buenas y malas acciones.
El amor, para que no sea un simple sentimiento, debe seguir un proceso de encuentro, revelación, entrega, y luego cultivarse mediante hechos que conducen a su crecimiento. Nos encontramos con alguien en algún lugar, una sonrisa, una mirada, una palabra nos descubre si esa persona es accesible, si se puede iniciar un diálogo con ella. La palabra tiene el poder de revelar lo que el otro es, su cultura, sus símbolos, sus valores y principios. Una vez echa esta revelación, el siguiente paso es la confianza. En mi diálogo interno me digo: puedo confiar en ella o la dejo. La confianza me lleva al amor y de allí al servicio, a la solidaridad.
El odio sigue un camino totalmente opuesto. No se abre al otro. Busca satisfacer los intereses propios. Para quien odia, las personas valen tanto en cuanto sirven de escalones para alcanzar los sueños que se tienen de dominio, de poder, de riqueza, de líbido.
De manera particular se manifiesta en el lenguaje, en las palabras que usamos para valorar al otro. Esto es característico en el campo político. Las campañas electorales suelen basarse en un discurso que busca desprestigiar al otro, al del partido opuesto, arrastrarlo moralmente por el lodo. Lo que importa es el partido, no el país, porque sirve de trampolín para afianzar intereses.
Hay personajes en la historia que nos ilustran el amor y el odio, y el simbolismo de sus muertes. En El Salvador tenemos el ejemplo de dos vidas opuestas en las cuales descubrimos el significado e importancia del amor por un lado y el odio y la destrucción por el otro. Me refiero a Mons. Oscar Romero, mártir y beato de la Iglesia Católica, y a Roberto d’Aubuisson, militar, fundador de los escuadrones de la muerte y del partido ARENA.
Romero descubrió el amor y el espíritu de servicio a muy temprana edad, tal como lo ilustra Emily Wade Will en su libro “Archbishop Oscar Romero The Making of a Martyr”, publicado este año. (Todavía no hay traducción al español.) Esa vena del amor le condujo toda su vida como se puede demostrar en el ejercicio de su apostolado en San Miguel y posteriormente en San Salvador. Los tres años y medio de arzobispo de la arquidiócesis estuvieron totalmente dedicados no solo a los perseguidos por la justicia, a los pobres sino también a los ricos y poderosos que se acercaban a él en sus momentos de angustia y de dolor. Su muerte estaba marcada por su famosa frase: “Como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Amén, así es, Romero se quedó con nosotros para siempre. Su muerte fue una muerte de amor. La muerte así tiene una valencia de eternidad, de gloria. La muerte de Roberto d’Aubuisson fue dolorosa. Murió de cáncer en la garganta, el esófago, el 20/2/1992, en un hospital de los Estados Unidos. No estuvieron presentes los ricos que lo admiraban y necesitaban, tampoco sus seguidores en el 70% de los asesinatos que se cometieron en nombre de su anticomunismo. Su espíritu de odio persiste todavía en el partido que fundó, ARENA. Por eso el FMLN y ARENA no se pueden conciliar dejando a un lado los intereses partidarios y construir un país seguro, para todos, basado en la justicia y el amor.