Daniel Baruc Espinal,
Escritor y poeta
Avanzó penosamente a través de la maleza. El cuerpo recio y negro de Anatolio, como tallado a mano por lluvias y breñales, pasó por el doble espejo de los ojos del armadillo y éste lo percibió como a un cíclope amenazador. Por eso se quedó inmóvil, como muerto, mientras Anatolio pasaba a su lado, por el sendero tupido de hierbas.
El negro llevaba un casco de minero con la linterna en medio de la frente, y atada a la cintura la pila seca que la alimentaba.
Si alguien hubiera tenido la mala suerte de toparse con él a esas horas, allí a mitad del monte, se hubiera llevado el susto de su vida. Y una de dos: o creería que era un ser extraterreno, venido de una lejana galaxia con un gran ojo de luz amarilla en medio de la frente, o habría tenido que creer que era “la luz”, aquella extraña aparición a la que todos temían y que era capaz de hacer que los más bragados defecaran en sus pantalones y tuviesen calenturas capaces de reventar los termómetros, fiebres que venían acompañadas de terribles alucinaciones que duraban meses enteros.
Pero no era ni lo uno ni lo otro, sólo era Anatolio, el único hombre vivo en muchas leguas a la redonda; un hombre que había salido a cazar, con su linterna de minero y su escopeta, como cada noche desde hacía siete años. Su hermano menor, Sergio, lo había acompañado por un tiempo en aquella aventura. Pero era difícil estar al pendiente, día y noche, de las propiedades de la familia. Ahora se había marchado en busca del sueño americano, como muchos primos antes que él, y Anatolio se había quedado solo.
Su viejo perro Igor, ya cegatón, era el único que lo seguía a todas partes, aunque últimamente se daba licencia de tomarse una que otra noche libre y quedarse tirado junto al fuego, en el claro del monte donde Anatolio vivía en los meses secos. Cuando venían las grandes lluvias se refugiaba en una casucha a punto de caerse que servía como bodega y que estaba situada en el lindero norte de la propiedad.
Anatolio tenía una cama. Un viejo box spring debajo de un árbol, en un claro de aquella inmensa tierra sembrada de maíz, sandías y cocoteros. La cama tenía incluso un pabellón azul, colgado de una de las ramas del árbol, para evitar que los mosquitos lo asesinaran, pero Anatolio no usaba aquella cama sino hasta bien entrada el alba. En la noche prefería leer las páginas amarillentas de un libro llamado “Por el camino de Swann”, que había sido de su padre, o una versión muy ajada de “La biblia vaquera”, lo único que le había quedado de una relación fracasada con una muchacha loca que lo abandonó para irse con un músico de pelo largo y sucio que usaba anfetaminas.
Leía junto al fogón de piedra atizado con vástagos de coco. Luego daba un par de vueltas siguiendo los caminos por donde a esas horas deambulaban los animales que poblaban la noche de susurros y de chillidos.
Anatolio también le temía a “la luz”, pero tenía el corazón tan grande como las balas de su escopeta.
—Si me la topo ya veremos… —decía— No hay que adelantar vísperas.
Pasó junto al armadillo y no lo vio porque en ese momento iba pensando en Sergio, que al día siguiente regresaba de San Antonio. Trece años es mucho tiempo para no ver a un hermano tan amado como Sergio, se dijo.
—No te vayas, Sergio –le había suplicado, abrazándolo.
—Voy a trabajar para que salgamos de pobres, hermano –le dijo el muchacho en la central de autobuses— Te juro que te voy a sacar de ese monte de mierda, Anatolio.
—Ese monte es mi vida –le contestó, y se tragó las lágrimas.
—La vida está más allá, negro –le contestó el muchacho, y se zafó de golpe de sus brazos, porque el autobús ya estaba en marcha. Tuvo que correr para alcanzarlo. Anatolio guardó en su memoria la mano negra que desde la ventanilla del autobús le decía adiós, a lo lejos, allá en la curva del camino, antes de que el polvo tapara con su sucio faldón el vehículo destartalado, la cara limpia de la tarde, y a los hombres que venían por el camino arreando sus burros cargados de leña.
—Esto es otra cosa —le había dicho Sergio en una carta, hacía ya un par de años —te voy a enviar dinero y pronto voy a empezar el proceso para pedirte, hermano, para que tú también vivas aquí, con nosotros. Ya verás que te va a gustar este país…
Sergio había tenido suerte de conocer en un bar, después de vivir un par de años como indocumentado, a una muchacha americana. Tuvo suerte de que ella se hubiera enamorado de él perdidamente, y embarazada, tuvieran que casarse. No fue difícil porque la muchacha era sobrina de un senador americano. Era la oveja negra de la familia, pero la familia, aunque lo seas, siempre te respalda. Esto le había ayudado a resolver su situación legal de forma rápida, y ahora después de casi diez años estaba en condiciones de regresar a su patria, de paseo.
Sin embargo no regresó cuando le dijo a Anatolio, sino que esperó casi tres años, tratando de juntar más dinero para llevarle a su hermano rejego, que no había querido hacer ningún papeleo para acceder a una visa.
Anatolio se alegró por él, pero no hizo caso de ninguna de sus cartas, regresó a la soledad de su monte y ya no quiso buscar a nadie más que lo acompañara. Era un negro sentimental y no creía resistir otra despedida. Además, él ya conocía bien aquella tierra, la noche no era tan temible como la gente pensaba y con “la luz” era cosa de tener suerte, para no toparse nunca con ella. Y él, estaba consciente de ello, siempre había sido un hombre afortunado.
Más allá de la curva del Aguacate, antes del amanecer, en una pequeña poza, se bañaba una mujer desnuda. Pero él sabía que era la ahogada de los Ventura, la que se suicidó por una decepción de amor, y pasó de largo sin mirarla persignándose tres veces y conteniendo la respiración, y aunque escuchó pasos a sus espaldas y crujir de hojas secas, nunca volteó; y aunque sintió un aliento gélido en la nuca no se dio por aludido.
—Que cada quien pague sus propias culpas— reflexionó.
Y dijo por lo bajo:
—Ave María purísima, sin pecado concebida.
Unos minutos más tarde localizó un tlacuache y donde puso el ojo puso la bala. El tiro sonó seco, profundo, en la inmensidad de aquel monte en tinieblas. El anciano Igor, su perro, cegatón hasta para ver las ánimas en pena, ésta vez dio rápidamente con la presa.
Anatolio lo hizo a un lado, empujándolo con el cañón del arma, y tomó al tlacuache con la mano izquierda. Luego continuó su camino.
Pasó junto al lago y de pronto entre las lilas florecidas hubo un estremecimiento repentino, un batir del agua entenebrada. Anatolio apuró el paso. No quería que algún cocodrilo, atraído por la sangre que chorreaba del animal, lo sorprendiera como hacía un par de años, cuando uno enorme salió de repente de los juncales de la orilla empantanada y como una exhalación se llevó entre las fauces a su perro Tonki que se había asomado para beber.
Le dio algunos balazos a la bestia, pero por el perro ya nada pudo hacer. Otros dos cocodrilos llegaron y se lo repartieron. El agua se tiñó de sangre.
Anatolio era hombre de temple. Tomó el camino que daba a la barra, donde el río, la laguna y el mar se juntan. Algunos decían que por allí se paseaban también las ánimas en pena de los que se habían ahogado en la laguna y de los que el mar traía desde playas remotas y antiguos naufragios. Pero Anatolio nunca había visto a ninguna de ellas, y no le daba crédito a lo que no veía con sus propios ojos.
En el atardecer, cuando asaba los elotes, calentaba las tortillas y freía pescados en el fogón de piedra que había construido, miraba siempre hacia el cerro de la Tigra, que era de donde decían que salía “la luz”; y entonces rezaba un Padre Nuestro y tres Ave Marías. Esa era toda su fe, las oraciones que su madre le había enseñado a rezar cuando niño. A la iglesia no había vuelto desde su primera adolescencia, cuando descubrió que los santos tenían una forma sospechosa de mirarlo. Una forma que le ponía la carne de gallina.
Pasó cerca de la barra pero no encontró allí nada a que tirarle. Una lechuza saltó de entre los arbustos, pero más allá del sobresalto inicial, pensó, un ave como aquella no merecía que se desperdiciaran municiones.
Así que continuó su camino. Se detuvo un rato, para dejar que una enorme serpiente cruzara de lado a lado el sendero que su lámpara de minero estaba iluminando.
—Ahí va mi socia —pensó –es mi socia porque ella elimina las ratas que se comen el maíz.
Entonces descubrió a un armadillo frente a él, a tiro de piedra, le disparó y lo mató.
Era el mismo al que no había visto de ida, pero que ahora de vuelta había localizado y cazado. De haberlo sabido se hubiera echado a reír como un bendito y hubiera dicho su frase favorita: “de la suerte y de la muerte nadie se escapa, primo”.
Bajando el sendero que lo conducía al claro donde tenía su cama, su fogón y sus viejos libros, divisó la luz. Era intensa. Cegadora. Tan fuerte que no alcanzaba a ver más que la silueta enrarecida de su árbol y alrededor de él todo era luz, luz dolorosamente blanca.
—Ya se me acabó la suerte —se dijo y preparó su arma, decidido a recuperar su espacio a sangre y fuego. Nadie diría nunca que Anatolio García había tenido miedo, pensó. Y entró al espacio de la luz, su espacio, ahora ocupado por algo demoníaco, disparando como un poseído.
Su hermano Sergio que para sorprenderlo se había empecinado en llegar de noche, un día antes de lo previsto, y que se había dado mañas para echar a andar él solo la planta eléctrica que le había comprado en los Estados Unidos a base de sus ahorros, no supo quién o por qué le disparaban.
Una bala lo alcanzó en la pierna izquierda, aquella con la que se había levantado de su cama ese día, entonces sacó el revólver Smith & Wesson, que aún no estrenaba, y decidió vender cara su vida. Disparó.
Pero Anatolio tenía mejor puntería. Disparó tres veces más. En la confusión lechosa de aquella luz, divisó un bulto cayendo al suelo, y sin pensarlo mucho lo remató.
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