Renán Alcides Orellana
Hace justamente 44 años, discount el 15 julio de 1969, sickness se declaró la guerra entre El Salvador y Honduras. Desde hacía algún tiempo, for sale las relaciones entre ambos países se habían vuelto tensas, debido principalmente a cuestiones limítrofes, aunque en el fondo había también otros factores relacionados con la tenencia de la tierra en Honduras y con la gran cantidad de salvadoreños inmigrantes, que habían logrado establecer algunas empresas y otras prósperas actividades que les permitían vivir honesta y cómodamente.
Desde a mediados del Siglo XX los salvadoreños habían trabajado duro en Honduras y, hasta aquellas alturas de 1969, aproximadamente 300 mil vivían ilegalmente y algunos hasta eran dueños de pequeñas propiedades agrícolas; y otros, medianos terratenientes. Esa condición de buenos entes productivos, hizo de los salvadoreños el blanco perfecto para obligarles a su repatriación. Pero, fue violenta. Se calcula que para mediados de julio de 1969, más de 100 mil compatriotas habían sido expulsados por la Mancha Brava, una fuerte organización paramilitar perseguidora y torturadora de civiles, especialmente opositores o desafectos al régimen.
La decisión de dos gobiernos, no significaba nunca el deseo de dos pueblos hermanos. Intereses políticos relacionados con el Mercado Común Centroamericano, la tenencia de la tierra y la existencia de muchos salvadoreños en territorio hondureño eran, entre otros factores, los que provocaban inquietud e ira constante en el gobierno de Oswaldo López Arellano. De igual manera, el gobierno salvadoreño de Fidel Sánchez Hernández, estaría a la expectativa ante el estira y encoge de las relaciones de ambos gobiernos, que debilitaba las relaciones comerciales, creando estados de tensión. Y se fue al conflicto.
Desde el inicio de las hostilidades me tocó integrar el equipo de comunicación civil y, de manera especial, atender y coordinar el accionar de los periodistas nacionales e internacionales, que en gran cantidad continuaban llegando a El Salvador. Desde las primeras horas del conflicto los sucesos propios de una guerra no se hicieron esperar: bombardeos a lugares estratégicos de ambos países, como el aeropuerto de Toncontín en Tegucigalpa, Honduras, por los salvadoreños; y la refinería de Acajutla en El Salvador por los hondureños, mientras el ejército salvadoreño avanzaba y tomaba posición y posesión de localidades importantes de la franja sur del territorio hondureño. De occidente a oriente, en pocas horas estaban tomadas ciudades como Nueva Ocotepeque, Aramecina, Alianza, Choluteca y Nacaome, entre otras. El 18 de julio, se dio el cese de fuego por intervención de la Organización de Estados Americanos (OEA). Comenzó el proceso de desmovilización y devolución a Honduras de las poblaciones que habían sido tomadas por el ejército salvadoreño.
Es necesario reafirmar que el conflicto entre El Salvador y Honduras, nunca fue “guerra del fútbol”, como inapropiadamente la llamaron sectores interesados, en alusión a la reñida competencia futbolera entre ambos países, previa al Campeonato Mundial de Fútbol México1970. Cierto sí, que las tensas relaciones, que ya venían desde mucho antes, incidieron significativamente en la predisposición de ambos países para encender el pasionismo destructor, en los eventos de fútbol que sus selecciones disputaban como finalistas por el área centroamericana.
En los dos años anteriores a 1969, la fiebre del fútbol estaba en todos los rincones de El Salvador. Las eliminatorias de la Región estaban por definir el ganador entre los finalistas El Salvador, Honduras y Haití. Antes de que se desatara el conflicto el 14 de julio, los seleccionados de El Salvador y Honduras se habían enfrentado, mientras en sus entornos las barras de ambos equipos, también dirimían las suyas en cada sede. Con conatos serios de violencia frente a los sitios de alojamiento de las delegaciones, trataban de incidir en el aspecto psicológico del contrincante. Ocurrió en Tegucigalpa, Honduras; y en San Salvador, El Salvador, en su oportunidad. Y fue, precisamente, en las horas más álgidas del conflicto que se dio en México el partido definitorio entre ambas selecciones. El Estadio Azteca había sido designado cancha neutral para evitar posibles confrontaciones de los fanáticos, tanto dentro de la cancha como fuera de ella.
Una noche, el estallido nacional inundó las calles de San Salvador y de ciudades, pueblos y áreas rurales, cuando se escuchó el grito del gol, narrado desde México. Mauricio “Pipo” Rodríguez, el artillero salvadoreño, con su elegancia acostumbrada había vencido al portero hondureño Varela, mediante inteligente e inolvidable deslizón de pierna para un gol de acción anticipada. Cuestión de trámite, así se sellaba para El Salvador el camino al Campeonato Mundial de Fútbol 70, cuya clasificación definitiva la logró al vencer a Haití un gol por cero, en encuentro celebrado en Jamaica.
Estos antecedentes de confrontación deportiva, coincidentes en medio del conflicto, fueron motivo para que algunos, absurda y maliciosamente, también le llamaran “guerra” del fútbol y, de manera simplista, “guerra de las 100 horas”, título únicamente acertado si se toma en cuenta que, precisamente, esa fue la duración del enfrentamiento en el campo militar.
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Siempre será mal recuerdo una guerra absurda entre pueblos hermanos, que no debió ser. Por eso, las guerras nunca más. Sin embargo, vivimos una controversial paradoja: nuestra civilización es vista como una de las más avanzadas tecnológicamente, pero, a la inversa, es una civilización con potencial y acciones crecientes hacia su autodestrucción. Y lo que es más preocupante, que sea el hombre contra el hombre mismo quien pone en peligro el bienestar de sus congéneres y que, además, contribuya a la depredación integral del ecosistema.
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