René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
Más allá de su especificidad y de su herencia histórica, la densa heterogeneidad territorial y sociocultural del voto –como acto ritual y secreto- nos obliga a cuestionar las premisas del enfoque electoral que impera, hoy por hoy, en la sociología política gringa, europea y latinoamericana. En los tres casos se tiende a hacer hincapié en la supuesta racionalidad del sufragio universal (lo etéreo, lo impersonal) en perjuicio de la historicidad del sufragio particular (lo cotidiano, lo personal e íntimo). Los procesos electorales y el voto mismo se han vendido como instituciones universales sin historia (lo que es un absurdo); como la práctica ciudadana que define a la política por excelencia porque la historia patria es la historia de las elecciones; como los factores fundacionales y vitales de la democracia moderna. No obstante, ese modelo ideal conlleva supuestos, mañas y trampas implícitas que merecen analizarse desde la más convincente y erudita de todas las lógicas: el sinsentido como sentido común. Votar no siempre implica elegir ni supone que se hace con conocimiento de causa, pues en la práctica (al menos hasta hoy por la mañana) una elección no siempre presenta opciones diferentes (hemos tenido alternabilidad de caras, pero no de proyectos de país, y entonces es como si la misma persona nos hubiera gobernado desde siempre) y la democracia significa –o debería significar- mucho más que elegir y mucho más que votar.
De ahí la necesidad de discutir y construir una agenda plural de la sociología política –que sea tan comparada como histórica en su vertiente electoral- que permita estudiar cómo se inventó-patentó el voto y cómo evolucionan las distintas elecciones sin arribar a otro nivel más depurado de su legitimidad. El Salvador es un laboratorio fascinante en su folcklor para estudiar los tipos de sufragios que cohabitan en la territorialidad del desencanto y se combinan a lo largo y ancho del país. Si queremos ponerle un nombre a ese laboratorio llamémosle: revoluciones sin cambios revolucionarios; o utopía sin utopistas; o sociedad del cambio en la que no cambia nada, ya que todos los partidos políticos han prometido transformar de raíz y para siempre la política, pero ninguno lo ha hecho hasta el momento.
Para comprender lo anterior es necesario ir al punto de partida en tanto es (en este país del queso duro-blandito) el punto de llegada. El Salvador tiene una experiencia más que centenaria en el sufragio (solo masculino al principio, pero vendido entonces y desde entonces como “universal”), aun antes de democracias que, en la actualidad, son ejemplos de legitimidad. Una prueba de fuego del primer medio siglo de aprendizaje en las elecciones fue, sin duda, el comportamiento del voto en y desde el Martinato, ya que se generó un texto y contexto de dictadura militar que hizo poco probable la verdadera participación popular democrática debido a que las elecciones eran controladas y manipuladas con fraudes o con golpes de Estado (golpes de Gobierno, en sentido estricto). En todo ese período el sentimiento colectivo fue el de luchar por un sufragio efectivo y contra los partidos autoritarios y corruptos, lo cual no se lograría ni siquiera después de la firma de los Acuerdos de Paz en 1992, debido a que no se produjo la indispensable revolución democrática burguesa que cambiara la lógica política del país y se alejara de la corrupción y la impunidad, generando así unas condiciones subjetivas y objetivas más favorables para los cambios revolucionarios.
Estudiar todo lo anterior es importante porque en el país el voto se inventó (o se copió), se extendió y se educó (sin dejar de inducirlo con la ignorancia congénita) en cruentos contextos autoritarios que -a fuerza de sangre y miedo- forjaron una cultura política anti-democrática (en los fieles creyentes del voto) y un estado de apatía total (en los no creyentes). Tal cultura política anti-democrática se fortaleció entre los campesinos iletrados y afines al ejército, los obreros sin sindicalismo amenazados por el fantasma del desempleo, y los sectores populares amorfos y reaccionarios por instinto (lo cual cambió en la década de los 60s y 70s con la formación de un movimiento social muy amplio), y a todos ellos los excluyó de la política en los hechos y los mantuvo al margen de la ciudadanía real hasta que fueron capaces de crear un instrumento político-militar que estaría dignamente a la altura de la guerra, pero no así de la posguerra. Por tal razón no se puede hablar de un partido de izquierda revolucionario y único a lo largo de la historia nacional más reciente, sino de uno que nace como revolucionario y luego se hace posrevolucionario al borde del reaccionarismo y del abandono total de los ideales de la utopía socialista ya que tiene manos neoliberales y lengua popular.
Es paradigmático y paradójico que, en lugar de cambiar la lógica política a través de las elecciones, los partidos políticos (de todo color y sabor) se hallan dedicado a construir un Estado de la impunidad muy poderoso bajo la autoridad de caudillos omnipotentes que, bajo la sombra de los partidos políticos, sometieron a su antojo y de forma paulatina a toda la sociedad para hacer de la corrupción la dictadura perfecta, neutralizando a todos los poderes del Estado.
Se fue produciendo -así- un largo y tortuoso proceso de descomposición del ideal revolucionario que fue abanderado por los movimientos sociales y grupos guerrilleros en los años 70s y 80s del siglo XX hasta que la política se pluralizara, formalmente, a partir de los años 90s que vieron nacer a los Acuerdos de Paz, y se necesitaron más de veinticinco años desde entonces para que esa transición desembocara en una revuelta electoral que volvería a dejar en claro qué es lo que no se quiere.
Es en este contexto particular que surge un nuevo tipo de elecciones en las que las redes sociales y opciones de pre-izquierda toman la palabra con la consigna de frenar la corrupción. Puede ser que 2020 sea el año en que se transformen los significados del voto, transitando poco a poco de una movilización solo corporativa -pasiva y sumisa- de las masas, a una participación ciudadana real más crítica, autónoma y exigente. Pero ninguna cultura política democrática surge súbitamente del vacío por alternancia o decreto. Para entender sus dinámicas más profundas -de cambio y continuidad- hay que adentrarse en las distintas dimensiones del sufragio para que los ideales de la familia sean los mismos que los de país.