José María Vigil
Tomado de Agenda Latinoamericana
La catástrofe climática se acerca, y su causa es antrópica. Que estamos caminando hacia una «catástrofe climática» es, en el contexto de la actual crisis ecológica y humana, la opinión más avalada científicamente. Ya nadie lo duda: el cambio climático ha comenzado, y con paso firme. Hace apenas 10 años la mayor parte de la sociedad negaba esta realidad.
Se logró que la ONU convocara el IPCC, una instancia independiente, formada por más de 200 científicos del mundo entero para estudiar el tema. Los varios informes que el IPCC ya ha producido no han hecho sino confirmar la peor previsión doble: es cierto que el planeta se está calentando, y parece también incontestable que se trata de un fenómeno fundamentalmente antropogénico, o sea, de origen humano. Como es bien sabido, Estados Unidos y los grandes medios de comunicación dirigidos por las grandes compañías transnacionales lideraron inicialmente la opinión negacionista; con el Presidente Obama cambió la situación, pero, lamentablemente, actualmente, cuando científicamente ya no cabe ninguna duda, el actual presidente de EEUU, Donald Trump, y su vicepresidente Mike Pence son adalides del negacionismo del cambio climático.
Un nuevo tipo de «refugiados» ha comenzado a ser visualizado: los «refugiados climáticos», personas, incluso pueblos, países enteros (insulares) que deben huir de sus lugares porque el cambio climático los hace inhabitables.
El cambio climático es ya hoy la primera causa de migraciones en el mundo. Cada año, hasta 40 millones de personas. Según la ONU, en el 2050, habrá ya 200 millones de desplazados climáticos en todo el mundo.
Pero la catástrofe no afecta solamente a los humanos; está afectando ya a todo el planeta, a sus ecosistemas, a su equilibrio, su auto-regulación… y amenaza a la entera «Comunidad de la Vida»: va a causar una masiva extinción de especies. Decimos que no hay dudas sobre el origen antropogénico de la crisis. Sabemos que cambios climáticos se han dado muchos en la historia evolutiva del planeta, y que hay causas naturales que influyen en ellos (los ciclos del sol, las variaciones en la inclinación del eje de la Tierra…). Pero hoy sabemos que, además, y por encima de estas causas naturales, esta vez se debe a la especie homo sapiens, que ha adoptado una conducta con la que se coloca de hecho en «estado de guerra» contra el planeta, lo que, agravado por el enorme desarrollo tecnológico de que dispone y por la explosión demográfica con que se ha multiplicado en los dos últimos siglos, se ha convertido en una verdadera «fuerza geológica», capaz de interferir en los procesos naturales con los que el planeta se autoregula.
La proximidad de la catástrofe
Importa destacar un aspecto de esta catástrofe del que no se suele hacer mención: su proximidad. Los efectos previsibles del cambio climático son de un carácter tan apocalíptico, que, de hecho, parece fantasiosa su mera posibilidad. No podemos convivir cómodamente con semejante amenaza, tan absoluta y tan próxima; espontáneamente, todos preferimos pensar que no es tan probable ni está tan cercana; estamos tentados de pensar que quizá no es siquiera verosímil.
Sin embargo –y es lo que decimos que hay que subrayar– la catástrofe climática en este momento es la hipótesis más probable, y no sólo porque puede ocurrir, sino porque, en realidad, ya ha comenzado. Se trata de un proceso que, si no interponemos un cambio radical y rápido en la conducta social de la humanidad, continuará inexorable, con el agravante de la posibilidad de una aceleración incontrolable imprevista, como fruto de determinados procesos de retroalimentación hoy día bien documentados, aunque incontrolables.
Por lo demás, el proceso va más rápido de lo que se pensaba hace pocos años: a la altura de 2016, dieciséis de los diecisiete años más cálidos desde que hay registros (1880), son años de este siglo XXI. Según la NASA, el año más cálido fue 2016, seguido de 2017, 2015, 2018 y 2014. Esos cinco años han sido extraordinariamente cálidos.
La inevitabilidad de la catástrofe
Pero hay más: no sólo la catástrofe está más próxima de lo que pensamos, sino que además resulta prácticamente inevitable. Dada la naturaleza de la situación, tal vez ya no nos es posible volver atrás. Los acuerdos de París de 2015 –por referirnos a los últimos acuerdos internacionales en la materia– son imposibles de cumplir. Las cifras del descenso necesario en el uso de combustibles fósiles son descomunales, de tal magnitud, que resultan inasumibles. Nuestra sociedad no puede detener en un momento el consumo de combustibles fósiles: demasiadas cosas dependen de él; colapsaría la vida social.
No se puede cambiar el patrón energético de la economía mundial ni sustituir las energías del carbono en unos pocos años, ni quizá en décadas. Y no tenemos alternativas viables a ese patrón energético actual.
Por otra parte, a nivel global, hay una falta grave de voluntad política en los Estados. Seguimos todos comandados por las élites financieras del sistema capitalista, que se mantienen ciegas a todo lo que vaya contra sus intereses, y no quieren siquiera dialogar sobre el tema.
Las mineras extractivas (¡del primer mundo!) siguen destruyendo inmisericordemente el medio ambiente en el tercer mundo, asesinando incluso a los profetas ambientalistas que alzan la voz en nombre de sus pueblos y comunidades. No se acaban de desarrollar los ansiados modelos de automóviles eléctricos, no contaminantes. Y pesa una gran duda sobre la energía nuclear, que algunos reclaman como una posible sustitución de los combustibles fósiles –al menos provisionalmente, mientras se encuentra otra salida–. No hay voluntad política.
La dinámica destructora inmisericorde del sistema continúa intacta, cada vez con mayor potencial tecnocientífico para la depredación masiva y acelerada. No se ve salida a corto plazo –un plazo que debiera ser, por lo menos, menor que la corta distancia de tiempo que nos parece separar de la catástrofe que se avecina–. Ya estamos en la pendiente. La catástrofe está iniciándose en destrozos diarios sin cuento en el conjunto del planeta. Sin hacer nada, aun sin pensar en ello, estamos adentrándonos en la catástrofe.
La humanidad lleva varios siglos fracasando en su intento por superar este sistema. Ha sobrepasado ampliamente sus propios límites y actualmente cabalga desbocada un ritmo de consumo que requeriría varios planetas para sustentarlo.
La situación no sólo es claramente insostenible, sino que ha entrado en quiebra hace tiempo y da señales de agotamiento e impase. Nuestra propia forma de vida es nuestro peor enemigo. Es decir, continuamos destruyendo nuestro propio hábitat, nuestra única Casa Común. El cambio climático puede ser considerado, de hecho, como una reacción del planeta contra el agresor.
Los dirigentes de este sistema económico global actual sólo se reconocen obligados para con sus accionistas, para conseguir para ellos los máximos dividendos, al costo de lo que sea; no reconocen obligaciones para con la Sociedad, los Estados, los Pobres, la Humanidad, los límites del Planeta…
Lamentablemente, nuestra teología clásica ha sido ajena a estas amplias coordenadas, habiéndose quedado reducida a una visión antropocéntrica, mítica, religiosista, encerrada en el fanal de las referencias intestinas bíblico-judeo-cristianas… mientras con su silencio miraba para otro lado y legitimaba por omisión la destrucción del planeta.
Sólo hay una alternativa: o ponemos en marcha una revolución cultural que transforme radicalmente el comportamiento humano a nivel global, o afrontaremos el apocalipsis. Estamos yendo a un ecocidio de proporciones masivas en este planeta, que para buena parte de nuestra especie será, además, suicidio. Y empieza a ser probable que no estemos ya a tiempo de evitarlo.