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ANTES QUE TE DIGAN OTRA COSA. TESTIMONIO SOBRE LA VIDA DE EDGAR MAURICIO VALLEJO MARROQUÍN -PRIMERA ENTREGA –

Por: Mauricio Vallejo Márquez

 

El añadido

Mi papá fue Edgar Mauricio Vallejo Marroquín y nació el sábado 28 de diciembre de 1957 en San Salvador, el día de los inocentes. Curioso día para nacer, al parecer esa fecha definió su destino. Fue un narrador, un poeta, un cantautor, pero sobre todo un ser humano que luchaba por un país con oportunidades para todos y contra la injusticia que reinó en El Salvador de 1970 a 1992. Por esa razón mi papá se convirtió en un desaparecido político.
Mi papá era un bebé en el período en que gobernó en El Salvador el teniente coronel José María Lemus (1956-1960). Creció en Tonacatepeque, San Salvador, una ciudad que amó y se encuentra presente en innumerables ocasiones dentro de sus escritos. Sus padres fueron Óscar Antonio Vallejo Lagos y María Julia Marroquín Osorio de Vallejo, a quienes siempre llamé mamá Yuly y papá Tony.
Mi abuelo fue inspector de salud pública y laboró para el canal 8, también fue distribuidor de Tick tack; mi abuela fue maestra de matemática, editora y voluntaria de la Asociación Demográfica salvadoreña hasta sus últimos días. Ambos fueron emprendedores y sensibles a los problemas de los demás, distribuyeron el Diario Latino en su municipio y montaron el primer cine de Tonacatepeque, imprimieron las libretas educativas de Edisal y muchos esfuerzos más.

Mi papá fue conocido por su familia y amigos como Moris, fue el segundo de cinco hermanos: Óscar Antonio (al que todos llaman Tony) era el mayor, luego seguían mi papá, Marlya, Yomar y Kenia.

Con su hermano mayor tuvo una relación estrecha y de camaradería, sellevaban dieciocho meses. Con su hermana Marlya tenía esa amistad y fuertes lazos que la han acompañado toda su vida, además de ser con quien más se parecía físicamente. Quizá por eso verla me ha hecho sentirme cerca de él.
Ambos emigraron a los Estados Unidos y viven en San Francisco, California; Óscar Antonio en 1980 y Marlya en 1981, allá recibieron la trágica noticia de su desaparición.
Mi tía Marlya lo recuerda como bohemio, melancólico, depresivo, cambiante en su temperamento y que le gustaba cualquier comida. Me cuenta que era humilde y que no le gustaba vestirse de forma despampanante y aceptaba
cualquier ropa que mi abuela le comprara. A mi tía la conocí cuando tenía diez años, ella tocaba la guitarra y una vez casi la convenzo para que interpretara una de las canciones que mi papá cantaba, creo que era A desalambrar de Víctor Jara. Pero mi mamá Yuly le pidió que no lo hiciera. Yo guardé silencio.
Con el tío Yomar tuvieron una relación de hermanos. A pesar de las diferencias de edad, ninguno dudo acerca de ese mutuo amor: se amaban. Mi tío quiso entrar en los grupos organizados contra del Gobierno cuando era adolescente, mi papá evitó que entrara para proteger. Desde niño, mi tío cuida mi salud y es un gran soporte en mi vida, casi como un padre y un amigo.
Con mi tía Kenia, me cuentan que fue un hermano cariñoso y jugaba con ella. Era pequeña cuando desapareció. Ella me lleva ocho años, siempre la vi como mi hermana mayor.

En esos años no comprendía por qué no debíamos hablar de lo que llevó a la desaparición de mi padre. Solo lo acataba. Era una ley incuestionable en casa de mis dos familias por motivos de seguridad (eran tiempos de guerra) y por el dolor (duele perder a un familiar, sobre todo por ideales).
Entre ese silencio impuesto por seguridad, conocí la voz de mi padre gracias a dos cassetes que se grabaron en casa de mi abuela materna cuando yo era un bebé. Lo escuché tocar la guitarra y cantar con esa voz a la que Dios me dio la bendición de parecerme. Todo lo demás que conozco de su historia es por lo que me han contado, narraciones que agradezco y atesoro. Lo que escribiré a continuación es la reconstrucción de una imagen con la que compartí breve tiempo de mis primeros dieciocho meses de vida.

Mi primer gran descubrimiento en la historia de mi papá fue gracias a los álbumes de fotografías familiares, Jugaba a adivinar quienes eran los personajes de las fotografías y a mi papá no lo lograba reconocer hasta que le preguntaba a alguien. Gracias a esas fotos logré conocer la apariencia de mi papá. Me fascinaba encontrar fotos en las que sonriera, como una en la que está junto a mi mamá celebrando su boda y parten un pastel. Ella con su vestido blanco y él con su traje café oscuro. Me gustaba ver la camaradería que tenía con sus hermanos.

La imagen que más me gustó de él tiene tonos rosas gracias a los años. Se encuentra serio, con su mirada intensa y despierta viendo a la cámara. Tiene el cabello largo con ondas y lo lleva hasta los hombros, su peinado tiene el camino a su izquierda. Lleva una camisa blanco hueso con el cuello al estilo de la década de 1970. Su pantalón acampanado es café. Al fondo un muro de ladrillos de arcilla. En esa foto no llevaba puestos sus anteojos, pero me gustaba su toque juvenil y formal.

Mi mamá, Patricia Márquez de Vallejo, ha tenido mucha fortaleza, procuró
seguir adelante y aprender a vivir con su dolor. No es fácil lo que enfrentó. Ella me
decía que no estaba muerto. Pero, con el tiempo fue difícil sostener aquella
mentira piadosa y se vio obligada a explicarme que era un desaparecido político y era probable que hubiera fallecido.

En esos años visitábamos el cementerio de los ilustres para honrar la memoria de mi bisabuelo, Manuel Pineda González. Mi mamá aprovechó eso para decirme que ahí estaba mi papá enterrado junto a mi bisabuelo. Pero, al aprender a leer le cuestioné por qué ahí no estaba escrito el
nombre de mi papá. Era 1986 y ella me enseñó a decir que mi papá estaba en otro país como Costa Rica, porque ahí se exiló algún tiempo, o Brasil, porque me gustaba su bandera. Lo hacía con la esperanza de que eso fuera verdad. La realidad es que era un desaparecido político y su destino, incierto. Debía tener cuidado al hablar de eso eran tiempos peligrosos. Y así me lo demostró mi imprudencia cuando tenía ocho años. Me quedé a solas en un carro con el guardaespaldas del padrastro de Rudy Saca, quien fue alumno de mi mamá en la Universidad Politécnica. El individuo me pareció confiable, pero no lo era y al contarle que mi papá era un desaparecido político nos acusó con su patrón afirmando que nosotros éramos guerrilleros. Rudy le explicó que no era así y gracias a la comprensión de su padrastro el asunto pasó a ser un recuerdo.

La desaparición forzada viola muchos derechos humanos, por lo que se le considera un delito continuado y de lesa humanidad. Las víctimas son las personas desaparecidas y sus familiares. Y los padres e hijos heredamos la persecución y el dolor, así como la impotencia de gritar, de reclamar o de hacer algo.

Quien no lo ha vivido le cuesta comprenderlo. Vi sufrir a mi mamá Yuly y a mi mamá, así como vivir las consecuencias de ese dolor.

Cuando tenía unos nueve años recuerdo que veía la televisión junto a mi mamá Yuly cuando apareció la noticia de un hombre al que habían secuestrado,asesinado y quemado su cadáver. Quedé tan impresionado que dije lo que pensaba. Le pregunté si eso le habría pasado a mi papá. Ella no dijo nada, se levantó y se marchó a su habitación. Luego el esposo de mi tía Kenia llegó a regañarme por haber hecho esa pregunta. Aprendí que no podía hablar de esos temas y que debía ser cuidadoso con el tema.

A mi mamá Yuly siempre la consideré una mujer fuerte y noble, que procuró enseñarme la disciplina y la solidaridad. Me daba a leer libros con los que me podía identificar, como la novela David Copperfield de Charles Dickens. Aquel libro lo releía y me veía igual que él, creo que incluso a mi tía Marlya (hermana de mi papá) la veo personificada en la tía Betsey de aquel relato, quien ayudó al huérfano. Esos libros me dieron fortaleza.

Me contó mi mamá Yuly que su hijo le mostraba sus escritos antes de publicarlos, que escuchaba sus sugerencias y atendía consejos. Creo que de ella heredó esa vena de narrador, porque era muy creativa y con mucha sensibilidad.

En tono juguetón muchas veces mi papá la llamó por su nombre: “María Julia”. Me contaba eso sonriendo un día rumbo a Tonaca.

Uno de los cuentos que me contaba antes de dormirme hablaba acerca de un joven muy bueno que lo mataron personas malas porque les molestaba que hiciera el bien y ayudara a las personas. El joven le pidió a Dios que lo dejara regresar, quería cuidar a su hijo pequeño. Y Dios se lo permitió, pero no como ser humano, sino como un perrito que estaba pendiente de su hijo, un niño que aprendía a ser bueno. El perrito les ladraba a los hombres malos para que se alejaran del niño. Una tierna historia. Aquel cuento le pedía incansablemente que me lo contara. La primera vez me dijo que yo se lo contara, para ver si lo recordaba. En ese momento lo tenía claro, ahora apenas recuerdo la síntesis. Sin embargo, sigue conmoviéndome. Al crecer le pedí que me lo contara de nuevo, me dijo que ya no los recordaba, que todos esos cuentos los debió de haber escrito para no olvidarlos. Mi mamá Yuly era una narradora nata.

Cuando era niño me atemorizaba la oscuridad y dormir solo. Mirna, la hija de Úrsula, me contó que mi papá también tenía miedo, y que cuando vivían en Tonacatepeque ella lo acompañaba al baño, un hoyo de fosa que se encontraba al fondo de la casa, a unos cuarenta metros de donde dormían. Dice que le decía:
“Apurate pues, Mauricio. ¿O ya no vamos?”. Y mi papá guardaba silencio porque tenía miedo de salir.

Por muchos años en Tonacatepeque lo conocieron como El añadido o El remendado, porque fue operado porque tenía Genu valgo, una separación de los tobillos con acercamiento de las piernas que les da la apariencia de un “x”, lo cual hacía que las rodillas se le juntaran al caminar y que los pies estuvieran separados, algo que de mayor podía afectarle porque él seguía creciendo y el problema no mejoraba. Así que lo operaron.

Desde la entrada de su casa observaba a sus amigos y hermanos jugar. Tras la operación mi papá tuvo esas largas cicatrices que recorrían ambos lados de sus muslos a manera de costura, como un zipper. Por esa razón Nelson
“Chumpa” López, abogado y amigo de mi padre, le bautizó como El remendado o El añadido. Apodos que le acompañaron toda su vida en el pueblo.
Fueron los años de la Primera Junta de Gobierno (1960-1961) y el Directorio Cívico Militar de El Salvador (1961-1962). Quizá esto sumado a la realidad que vivía nuestro país lo motivaron conforme creció para luchar por la justicia social.

En el casco urbano de Tonaca recuerdan que cuando cursaba primer grado y tenía unos seis o siete años, elaboró un periódico llamado El Pueblito. Dedicaba sus tardes a dibujar y escribir sobre escenas y anécdotas del pueblo. Elaboraba varios ejemplares a mano, que vendía a un centavo. Con el dinero compraba dulces y paquines, y después iba a tomar café con pan a la casa de mi bisabuela María Estupinian (a quien siempre llamé mamá Chita), que vivía a la par. Ella guardaba unos ejemplares que tras los ochentas extravió.
Junto a su hermano Tony también editó en algún año El Jodión, una publicación que contaba historias jocosas de los habitantes de Tonacatepeque.

Nunca le hizo mala cara a nadie que fuera de menor condición económica, trabajara en el campo o en oficios varios; mucho menos por su condición de raza indígena o negra. Todo lo contrario, estuvo cerca de ellos. Cuando su familia se mudó a San Salvador, él siempre tomaba el bus y llegaba a Tonacatepeque, sin importar el tiempo o lo que sucediera alrededor, amó su pueblo.
“Llegamos a Tonaca. Aun cuando mi madre no me dejó más que un colón, opté por quedarme. Al finalizar este día cumpliría otro año más y otro más a la bolsa del recuerdo”, escribió en su agenda el 27 de diciembre de 1976, en la que escribió muchos episodios de su vida. Se juntaba con los campesinos, compartía la tortilla, el cigarro y sus
conocimientos. En cuclillas y tomando agua del mismo huacal de morro. Le
enseñó a leer a muchas personas. Se comportaba de tú a tú. Cuenta mi abuela Josefina pineda de Márquez, su suegra, que lo veía sentarse junto a Chilano,fumando el mismo cigarro mientras le enseñaba a leer. Chilano fue un trabajador que apoyaba a mi abuelo Mauro Márquez. Chilano nunca usó zapatos y me impresionaba ver sus pies, parecían bloques de piedra.
Sintió mucho la desaparición de mi papá. Llegó con su esposa a dar el pésame repitiendo: “No lo puedo creer, no lo puedo creer. ¿Por qué a él si era tan bueno?”. Recuerdo que me trataba con cariño, después de la muerte de mi abuelo Mauro en 1989 no volví a saber de él.

El profesor Luis Silva, amigo de mi papá, cuenta que se dedicaban a recorrer Tonacatepeque y sus alrededores. Iban a pie entre los árboles. Con Don Luis tuvo una estrecha amistad a pesar de las diferencias políticas. Don Luis fue el eterno candidato a alcalde del pueblo por el Partido de Conciliación Nacional (PCN). Siempre se tuvieron cariño y comprensión mutua, tanto que mientras su salud se lo permitió estuvo presente en la gran mayoría de homenajes a la memoria de mi padre, que el Gremio de Artistas de Tonacatepeque (Gratos) desarrollaron en el pueblo. En 2019 Don Luis aún conserva una extensa colección de recortes con las publicaciones de su amigo.

Cuentan que pasaban noches en vela cantando y divirtiéndose en la Loma junto al pintor Miguel Ángel Polanco, Edgardo Quijano y los Tolos (Ricardo y Carlos), entre muchos amigos más. Departían hasta que llegaba la madrugada. Y eso lo corrobora mi papá en sus escritos: “Amanecí en la loma. Muy feliz y computando. Salimos de nuevo en busca de la cueva de los sepulcros”, escribió en su agenda el 28 de diciembre de 1976.

(Continuará en la 2da entrega)

 

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