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Antiguas y nuevas tormentas

ALVARO DARÍO LARA

Tendré siempre guardada en la nítida pupila de la memoria, el viejo puente de balaustrada neoclásica, en el antiguo barrio de La Vega de San Salvador, desde donde veía pasar las achocolatadas aguas del Acelhuate, en su furia incesante, formando esos borbotones, que en verano eran fétidos, y en invierno hacían palidecer a los vecinos de los alrededores.

Asimismo las emanaciones que surgían de la vetusta Administración de Rentas, lugar donde se producía el embriagante alcohol del Estado. Recuerdo que en su fachada principal, había una placa, que indicaba el nivel alcanzado por las aguas, durante la llamada –popularmente- “correntada” de 1922, que sumergió vidas, bienes y todo tipo de construcciones.

Toda esta fuga al pasado, me instala, junto a mi madre, en ese puente, donde nos despedíamos de mi abuelita materna, Hortensia viuda de Chávez, mientras esperábamos el autobús, que nos devolvería al centro de San Salvador, ascendiendo la cuesta –que en mi niñez se hacía interminable- de la Policía Nacional.

Mi abuela, vivió durante mucho tiempo, en esa zona, junto a doña María Guillén, su gran amiga, en una casa de antiquísimos retratos ovalados de color sepia, sillones de mimbre y jardín de rosales y pascuas muy rojas en navidad. Su habitación tenía una pequeña ventana, justo frente al humeante y sonoro edificio de Rentas, que se me presentaba como recortada postal, mientras me hundía en una fresca haragana, bajo la póngida mirada del general Sánchez Hernández, y luego del coronel Molina, que en celestes colores de “conciliación nacional”, recordaban a todos, que ellos eran los Presidentes de la República. Para mi abuela, eran quizá, tan importantes o más importantes, que el cuadro del Corazón de Jesús, que nos veía con misericordiosa dulzura.

El ayer me devuelve a ese puente, halado por mi madre, ante mi necedad por inclinarme lo más que pudiera sobre la balaustrada, contemplando desde allí –fascinado- la turbulenta corriente. Precisamente, al occidente de este escenario, se levantaba una vivienda que ostentaba un bronce conmemorativo, donde se leía, más o menos, lo siguiente: “En esta casa murió el General Manuel José Arce”. Creo que también hacía referencia a las circunstancias de pobreza y abandono que rodearon la muerte del polémico primer Presidente de la República Federal de Centroamérica.

Pero regresando al Acelhuate, mi abuela contaba cómo ese 12 y 13 de junio del año 22, llovió de tal manera, que el río se desbordó, causando luto y dolor, en los barrios de Candelaria, La Vega, El Calvario, San Jacinto, la Calle Modelo y otros sitios. Decía que las aguas habían arrastrado bestias, árboles, casas, roperos, camastrones, animales domésticos, personas, y que era espantoso contemplar, de manera impotente, aquel fluir de la tragedia.

Todos los salvadoreños hemos escuchado, desde niños, estos relatos, por parte de nuestros padres, madres, abuelos y abuelas. Terremotos, incendios, inundaciones, guerras, han tenido –tradicionalmente- como víctimas preferidas a los más vulnerables, como se dice -con elegancia- en la actualidad.

Haciendo un breve recuento histórico entre el siglo XX y XXI, sólo en cuanto impactos generados por lluvias, citamos: la ya referida inundación de 1922; el ciclón de junio de 1934; el huracán Fifí de 1974; la tragedia de Montebello en 1982; los estragos provocados por el huracán Mitch, en 1998;  la tormenta Stan en el 2005; la tormenta Ida, en 2009; las tormentas Aghata y Matthew, en 2010; la depresión 12-E, en 2011, entre algunos de los fenómenos naturales más significativos;  y en este 2020, los efectos de Amanda en plena pandemia.

Éste es, y seguirá, siendo –lamentablemente- nuestro drama. Mientras no exista una eficiente y proba institucionalidad dedicada a la planificación y ejecución de obras de verdadero impacto social a todo nivel, comprometida con el respeto y protección medioambiental.

Esto pensaba, recientemente, cuando las tradicionales tormentas de la época, desbordaban importantes tramos de la carretera, que de Santa Ana conduce a Santa Tecla, ciudades que se alzan, como nuevas Venecias, en palabras del Tecleño Memorioso, don Marlon Chicas.

 

Ver también

Amaneceres de temblores y colores. Fotografía de Rob Escobar. Portada Suplemento Cultural Tres Mil. Sábado,16 noviembre 2024