Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech,
Desde Comala siempre…
Una de las casas que F. T. frecuentaba de niño se hallaba en un colonia a nombre de frutal. De fruta roja y verde que no crecía en el trópico. Su candor infantil no captaba propiamente el sentido del vocablo. Le resultaba difícil indagar objetos que nunca había visto. A lo sumo, se deleitaba en saborear los sonidos, al trazar las mismas letras aprendidas en el colegio. Signos idénticos transcribían la verdad y la mentira, lo real y la ficción. Por honestidad, pensaba que el alfabeto y la gramática debían alternar según las cosas aludidas. En cambio, por engaño sonoro, lo desconocido lo familiarizaba la lectura de fábulas a altavoz. La simple palabra se hacía presente al pronunciarla a diario.
Los sucesos también F. T. los descubría de esa manera por voces extrañas, sin corresponder a menudo a los hechos que nombraban. Los nombres sembraban la confusión al bautizar ese lugar por un emblema ajeno al ambiente. Deberían llamarlo “guayabo”, “cacao”, “güisquil”, u otro término que describiera los cultivos habituales, creía F. T. Empero, la vida se desdoblaba de la experiencia muda hacia la palabra que la recubría de mitos legendarios. Así sucedía en Miramundo, pensaba, inmensa altura desde donde no se divisaban todos los continentes del orbe, o en La Perla, donde los collares tampoco adornaban a sus habitantes en la pobreza. El lomerío de Los Planes.
Decires estrictos tapaban de música discorde los ruidos en farándula de las calles vecinas, donde transcurrían vendedoras de alimentos gritando sus productos al mejor postor. Artesanos ofreciendo sus servicios. Por las acrobacias sonoras, la colonia renacía en el idioma formal. En los sueños del eclipse ordinario. Determinada a realizarlos, la dueña de casa los materializaba en un almácigo. Pronto, pensaba, lo convertiría en huerto productivo bajo el techado tibio de una arboleda. Esa vega florida recobraría la cripta de su familia, hasta entonces prohibida por ley.
La casa pertenecía a la abuela de unos primos cercanos, una hembra y dos varones. Era amplia, con un jardín sombreado de guayabos y un gallinero cubierto. La mayor presumía su belleza en faldas plisadas de uniforme azul y blanco. Suspiraba por su novio que encubría bajo siglas incomprensibles en letanía. “JRC; me adora un joven, rico y casadero”. Les repetía sin que los mayores escucharan su audacia de niña enamorada. En su estado idílico, deshojaba flores en racimo que alimentaban a las gallinas. De ella F. T. recibió el primer beso ardiente, tímido aún, en la mejilla. “Tené cuidado, las gallinas le cuentan todo a mi abuela”, le advirtió alejándolo de ella. El coro de los pollos atemorizó el ímpetu de los niños, quienes lo percibían en réplica del orfeón escolar en los días de gloria.
Por encargo, recogían los huevos delatores cuya yema predecía el color de las plumas a engendrar. La clara, los pies blancos sin mancha. El cascarón beige lo imitaban la blusa y el pantalón de uniformes que les obligaba usar el colegio. El gallinero les ofrecía la réplica del mundo, incluido el político. Sus continuos golpes de estado ocurrían entre los gallos en disputa, los que despertaban cacareando, dada la cercanía del cuartel y de la casa que hospedaba al nuevo inquilino y mandamás. “Esos son gallitos de pelea, en busca de los huevos de oro ajenos”, les repetía la abuela. “Por mi apellido frutal, les aseguro que aquí nada cambia”.
El primer hermano soñaba con sus hábitos precoces que le permitían ejercer la hombría antes que a F. T. Le inquiría sus gustos, a la vez que se jactaba de varias andanzas secretas. Para no transgredir la norma escolar, F. T. inventaba romances de telenovela que lo redimían de su verdadero interés, la simple introspección. Meditar no lo eximía de la práctica onanista que, en el silencio, lo ejercían en rito de iniciación todos sus compañeros. Al grado que, en el colegio, apodarse “sastre” concedía una aureola de triunfo por el número de “chaquetas” que, en alarde, se zurcían a diario. Empero, la soledad le despertaba aficiones obtusas. En el mismo gallinero, colocaba una mesa al centro. La envolvía de un mantel blanco, candelas a los lados y obligaba al primo a servir de monaguillo, vestido en los colores de la época ritual. Los animales concurrían al frente, piadosos en su canto gregoriano descuidado. Por intuición infantil discernía que el corral repetía el mundo exterior. Los pollos se vendían en el mercado, de manera similar a los críos de las sirvientas en casa. Los hijos de los peones en la hacienda. Sin pago, su ingenuidad limpiaba con el mismo ahínco que sus madres solteras, empleadas en casa. Por el simple derecho de techo y comida.
El menor vivía recluido debido a una enfermedad prematura que lo había inutilizado a cualquier actividad escolar. Apenas articulaba frases que confundía en el sonido. Todos reían al preguntarle cómo decía uno de sus platos favoritos, “albóndiga”, el cual en lógica implacable descomponía en dos términos al responder “albón”. Acaso, sin saberlo, ni que los otros lo averiguaran, les inculcaba el sinsentido de un mundo construido en la convención del idioma, antes que en la vida misma. Por esa falta de una voz precisa, su único testimonio lo deponía como hazmerreír de sus hermanos y primos, en un encierro que sólo lo aceptaba la familia cercana. En esa vergüenza que nacía de anunciar lo intimo del pecado. Por su culpa de ser diferente e inútil. Sin renta política para el compromiso, nadie escucharía su llanto.
Años después, durante una breve visita al país, F. T. volvió a encontrarse al primo. Le aseguró el destino de muerte que él mismo hubiera consumado de permanecer en el país y proseguir su vocación infantil.
—Me alegra que te hayás ido de aquí y que no te volviste cura. De lo contrario, serías comunista y yo mismo te habría matado por sembrar el odio en vez del amor. Dedicate a tu trabajo y no te metás en política. Ya ves que aquí las cosas están color de hormiga. Y si te creés redentor del pueblo, de seguro acabarás muerto. Aun así, reconozco que de vos aprendí la devoción por la misa. Pero ya me convertí en evangélico, más acorde con los nuevos tiempos.
Esa irónica armonía, F. T. la confirmó unos días después en el funeral del tío, el padre del trío. Vestidos de luto correcto, una hija ilegítima reclamaba parte de la herencia, en un rezo plañidero que pocos escuchaban. Desconocida de todos, sus netos rasgos de familia anunciaban el origen denegado por la ley. Tal dispensa terrenal no se la concedería ninguna plegaria durante el sosiego eterno del difunto. Entonces F. T. recapacitó. La abuela tenía razón. No había hecho que valiera la pena. El parecido físico ni la prueba ADN. Bastaba invocar la palabra justicia y reclamar su arraigo en lo divino. En su aplicación inmediata, resonaban también los albures del hermano menor. El sonido en su materia resolvía el significado de todo ideal. Justicia rimaba con Alicia, sin ninguna maravilla, salvo por su sentido inverso en el espejo. Sin el sabor frutal, ahora extinto, que anhelaba la abuela.