Mauricio Vallejo Márquez
coordinador
Suplemento Tres mil
El recuerdo más surrealista de mi vida fue el terremoto de 1986. Estudiaba preparatoria en el Externado San José, unhealthy estaba cerca de concluir el año escolar y los vientos de octubre aún eran protagónicos.
Le pedí permiso a la profesora Celmira Estrada para ir al baño, ed no tenía deseos de hacer mis necesidades sino de escapar un rato del aula. Iba saltando y cantando, sovaldi sale en esa época lo hacía muy seguido hasta que unos maestros me regañaron, porque iba haciendo desorden. Camino al sanitario sentí que perdía el equilibro, justo como cuando andaba todo el día con patines. Esa sensación de quitarme los patines y sentir que todo se movía me recuerda la niñez y ese 10 de octubre. Miré a mi izquierda esperando una gran ola, pero no había nada, sin embargo sentía que se nos venía encima el mar. Me moví al jardín central del edificio y vi como lluvias de ripio y polvo caía del techo de las aulas. El edificio tronaba. De pronto vi salir a uno de mis compañeros con el rostro pintado de sangre, que aunque la conocía en mi ingenuidad la comparé con jalea. Era el único en el patio, miraba el cielo y luego veía a todos los pisos, la gente corría y gritaba. No me asusté. Aquel escenario me parecía una película, tenía seis años. Tanto que quería ir a recuperar mi bolsón y mi lonchera, pero la lógica me dijo que no era buena idea regresar.
Luego de que se agruparon en el centro del jardín formaron filas para salir del edificio. Los grados estaban desordenados, no alcanzaba a ver mis compañeros de sección. En el recorrido, sin la habitualidad de ir con mis compañeros, vi al hermano Sanpedro golpeado, comencé a ver que la cosa estaba rara. Entonces nos fuimos todos a la cancha de fútbol donde estaba un conjunto musical, el terremoto había sucedido el día del psicólogo. Mientras bajaba las gradas vi que la piscina del colegio se había rajado y ya no había agua, busqué con la mirada al profesor Archila, pero en esa turbulencia de gente fue al que menos vi.
Desde la cancha observé como el edificio comenzó a partirse. La gente se miraba distorsionada. Mi amigo de ese año, Gerardo Vanegas lloraba. Su mamá murió en el terremoto, él no lo sabía aún, ni yo. Llamaba a su mamá, y aún lo veo hacerlo. Fue la imagen que más me impactó.
Tras un buen rato un señor de bigote me cargaba en sus brazos y me preguntaba como me sentía. Yo (no sé porque) tranquilo. Hasta que llegó la señorita Celmira y le dijo que yo era de sus niños, entonces me llevó donde estaba la preparatoria “b”. Empecé a ver que llegaban a recoger a mis compañeros. Mi mamá llegó, en tacones, casi corriendo. Había dejado el carro un poco lejos, había trabazones. Mientras me iba con ella sucedió otra replica. Hasta ese momento en que ella estaba conmigo comprendí que todo lo que había visto era un terremoto.
Al llegar a la casa comenzaron las propuestas de qué hacer. Que no se podía dormir adentro porque nos podía caer el techo encima como lamentablemente pasó con el edificio Darío. Así que dormimos en el garage dentro de la camioneta de mi mamá. Esos días me dieron la lección de que la gente se podía organizar, como lo hicieron en la San Luis, los vecinos hicieron su campamento. Se turnaban para cuidar, eran solidarios. Compartían todo. Nada era habitual, sólo la vida. Era 10 de octubre de 1986.