Ricardo Lindo Para Jorge Kattán Z. —Comendador de los creyentes, siete veces magnánimo, sombra de Dios entre nosotros, escúchame. El comendador volvió la cabeza con displicencia. Un ruiseñor cantaba en la espesura del patio de los naranjos amargos, y el filo de la luna nueva, que los poetas árabes solían comparar con un alfanje, hería las oscuras aguas de la noche. Tres doncellas se bañaban desnudas en el estanque. Sentado a la oriental sobre los cojines, el comendador seguía la escena desde la orilla. Las muchachas morenas en el agua eran como huríes en el estanque de los cielos, palmoteando, riendo, salpicando su barda y sus vestiduras con las gotas de un agua encantadora. —Comendador de los creyentes, escúchame. ¿Por qué lo perturbaba ahora ese viejo mendigo tuerto, surgido de las sombras de la noche, no de su fragante noche acuática, sino de las tinieblas de los murciélagos y las hechiceras? La mirada oscura del comendador se posó en el mendigo, procurando ocultar su irritación. Con un gesto de la cabeza, le indicó que podía hablar. Mas el viejo no habló sino que abrió con cautela su raído manto para mostrar un diamante maravilloso, el más grande y bello diamante que el dignatario árabe hubiera visto nunca. Lo contempló, mudo de asombro. —¿Qué te costó la joya, mendigo? Por respuesta, el mendigo extrajo del manto una cabeza humana, nítidamente cortada, y la depositó a sus pies. El ruiseñor cesó de cantar y las muchachas huyeron, despavoridas. Después el mendigo tuerto contó la historia del diamante, una historia delirante de crueldad. El único modo de adquirir la joya, era cortar la cabeza a su propietario anterior. Finalmente, el mendigo argumentó que estaba solo, viejo y enfermo, y deseaba morir. Venía a ofrecer su prodigioso tesoro al noble señor, rogándole, a cambio, y favor igualmente extraordinario: que diese la orden de que le cortasen la cabeza. El comendador lanzó sobre el mendigo una mirada penetrante y dijo: —Sea. Un negro enorme se acercó, y desenvainó un alfarje que brillaba como el filo de la luna. La cabeza del viejo mendigo muerto cayó de un único golpe limpio, y el negro levantó, sonriente, la luna chorreando sangre. La cabeza cortada miró al comendador, parpadeó y dijo: —Perderás el diamante de igual manera.