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Arde París

Iosu Perales

En mayo de 2017, el joven líder liberal, antes socialista, Emmanuel Macron, ganó las elecciones presidenciales con un 66% de los votos, la cifra más alta nunca alcanzada por un presidente en Francia. Hoy, este presidente que creó un partido personal, a su medida, “La República en Marcha” bate todos los record de rechazo social, más del 75%, y ve como la revuelta de los “chalecos amarillos” pide su dimisión. Macron ganó con un mensaje de “ni de izquierdas ni de derechas”, pero en la realidad ha sido su política al servicio de los ricos –ha eliminado los impuestos de transferencia de patrimonios- y de castigo a las clases medias y populares mediante nuevos impuestos, la que está cavando su tumba política. Ni siquiera los ex presidentes, el socialista Francoise Hollande y el conservador Nicolas Sarkosy, que gobernaron un quinquenio cada uno, tuvieron tanto rechazó.

La revuelta de los “chalecos amarillos” dio comienzo por la subida de impuestos a los combustibles. Podía haber comenzó por otro motivo, lo que indica que, en realidad, ha sido la acumulación de un hartazgo producido en poco más de año y medio lo que ha colmado el vaso de la paciencia de las mayorías en Francia. Baste decir que un 80% de la población, según encuestas, simpatizan con la protesta. Y es que, tal vez las sencillas palabras de un manifestante en París, resume el sentimiento mayoritario: “Estamos viviendo una globalización infeliz”. Frase corta pero larga en significados. Lo cierto es que una y otra vez hay voces que expresan el abandono en que se sienten millones de franceses que observan que Macron gobierna para los suyos, para una minoría pudiente que son además capitalinos. La Francia rural se siente humillada y mal tratada.

Durante las últimas semanas, “los chalecos amarillos” muchos de los cuales son pensionistas que disponen de todo el tiempo para paralizar autopistas y autovías, así como las entradas y salidas de las ciudades. Sus protestas han sido fuertemente reprimidas por una policía que en su dureza ha obligado al todavía presidente Macron a pedir perdón por la televisión pública. Es verdad que del lado manifestante, la violencia también se sucede, producida por grupos extremistas y de infiltrados que sólo logran enturbiar las protestas pacíficas de las mayorías, formadas por obreros, trabajadores por cuenta propia, profesionales, clases medias, estudiantes, funcionarios y legiones de desempleados. Frente a este movimiento el Gobierno movilizó el pasado fin de semana (9/10 de diciembre) a 89.000 policías, de ellos, 8.000 en París. Ya hay 1.300 personas detenidas en toda Francia. Macron y su gobierno están desconcertados. Asisten a la intemperie, sin apoyos sociales, a como el movimiento va sumando efectivos y reivindicaciones.

La crisis empezó por los combustibles, siguió con el salario mínimo, la fiscalidad que castiga a los de abajo, y a ello se sumaron las universidades e institutos y pronto los trabajadores de la salud. Como se dice en las calles francesas, si los temibles sindicatos ferroviarios terminan apoyando activamente la revuelta, Macron lo tendrá definitivamente muy difícil.

Todo empezó con la caída en desgracia de los partidos políticos de más recorrido histórico. Macron surgió entonces como un joven con ambición y armado del discurso de lo nuevo, de la innovación, como la única posibilidad de vencer a la derecha del Frente Nacional que lidera Marine Le Pen.

Sus promesas sonaban bien, y ganó con diferencia. Pero ya en la presidencia se volvió chulesco y desafiante. Anunció cambios en la Constitución y el recorte de las pensiones, y desde ese momento muchos apoyos electorales se le tornaron en su contra. A tal punto que lo que hoy une a los manifestantes que desean su dimisión, no es un programa, sino que el pegamento es simplemente el odio a quien consideran que les ha engañado.

Macron tal creía que su elegante figura, su juventud y buen hablar, le habían convertido ya en un encantador de serpientes y que cualquiera de sus propuestas saldría adelante. Craso error. La crisis en que vive Francia con un porcentaje altísimo de personas que no llegan a fin de mes, puso de manifiesto que su popularidad caía en picado al no aplicar las políticas prometidas en campaña electoral.

Francia, su población, no está para experimentos y menos aún de un personaje que se inventó un partido para ganar, pero que en realidad ha venido gobernando con puro marketing. Como será la cosa que otro nacional populista, el ministro del Interior italiano Matteo Salvini, enfrentado con el presidente francés a causa de Europa, viene repitiendo “Macron ya no es mi problema, es una problema para los franceses”.

Es posible que lo que sucede en Francia sea la confrontación entre una utopía tecnocrática y la emocionalidad de todo un pueblo que lo está pasando mal. Y es que el liberal Macron, mejor dicho el neoliberal, tal vez ignora lo que cuesta llenar el depósito de carburante, o lo que cuesta una visita médica o la matrícula universitaria, o llenar la cesta de alimentos.

Es el presidente de reiteradas meteduras de pata y frases ofensivas como aquella que dedicó los griegos al decir “son unos vagos”. El movimiento de protesta puede cambiar Francia, emergiendo otra fase política. Es la gran Francia la que está contra las cuerdas de una manera inédita. Muchos de aquellos jóvenes del 68 son hoy abuelas y abuelos vestidos con chalecos amarillos. Ellos encarnan muy bien la Francia que se siente atropellada por la globalización y olvidada por la capital París. Para ellos la lucha continúa.

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