Luis Armando González
En el debate público salvadoreño nunca faltan los argumentos absurdos –que es un modo suave de decir que se trata de verdaderas tonterías— que, además de pretender hacerse pasar como argumentos infalibles, tienen fallas evidentes en su fundamentación conceptual, sociológica o histórica. Se trata de un tipo de argumentación que, cuando se difunde públicamente, influye en quienes la leen o escuchan, no necesariamente para beneficio de su capacidad de análisis y reflexión. En el caso de los argumentos absurdos, sus propagadores pueden llegar al extremo no solo de creérselos, sino de actuar conforme a ellos, sin reparar en las consecuencias de unos juicios faltos de razón.
Este es el caso de una argumentación –absurda y aberrante— que se desarrolla en un editorial de El Diario de Hoy titulado “Hay que nombrar magistrados sabios e independientes” (jueves 15 de febrero de 2018), cuya lectura es una evidente pérdida de tiempo para cualquier persona razonable, pero que debe ser tomado en cuenta porque lo que ahí se dice –aunque sea una tontería— es algo que en círculos de la derecha (y de sus juristas subordinados) se tiene por una verdad indiscutible. En uno de sus partes medulares, el citado editorial dice lo siguiente:
“Los magistrados deben ser parte de la aristocracia del saber, personas cuya capacidad, conocimientos y limpia trayectoria los ha llevado a destacar en las ciencias jurídicas, como ha sido el mismo doctor Fortín Magaña y los actuales magistrados de la Sala de lo Constitucional, Belarmino Jaime, Florentín Meléndez, Sidney Blanco y Rodolfo González”.
Antes de comentar ese párrafo, digamos algo sobre el título del editorial que ya en sí mismo es un sinsentido, y no por esperar que los magistrados sean independientes –esta es una vieja aspiración, que se remonta al momento mismo de la independencia de España— sino por su demanda de que los magistrados sean “sabios”.
De guiarnos por esa aspiración –buscando, claro está, personas sabias de verdad, y no personas que se creen sabias sin serlo, lo cual es algo distinto— probablemente nunca tendremos una Corte Suprema de Justicia, pues los sabios (y las sabias) son sumamente escasos no digamos en la época actual, sino en la historia de la humanidad.
Así las cosas, nadie medianamente cuerdo se puede tomar en serio eso de que “hay que nombrar magistrados sabios”. Más bien, lo que se tiene que hacer es nombrar magistrados razonables, prudentes, rectos y con una compromiso con la justicia a partir del cual, al permitirles moderar sus simpatías e intereses económicos, ideológicos y/o políticos (a los que, por lo demás, tienen derecho), cimenten su independencia como defensores del Estado de derecho. Tan simple y tan fundamental como eso.
Dicho lo anterior, vayamos al párrafo citado. Llama la atención, cómo que no, esa palabra rancia y obsoleta como lo es la palabra “aristocracia”. En realidad, hay que ser sumamente ignorante para proponerla como una aspiración valiosa, cuando lo único que causa es una risa burlona. Para las personas de saber de nuestro tiempo (los científicos en la primera línea) ser aristócratas es lo que menos importa, sobre todo cuando en la comunidad científica está firmemente establecida no solo nuestra evolución biológica, que nos emparenta con los chimpancés (primos de quien esto escribe, del editorialista de El Diario de Hoy, de los magistrados de la Sala de lo Constitucional y de príncipes y reyes de todos los tiempos) y nuestra común procedencia, como homo sapiens, desde África. Sabido esto, ninguna persona ilustrada (es decir, con una cultura amplia y rica, que va más allá de tener un grado académico) se puede ufanar de (o sentir halagada por) pertenecer a una clase o élite aristocrática.
En sentido más específico, a una persona de saber no puede menos que repugnarle ser parte de una “aristocracia del saber” no solo porque tal cosa transpira un tufillo a trapo viejo, sino porque se trata de una ficción que ahí donde se ha querido convertir en realidad ha fracasado estrepitosamente, porque el saber se resiste a ser encerrado en círculos elitistas que creen estar por encima del resto de la sociedad.
El conocimiento no se lleva bien con esas élites que suelen terminar engañándose a sí mismas, sin contacto y diálogo con el mundo que las rodea. Las comunidades científicas –donde se cultiva lo más avanzado del saber— no funcionan como aristocracias de ningún tipo, y ellas mismas han contribuido a desterrar del campo del conocimiento esa antigua pretensión de algunos hombres de conocimiento, que obviamente se equivocaron.
Fue eso lo que le sucedió al bueno de José Ingenieros, cuyas ideas, al parecer, alimentan las afirmaciones trasnochadas del editorial que comentamos. Eso sí: Ingenieros dijo algo que no se suele citar: la cuna dorada no da méritos, tampoco los da la cuna electoral.
El editorialista da un salto más y menciona a cinco personas en concreto como parte de esa aristocracia del saber. Pues bien, si tal cosa no existe –salvo quizás en la cabeza de quienes se lo creen—, entonces los mencionados no son parte de ninguna aristocracia del saber. Vamos a ver: no son ni integrantes de una inexistente aristocracia del saber ni sus contribuciones académicas al derecho y a las ciencias jurídicas son extraordinarias. Es decir, si ellos faltaran, el derecho y el conocimiento jurídico no van a extrañar su ausencia. En el caso particular de uno ellos, lo académico le es algo absolutamente ajeno, dada su trayectoria en el ejercicio de su profesión que lo llevó a tener dinero, y a juzgar por su inexistente obra intelectual.
Los abogados mencionados por el editorialista son personas normales1 con capacidades que son compartidas por la mayoría de sus colegas, con vicios y con virtudes. Con intereses personales e ideológicos, con ambiciones y afanes de poder. Su independencia es discutible, como lo fue la independencia que mostraron otros magistrados antes que ellos. O sea, nada nuevo en la historia de la tan malograda Corte Suprema de Justicia y su siempre ansiada independencia judicial.
Ahora bien, sinsentidos aparte, lo grave de defender la idea de una “aristocracia del saber” (jurídico) y de adscribir a ella a determinadas personas es que con ello se desprecia la mayoría de abogados de la República, a los que se está diciendo que, por no ser parte de esa aristocracia, tienen menos derechos en relación a quienes sí son parte de ella. Un peligro práctico que se deriva de esa visión es que quizás en el Consejo Nacional de la Judicatura (CNJ), a puertas cerradas, se esté realizando una selección de aspirantes a magistrados según el perfil de quienes son parte de esa presunta aristocracia del saber. Y esta visión también explicaría la denigración de las instancias democráticas para la selección de candidatos y la campaña de desprestigio de los candidatos surgidos por esta vía.
Un corolario delicado de esto es la sospecha de que no faltan abogados que aceptan a pie juntillas ese desprecio y la entronización de una camarilla de juristas que, so pretexto de ser parte de una inexistente aristocracia del saber, son una copia de los magistrados nombrados en el editorial de El Diario de Hoy, con sus ambiciones, sus compromisos y una visión distorsionada de sus atribuciones constitucionales.
1. Decir esto quizás les resulta una ofensa imperdonable, pero ello sería síntoma del provincianismo académico tan marcado en El Salvador, en donde abundan las personas a quienes les molesta que las llamen por su nombre, exigiendo que se refieran a ellas por su grado académico.