Teresa Moncayo /
Escritora
La poesía de André Cruchaga no está basada en la forma sino hecha de pedazos de sentimientos y trozos de vida arrancada de su alma. En sus versos declara desterrar la máscara de aquéllos que agitan banderas y proclaman justicia, nos dice desde su debilidad básica de poeta “la sombra del tiempo que nos ha hecho renunciar al paraíso”. No hay versos que indiquen y que indignen más que esta reveladora afirmación. Por lo que su sentimiento se asemeja al ideal político de Unamuno tratando de contribuir a la formación de la conciencia y que se fija como un núcleo a lo largo de su vida, despejando en cada uno de sus lectores la noción de hombre libre dentro de un escenario grotesco donde los arribistas se interesan sólo en que sus honores sean considerados y además, hecho público. Una actitud propia también de Antonio Machado que da la mejor lección de dignidad de la política (siguiendo éste el modelo de Descartes). ¿Qué nos propone André Cruchaga? Hacer poesía en medio de la ciénaga (como sustancia estancada) mientras pisamos la yerba que oculta el espacio florido. La contradicción como una atalaya inexpugnable que viene a extenderse y a unificarse mientras hallamos la verdadera identidad del hombre. En este sentido André es un poeta comprometido a través de sus versos (metáforas que se hacen ver por en medio de las rendijas abiertas) buscando tal vez la revelación de la palabra. Y llegado a este punto, me pregunto si nuestro poeta es un revolucionario o un místico?, esencialmente. La respuesta nos la da él mismo: “me encantaría ser el insecto imaginario del arco iris; flotar en la misma tinta del vuelo”… Es el lenguaje usual de Cruchaga, revestir los pensamientos de las más exquisitas metáforas irrumpiendo en su vuelo los contrastes de las sombras atravesando los cementerios:
Escribir sobre lápidas, los fragmentos
De mis propias ausencias”.
Siempre el verbo flameante hasta el delirio; viviendo al límite del aire, de los duelos, de los adioses; respirando las palabras, los sueños y los silencios frente al espejo (como símbolo de equidad en un país de desigualdades). Los silencios hablan y, a veces, contradicen a la palabra, atraviesan y descienden escalinatas y caminan sobre inscripciones fúnebres. Y le sirve al poeta para conectar con esa fuerza creadora que se convierte en un canal directo para su creación, donde la conciencia capta lo que existe en profundidad, por encima de otras capas aparentes. Pueden ser aposentos para descansar o pueden devorar las larvas de la palabra o, como dice André, “los silencios nos va dejando una camisa de cicatrices”. No en vano nuestro poeta va desplazando hábilmente los velos que cubren el nuboso horizonte y las horcas (como figuras retóricas) que se mueven en un plano superior y, desde ese ángulo, advierte la necesidad de una primavera abierta a las bellas prácticas:
“Necesito claridad de luces,
Librerías de entusiasmados estantes,
Alacenas con estrellas”.
El eco de la luz en su vuelo no alcanza sino a ser derribado por el “eterno pellejo de un país abandonado”. André sostiene en su hálito el propio color del invierno y los silencios amanecidos. Y golpea con versos las losas grises en un paisaje horadado (taladrado de parte a parte). Y se pregunta con esa punzada que corta la alegría ¿dónde están los vientos cálidos, dónde los pájaros, dónde los caminos sin riesgos?. Mientras le suena la voz del único enemigo auténtico, como un aviso de ultratumba, como una bruma que todo lo cubre, y que sustituye como un engendro a los ausentes arco iris, a la atalaya de libélulas (en el sentido figurado). La palabra es necesaria para liberar emociones y ansiedades, y para no llegar a los brazos de la provocación como una manifestación inesperada. Y dentro de ese tiempo sostenido, André aspira a ahuyentar a las sombras, “al viento amargo, a la congoja de un país que se comió los colores”.
Renacer con los claroscuros como un inicio de combatir la rigidez corrupta, de sacudir el tedio, de prescindir de ese concepto de abuso de poder (habitual en nuestra sociedad) a través de distintos mecanismos de coerción. Y ese es el goce extraño por el que nuestro poeta enciende antorchas en la vastedad de sus poemas escoltados siempre por la multitud de metáforas que reviste a los verbos, a veces, con mágica hermosura y, otras, con extraños engendros. Pero siempre desde la óptica de la razón y desde la idealidad. Una contradicción que hilvana con puntadas certeras y con conceptos bien clarificados (ya sea entre los dominios majestuosos de las alegorías y la realidad más efectiva). Todo se integra en ese ejercicio de vida atormentada de patria, de amores, de coherencia y de locura. Arrastramos nubes de polvo negro (como sustancia viscosa), campanas de pullas y sacudimos lirios en las úlceras; invertimos la luz que se aleja de puntillas y sembramos sonrisas de plástico, los discursos simbólicos, la ceremonia del entierro. Y las emociones se disparan y se diluyen como una guirnalda de amaranto, como un símbolo de amor y de muerte. Porque la masticamos como un enemigo que vigila a su presa. ¿Quién puede sostener este proceso?, dejar ese siniestro influjo que nos arrastra por rutas desconocidas ¿oscuras o azules?. Las leyendas cristianas prometen una existencia feliz (Shakespeare en Hamlet), lo contrario de las leyendas antiguas (Odisea de Homero) ¿hacía dónde vamos? Según Vicente Huidobro, en Arte poética:
Que el verso sea una llave
Que abre mil puertas.
Según Rubén Darío en “Lo fatal”:
¡Y no saber adónde vamos
Ni de dónde venimos!…
André se asoma a una visión irónica y desencantada, al igual que las búsquedas de éstos, como ocurre en la “Epístola a la señora de Leopoldo Ligones”. Pero nuestro poeta no tiene contradicciones vitales a pesar de integrarse en la poesía Modernista.
Hay muchos elementos superfluos que avanzan como noctámbulos en su madrugada llena de astillas y que se manifiestan visibles en la metáfora como una amenaza en el horizonte. Y donde a veces necesita encontrarse con la idea súbita de su acabamiento. Una imagen impulsiva y brutal:
Siempre estoy de paso respirando las palabras que van conmigo
Sobre todo cuando no hay razones para quedarse.
Una manera de hacer un alto al fuego al enemigo. Él no conoce el olvido y no justifica la existencia de tantos muertos, de aquéllos que no pudieron hacerse viejos porque no lo dejaron (a pesar de la resistencia). “En las estaciones hay otros ojos moribundos iguales a los míos”.
Y rememora los días en el abrazo del alba, el brote de las ramas, la lluvia copiosa en las maderas, el camino de las palabras, la lumbre de ocote…
André Cruchaga no es indiferente a las tempestades, a aquéllas tormentas de niebla que le da un rumbo de tristeza, a aquéllas ataduras de la conciencia que lo mantienen en constante vigilia, a las enredaderas de piedras y a la vida que se vuelve escombro. Y asume que hay demonios y escapularios y ríos desvelados y lagunas de cielo. Siempre las paradojas en su anónimo espejo. Y los sueños como una necesidad de sobrevivencia:
Al otro lado del mar la espuma amarilla de la deshora, mientras
Brota el malecón mojado de luciérnagas.
En estos versos nos descubre su carácter intimista y lírico por esa búsqueda de paisajes exóticos (propio de los románticos) aunque no se caracteriza por la evasión de la realidad. Pero sí se hace presente la melancolía que le da un nuevo valor a su escritura.
Desde su HUMILDAD nos ofrece una perspectiva filosófica que tiene mucho que ver sobre su noción del Ser, en este sentido su pensamiento está muy cercano al de Antonio Machado, ambos tienen una voz afortunada y los dos se abren al simbolismo francés, también otros poetas sintieron la necesidad de aliarse a este movimiento (Verlaine, Mallarmé, Darío, Juan R. Jiménez…). Al filósofo se le puede pedir el esfuerzo de la claridad, pero no al poeta. No significa que Cruchaga no lo sea porque en el fondo, él modifica su experiencia a su realidad y es ahí donde halla sus equivalencias verbales para expresar sus estados de ánimo. Y eso presupone derrames de sangre sobre la tinta y atravesar el arco iris… Siempre las contradicciones que se establece en el recorrido del poema:
La niebla pasa persuasiva sobre las sienes,
Los días de páramo hacen lo suyo en el dintel, el espacio
De la respiración con sus árboles crecidos avanza el tiempo.
Para Cruchaga la noche es un referente de “sombras perversas” donde la respiración encuentra los caminos cerrados y donde la memoria está en medio del cieno:
Ya he caminado largos vuelos de ojos nocturnos. Los párpados
Quemados en la hoguera, los dedos llagados de tantas aceras,
El tinte profundo del presagio.
Y el interrogante como una constante en su poesía: ¿”Cómo sobrevivimos a esta deslucidez” me pregunto”?. La respuesta (según él mismo) son variadas y entre ellas: “No entiendo tanta perversidad encallada en la respiración”.
Él podría enseñarnos sus emociones, podría conquistar y reconquistarnos con sus versos, sorprendernos con las metáforas, impulsarnos con sus destellos de luz y de sombras, influenciarnos con su temática, emborracharnos de ritmo y vapulearnos con su lenguaje. Pero seguiremos desvistiendo a aquéllas imágenes hasta dejarlas vírgenes. Lo cual significa que su espíritu se encuentra entre sus más íntimos lectores. A pesar de aquellos pensamientos hondos no revelados. A pesar de su huida ante las multitudes. A pesar de su silencio (siempre habrá una ventana abierta, un espacio clareado) por donde podamos deleitarnos con esa pureza metafórica, a veces, difícil de dominar. A pesar y, aunque él insiste en que “prefiere el camino llano del surco, el arroyo en la cópula íntima y que huela a tierra la espiga”. Y para dejarnos aún más desconcertados, añade: “busco la sencillez de las palabras y no ese pasadizo de túneles secretos”. Por lo que fundimos el conceptismo con el culteranismo y encontramos una mezcla de idealismo y realismo donde André practica siempre la poética del ingenio conceptual, como pinceladas de armonía en cuya mixtura aparece el reflejo deslumbrante y la angustia emocional como dos signos o trazos que nos permite conjeturar sus estados de ánimos, sus arrebatos testimoniales su defensa a ultranza de su país que lo rompe por dentro: “en el silencio del cuerpo, en la altura del lecho de los ríos, muero, es un ir a diario, tocando la hora de las puertas”.
Los símbolos se vuelven grises, los ecos sepultados, las figuras míticas postergadas en las sombras. Si acaso describir tus poemas es embarcarse en una metáfora? ¿Y dónde la parte soñada? La aventura para introducirme en tu memoria y hallar sólo residuos de realidades rotas, de viajes ahogados. Y sonreímos irónicamente para no desfallecer e intentar reconquistar algo bello de ese fondo (si quedara). El horizonte nos ofrece caminos para conquistarlos, azules horizontes complejos e inexplorables. A veces como un monstruo que se desplaza como un río de aguas turbias. Y otras, como un lecho de espumas blancas (todo se deshace, como el hielo en la cálida tarde o, haciendo uso de la hipérbole, también el estado de ensoñación). Siempre los ecos y los espejos (según Machado) “son ojos ciegos que miran los ojos con los que veo” o, según Octavio Paz “el espejo que soy me deshabita”. “En realidad, nada queda de los años”. André se mide con su propia fuerza sin otro pretexto que fortificar su alma frente al Judas de la muerte que le sacude por dentro como un vendaval que lo dejara deshecho: “toca morder la piedra en el trasfondo de la esperanza, librar todas las batallas terrenales”. Y como una rueda de emociones va girando su espera a la muerte, a esa sombra que se prolonga por la vertiente de tantos perfiles. Acaso librar esa batalla es una excusa para dar vía libre a sus versos?. Sería como mandar a los guerreros a una guerra dudosa…, agregar el cuerpo mutilado la prueba cierta. Los versos con la sangre derramada por cada costal de la metáfora. Por cada figura retórica. Y el poeta en la vertiente del ritmo, en la cima de la rima, en la certera medida, en las deslumbrantes sílabas: “aquél hechizo en las manos, desnuda la escalera de la agonía, la hora infeliz de la escritura”:
Abro la caja negra donde está mi cuerpo
(como simbología del infierno).
De esta manera desarrolla André Cruchaga sus pensamientos, con un prestigio excepcional que lo sitúa en la primera línea de los poetas latinoamericanos. Con un inmenso número de publicaciones de poemarios que son como alas que sobrevuelan los vientos (a veces con derrames de sangre en sus alerones).
*la forma de su huida”, verso de Juan Ramón Jiménez.
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