Dr. H. Spencer Lewis (No. 1)
(Pasado Imperator de la Antigua y Mística Orden Rosae Crucis, viagra AMORC)
El estimulo que impele a adquirir grandes cosas
La generalidad de los seres humanos comienza desde muy temprano en la vida una prosecución extraña. Aún el adolescente que apenas comienza a percibir cómo va desenvolviéndose su personalidad, se siente desasosegado por ese extraño deseo de investigar, más, quizá, que por los cambios mentales y fisiológicos que experimenta. De ahí en adelante, el individuo se da cuenta, e los momentos de retrospección e introspección, de un anhelo incumplido, de un deseo insatisfecho.
Creo que sería muy desafortunado para el progreso de la civilización si como por arte de magia de la misteriosa Ley Cósmica, cada uno de nosotros viera de improviso que sus oraciones hallaron respuesta, sus anhelos se cumplieron y se terminó el afán de investigar. No sólo se acabaría el estímulo que nos impele a adquirir cosas grandes y mejores, sino aún la búsqueda de conocimientos y la insistencia para resolver los misterios de la vida. La civilización se suspendería y comenzaríamos a retroceder.
El que nace artista, o el que logra llegar a serlo adquiriendo fama, nunca se siente verdaderamente satisfecho con su arte. Conozco a muchos que admiten con franqueza no haber cincelado un objeto, pintado un cuadro, gravado o creado algo de su propia invención con lo cual se sintieran satisfechos por completo. Admiten que a menudo ha sido la necesidad lo que ha puesto punto final a alguna de sus obras. Si un artista estudia y a la vez trabaja para ayudarse económicamente, muchas veces se ve forzado a suspender un cuadro de pintura, digamos, únicamente porque se presenta un comprador decidido; y también llega el momento en que se ve precisado a dar el último toque en la obra que ejecuta aún cuando sabe que no la ha terminado por completo. Podría continuar por días, semanas y meses, especialmente si pudiera trabajar en algo más por un corto tiempo para volver a su cuadro de pintura una semana o un mes después y encontrar muchas cosas que pudiera mejorar. Así le sucede al inventor y siempre acontece esto al músico. Lo mismo pasa con el verdadero negociante que trata de desarrollar una ética cultural en su sistema comercial, que procura mejorar su mercancía, sus ventas, su propaganda y el servicio que debe rendir a su clientela. Nunca está enteramente conforme con lo que produce, con el trabajo, apariencia y durabilidad del artículo que vende, con el servicio que da al comprador o con su actuación en general.
Ufanarse en vano conduce al fracaso
Un individuo que se siente completamente ufano, que no encuentra crítica en su interior, por lo regular va al fracaso. Si ha logrado algún éxito en el pasado, el fracaso puede estar ya escrito en el futuro. En el momento mismo en que se cree a la mera sombra del triunfo o a unos cuantos pasos de obtenerlo, es cuando más lejos de esto se encuentra. Es la sensación o posibilidad de ser capaz de rendir un servicio mejor, de poder y logro, lo que ha apresurado al hombre al verdadero progreso o hacia la perfección.
Se nos dice en las conocidas narraciones históricas, que la construcción de la Gran Pirámide de Egipto y de los fastuosos templos, se obtenía, a falta de maquinaria, la enorme y necesaria fuerza humana mediante el uso liberal del látigo; que los faraones y gobernantes mandaban traer multitudes haciendo que se les pusieran cadenas y se les ciñeran largas piezas de cuero atadas a enormes peñascos, y que arriba de cada piedra iba un capataz que azotaba con un gran látigo a los centenares de esclavos para obligarlos a arrastrarlas. De este modo eran transportadas miles de piedras a un mismo tiempo, cada una por un grupo de esclavos cuyos cuerpos desnudos mostraban huellas ensangrentadas de los azotes. Pero no es este un cuadro exacto, porque puede verse que las piedras cortadas en las canteras de Egipto por aquellos esclavos estaban unidas con cemento sin que hubiera una desportilladura en las orillas, y tampoco los diseños pintados sudando sangre por el excesivo calor y la tortura de las antorchas flameantes podrían haber sido jamás un trabajo tan bello ejecutado bajo el látigo. Aquellos trabajadores laboraban por la gloria de Egipto, la gloria de un imperio, la gloria de un prestigio, que era entonces una influencia poderosa en todo el mundo.