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José M. Tojeira
Con mucha frecuencia, especialmente a la hora de evaluar un gobierno, solemos hablar de desarrollo. Se le da un peso de primera magnitud a la economía y con frecuencia también al desarrollo social y a valores democráticos. Pero con frecuencia se olvidan o marginan aquellos valores más individuales o que tienen algún matiz religioso. La actitud pacífica y dialogante ante el conflicto no se valora con tanta intensidad como la agresividad y el contenido incisivo de los ataques. La misericordia tampoco es de los valores más frecuentados.
Y aunque hablamos de solidaridad con frecuencia, la generosidad tampoco está en la cima de las actitudes más promocionadas. El cuidado de la individualidad sustituye con frecuencia a la preocupación por el prójimo. El triunfo personal, el éxito, la competitividad como actitud al interior de la sociedad, se aprecian más que la constancia y que la fidelidad a las obligaciones simples del cada día. Se cultiva la imagen más que el servicio. Se busca más el parecer bueno que el serlo.
¿Sirven estas actitudes y modos de valorar la vida para el desarrollo? Se puede decir que solo en parte. Sirven en efecto para el desarrollo individual. Y en una sociedad donde las oportunidades son desiguales, las actitudes mencionadas suelen provocar una desarrollo desigual. E incluso en ocasiones poner a grupos contra minorías. Es increíble ver cómo el éxito de algunos líderes tuvo la capacidad de trastocar las actitudes éticas de grandes multitudes.
El éxito de Hitler o de Mussolini con sus discursos radicales, sus puestas en escena adornadas hasta decir basta con signos y banderas, despertaba entusiasmo no solo en sus propios países sino en sectores importantes de la burguesía latinoamericana y especialmente en los militares. Las mismas payasadas del expresidente norteamericano Trump, encandiló y enseñó numerosos trucos políticos a algunos líderes de nuestros países. Pero estas fascinaciones nunca terminan produciendo un desarrollo armónico. Al contrario, con frecuencia terminan en tragedia.
Desde los escritos de Maquiavelo la práctica del poder ha prescindido con frecuencia de la ética, simplemente para asegurar la permanencia en el poder. La verdad sucumbe, al menos durante un tiempo, ante la imagen de dictadores, autócratas o líderes expertos en prometer rapidez y soluciones inmediatas. La mezcla de autoritarismo con individualismo, de riqueza de unos con pobreza de otros, de consumismo con apariencia y de imagen con falsedad, conduce siempre hacia el fracaso humano. Nuestra condición de seres sociales y empáticos no puede sustituirse por simples características gregarias dirigidas por los “machos alfa” de la economía o de la política.
El desarrollo humano debe incluir siempre, además de la razón y la verdad, el crecimiento y afianzamiento de los sentimientos profundos de humanidad. Las artes, la literatura y la religión nos ayudan siempre a ser más humanos. Si destruimos los sentimientos de confianza, amistad social y cercanía humana frente al sufrimiento, lo que cosecharemos será inhumanidad.
Una de las personas que impulsa el desarrollo humano a partir del desarrollo de las capacidades innatas de las personas insistía recientemente en que “nos equivocamos muy a menudo cuando permitimos que los pensamientos negativos que tenemos genéticamente arraigados en nuestra mente se apoderen de nuestra voluntad y nos hagan creer que el dolor del culpable erradicará nuestro dolor, o que la muerte compensará el asesinato”. La tendencia a querer siempre superar el conflicto con la derrota, o la menos el daño del adversario, rompe las posibilidades de la amistad social y genera ciclos de violencia. Solamente la opción por crecer en humanidad produce realmente desarrollo humano. El sabio respeto a los Derechos Humanos de parte del Estado no solo crea confianza en la institucionalidad, sino que además refuerza la capacidad de establecer lazos de amistad y de confianza en la sociedad. Lo contrario lleva inevitablemente a renovar la tendencia a convertirnos en lobos para otras personas.
