AZOTANDO EL POLVO
Por Mauricio Vallejo Márquez,
Escritor y Editor Suplemento Tres Mil
Como un hijo pródigo que regresa al redil me sentí ayer que volví a devorar camino. Tenía varios meses que no me dedicaba a repasar las aceras que recorría con habitualidad hace poco más de un año. Calles que las tengo tan repasadas a fuerza de observarlas, ver las formas en las grietas de las aceras y en las manchas de las paredes, percatarme de los detalles de los árboles y las plantas que aún persisten a pesar del deseo salvaje por llenar de concreto todo.
Las calles tienen algo familiar, algo que las hace parte de nuestras vidas, como esos parientes que habitan con nosotros y se marchan, pero al volver resultan tan naturales como el vaso de agua diaria. Y nuestras calles, las que recorrimos tanto, resultan una huella imposible de borrar. Las hemos pisado tanto que las conocemos de memoria y podemos ir por ellas incluso con los ojos cerrados, sabiendo sus sonidos y sus olores.
Me sentí lleno de energía cuando bajé la Calle San Antonio Abad desde el redondel de La Constitución (la famosa Chulona), por el Caballo de hierro, y me acordé del poeta Salvador Juárez al pasar por su casa y la reunión con café que le deberé eternamente. Era buen hombre y buen poeta, y su calle lo contiene mientras exista. Y así pasé por la intersección de la Avenida Bernal donde las aceras y el semáforo se convierten en un mercado donde se encuentra hasta lo que uno no se imagina. Quería encontrarme a Efraín Clandestino, pero el buen poeta, payaso y acróbata por primera vez no coincidimos en esa cruz calle.
Llegué al Centro Comercial San Luis donde me reunía a diario con tantos amigos y donde estuvo la casa de los abuelos de un gran amigo. Como aquellos tiempos que surgen en mi memoria mientras voy por la vera del camino, tengo una reunión para intentar reparar el mundo a base de palabras. Al salir vuelvo a la ruta. Y el mercado vuelve a surgir al tomar la Avenida Izalco para obligarme una parada en el rinconcito típico y comerme un poco de maíz desgranado y un atole Shuco que disfrute en mi soledad de caminante. Al salir no pude resistir la tentación y le compré unos wantán y unas galletas de leche a los chinos que están por donde arreglan zapatos y caminé sin sentir el camino por la Calle Universitaria hasta llegar al Hospital Militar. Devoré como un niño aquellos bocadillos que tenía años de querer volver a probar en tanto seguía pintando con mi sombra la acera. Llevaba el corazón contento.
Luego de nuevo en la Avenida Bernal el camino se me hizo natural, como cuando uno toma la bicicleta y vuelve a pedalear, como si lo hubiera hecho toda la vida. Viendo los negocios que han cerrado tras la pandemia, los talleres y las llanterías. Todo dentro de lo normal. Pero justo donde debo cruzar para subir a mi casa observo una cinta de zapatos que procura erguirse y caer al suelo. Me acerco y me percato que es una culebra, una culebra pequeña que sigue en su infructuoso oficio de volar pero sin despegar del suelo. Y así lo repite varias veces como si estuviera danzando. Azota el polvo y se desliza cerca de la pared para volver a alzar la cabeza en los aires, pero regresa al suelo. Me quedo perplejo intentando compararla con la lira (una culebra café con el vientre crema) que tenía mi amigo Atxil. Y tras unos minutos en los que la gente sigue su ruta sin percatarse del reptil, pero sí en el caminante sospechoso que resulto ser, decido volver al camino y mi corazón sigue feliz sintiendo el hermoso presente de caminar y sentir la vida en cada instante que pongo el pie en el suelo, azotando el polvo mientras mi cabeza intenta subir a los cielos, igual que la serpiente.
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