ADL
-Homenaje al Arquitecto Rubén Martínez
A finales de los años sesenta e inicios de los setenta del siglo pasado siendo un niño solía entrar con frecuencia a la Iglesia El Rosario de San Salvador con mi madre. Recuerdo que ella era devota de San Martín de Porres, el hermano lego, que llegó a los altares de la iglesia católica, por su bondad y misericordia con los desamparados, los enfermos y los animales, allá en la Lima virreinal de los siglos XVI y XVII.
Por ese tiempo, en que iba de la mano de mamá, el santo mulato estaba rodeado de velas y de esas voces susurrantes de los fieles, sobre todo, mujeres, que, ataviadas con sus mantillas, pedían su intercesión, juntando devotamente las manos y algunas, derramando lágrimas. Olor a incienso, a flores, a estearina, flotaba en el ambiente.
Pero esa iglesia siempre me pareció inusual, aun de infante, ya que su altar no se encontraba hacia el frente, ni existían naves laterales; además, sus vitrales tenían una estructura, un diseño distinto, ni qué decir de las esculturas metálicas.
Toda esta modernidad contrastaba con los tradicionales y blancos hábitos de los frailes dominicos que regentaban el templo.
Años después, en 1981, me convertí en visitante asiduo de la parroquia en razón de mi integración a un movimiento juvenil donde las proclamas comprometidas de Medellín y Puebla; así como la adhesión de muchos de sus miembros a las organizaciones populares de izquierda, se hacían sentir muy claramente. Eran tiempos duros. Sin embargo, ese encanto de brutal arquitectura de hormigón, llena de luz, con su Ojo Divino, en un contexto urbano antiguo y con unas obras escultóricas bellamente figurativas en su exterior, siempre me provocaron una especial fascinación.
En realidad, la edificación rompía completamente con todo el conjunto de la plaza y los portales: la antigua Plaza de Armas colonial, el parque Dueñas luego, y actualmente, desde 1911, el republicano Parque Libertad.
Inspirado profundamente por una visión cosmopolita, y con una sed de ruptura, innovación y modernismo, muy característica de los artistas y escritores de las generaciones de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, el Maestro Rubén Martínez, inició a mediados de los años sesenta lo que sería su mayor obra arquitectónica: la iglesia de El Rosario en San Salvador, en sus palabras, una obra personalísima, libre de la influencia de las vanguardias arquitectónicas. Sin embargo, es difícil al contemplar El Rosario, no pensar en el genial arquitecto suizo Le Corbusier (1887-1965) y en el artífice de la espectacular Brasilia, Niemeyer (1907-2012).
El Maestro Martínez realiza una obra grandiosa, en su concepción de espacio, de luz, de revolucionaria imaginería religiosa. El estudio y análisis de su maravilloso legado, excede a este espacio, naturalmente, y representa un objeto de valoración académica y artística merecedor de un mayor interés por parte de los especialistas. Así mismo, la protección y restauración permanente de toda la riqueza artística del templo constituye un compromiso ineludible de las actuales y posteriores generaciones.
Pero no sólo es el templo de El Rosario, con sus catorce estaciones, sus vitrales, su impresionante Ojo de Dios. Su obra abarca el diseño ambiental y el paisajismo; la jardinería; el diseño y construcción de residencias y edificios; la restauración del patrimonio cultural religioso; y un sinnúmero de piezas escultóricas en plazas, museos, casas particulares, empresas y cementerios.
En su haber encontramos obras monumentales y muchísimo trabajo en arte sacro: capillas, altares, pilas bautismales, ambones y presbiterios.
Dotados de gran belleza, magníficos, son los vitrales en las Iglesias: El Perpetuo Socorro (vitral mayor), Nuestra Señora del Carmen y San Benito en San Salvador; y los sagrarios en distintas parroquias, hospitales, colegios y noviciados. De igual manera la creación de puertas, lámparas monumentales, torres de viento, relieves y piezas artísticas de colección.
El Maestro Rubén Martínez realizó exposiciones individuales y colectivas de su obra. Trabajó nacional e internacionalmente, siendo mucha de su producción adquirida en el exterior por amantes de la escultura y del arte. En el año 2019 recibió el Premio Nacional de Cultura, máximo galardón del gobierno salvadoreño.
Impresionante es, sin duda, su escultura del Presbítero y doctor José Simeón Cañas, en hierro forjado (4.5 metros), que atesora el Museo de Arte de El Salvador; y tantas y tantas piezas. Su experiencia juvenil con la soldadura, con el manejo del hierro, y con materiales de desecho lo volvieron diestro y despertaron su imaginación y creatividad. Luego desarrolló la técnica escultural mediante la fundición en bronce.
A principios del presente siglo, tuve la oportunidad de conocerlo y entrevistarlo para la otrora cultural y educativa televisión nacional; y para un medio radial privado, donde trabajé conduciendo y produciendo espacios de arte y cultura. Gracias a esto, gané una amistad que se renovó con el tiempo.
Tenía el Maestro Rubén Martínez una fuerte personalidad, muy seguro de sí mismo. Su presencia irradiaba una increíble energía física y espiritual. Accesible y cordial, siempre hablando de su obra, con los datos, fechas, nombres, medidas, a mano.
Poseía una memoria prodigiosa, recordaba exactamente, con gran detalle, las circunstancias, los procesos, las vicisitudes y las satisfacciones de cada una de las obras que había realizado. Siempre de aspecto juvenil, pese a sus años, con su barba y cabello largo, creaba una natural simpatía desde el inicio de su trato.
Nunca hizo alardes de una falsa modestia. Sabía bien lo que había creado. Estaba consciente – perfectamente- de su gran capacidad y talento. No lo ocultaba.
Esa franqueza, y el reconocimiento de las limitaciones del medio, y de las circunstancias favorables o desfavorables que había tenido en su vida, me hicieron advertir que estaba frente a un hombre muy llano y coherente. Cualidades que siempre he apreciado en las personas y en mis amigos.
Nunca hizo alardes de arquitecto graduado, ya que tan sólo había estudiado la carrera en la Universidad de El Salvador entre 1949 y 1951, pero su experiencia laboral y su extraordinaria capacidad fueron su mejor carta de presentación. Fue mejor arquitecto, escultor y artista que cualquiera. En eso no me cabe la menor duda.
La imagen que guardaré siempre del artista es cuando en su Casa-Taller de Planes de Renderos al visitarlo, me mostraba su obra, palpándola, señalando sus rasgos, develando sus intenciones de creador, parecía un Maestro constructor medieval por su carácter, por su fuerza; y un consumado retratista del Renacimiento, por su delicadeza. Se movía por la estancia como una criatura que era capaz de todo, que lo sabía todo, que lo veía todo, sobre todo, el futuro.
¡Qué su descanso, en la Obra Magna que dejó al pueblo salvadoreño, sea siempre plácido y glorioso, estimado Maestro Rubén Martínez! ¡Buenas noches!