Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
[email protected]
Desde Comala siempre…
La [Provincia] de San Salvador […] desde sus primeras convulsiones [está] dividida en su seno [de municipios libres] por la unión a este gobierno de los vecinos leales de San Miguel, prostate San Vicente y Santa Ana [, cialis otras ciudades, check y] los inquietos que la turbaron [en la capital]. José Bustamante y Guerra (1813).
La noche del 24 de enero de 1814 en San Salvador, multitudes procedentes de pueblos aledaños y barrios cercanos ocuparon la ciudad. Obedecían órdenes únicas de sus ayuntamientos. Diversos alcaldes lograron que se liberaran varios colegas presos, pero fracasaron en su intento de apoderarse de las armas de un Cuerpo de Voluntarios leales al intendente criollo de la provincia, José María Peinado, nada menos que un amigo íntimo de José Matías Delgado. Asimismo falló la propuesta de confrontarlo en cabildo abierto ante al pueblo y se frustró el llamado de los ayuntamientos a la sublevación general. El llamado a la revuelta por repique de campanas no produjo una respuesta popular
La convocatoria a la insurrección enviaba señales ambiguas que se han prestado a interpretaciones contradictorias. Anunciaba que la pacificación de la ciudad —luego del “primer grito de independencia”, 5 de noviembre de 1811— se veía frustrada. A la vez, notificaba la distancia entre las intenciones revolucionarias de los próceres y la reticencia del pueblo a seguir órdenes y rebelarse. Si San Salvador se erigía como reincidente rebelde que lideraba los movimientos independentistas en el istmo, en los próximos siete años su efervescencia revolucionaria se acallaría. Parecía que el proceso de emancipación se hubiese detenido.
Pese a una disparidad numérica entre pueblo insurrecto y ejército leal, la autoridad controló la situación al dispersar a las masas en un altercado armado que causó dos muertos y “varios heridos”. Según Peinado, “esto les contuvo, y dio tiempo a qe. la patrulla se retirára a la plaza”. En pocas horas, el intendente y sus tropas revertían la desventaja numérica —“me ví rodeado de más de 1,000 hombres que pedían mi cabeza y la del Comandante de Armas”— en triunfo político y militar. Los “cabecillas” fueron apresados, sus bienes confiscados, y llevados a un alargado proceso legal o “juicios de infidencia”. Entre los insurgentes se encontraba Pedro Pablo Castillo, quien logró escapar y exiliarse en Jamaica. Ausente durante los juicios, su causa judicial se conoce por el papel de chivo expiatorio “contra quien thodos hechan”. No existe un solo documento primario que transcriba su palabra. La ambigüedad de su figura personal y liderazgo político oscila entre la restitución de un héroe popular en desafío justo, y su antónimo la denuncia de un dirigente impulsivo, borracho y traidor alevoso. Una controversia historiográfica hace de Castillo y de otros próceres figuras polémicas y abiertas al debate, al igual que de la idea de un proceso independentista una ilusión republicana-liberal, bastante tardía.
1814 no produjo el fin deseado, una insurrección popular que sólo existía en la mente de pequeños grupos urbanos ilustrados o «“liberales exaltados”». En cambio, reafirmó el carácter conservador generalizado del istmo, cuya apatía se postergó por siete años, ante casi toda idea revolucionaria-independentista que circulaba en otras regiones. Según los historiadores salvadoreños J. A. Cevallos (1891/1919) y Rodolfo Barón Castro (1961), Centro América se hallaba dividida sobre el proyecto de nación por venir, en ese momento, independencia o continuidad del imperio español (véase: Bustamante en Fernández, 1929: 96, epígrafe inicial, Monterey, 1943, para la división de los distintos partidos (san)salvadoreños y López Velásquez, 2000: 60, “no hubo apoyo del resto de la provincia”). No sólo el mismo intendente de San Salvador asegura la lealtad monárquica de los partidos de Santa Ana, San Miguel y San Vicente, sino también Cevallos reitera que “algunos” próceres “desistieron” de participar en los eventos de 1814.
II. Conmemoración crítica
Este enero de 2014, al conmemorar los sucesos la mejor respuesta no la enunciaría la exaltación platónica. Según el clásico logos epitaphios, en nuestro Estado no podemos admitir otras obras de poesía e historia que los himnos a los dioses y los elogios de los hombres grandes (Platón). En cambio, una reflexión crítica indicaría que, en la reconstrucción del pasado, las ciencias sociales no son más certeras que las ciencias exactas. Si hay múltiples maneras de referir un simple número (4 = 2+2 = 10-6 =…), también las hay de interpretar hechos sin constancia bibliográfica. Hasta no descubrir fuentes primarias escritas, la voz de Castillo será siempre la determinación de una causa “sin oir los descargos y defensa del hombre acusado”, del prócer glorificado (García, 1940: 4). El “letargo” independentista de ciertos sectores sociales —de los indígenas particularmente— testimoniaría el olvido presente de los beneficios que la Corona Española les otorgaba y, por paradoja, la Independencia les arrebataría: las tierras del común.
Un cuarto de siglo después de la independencia, el viajero británico E. G Squier anotaba la correlación directa entre las tierras del común y la bonanza económica que expiraría con la reforma liberal: “las reservaciones de tierra hechas por los españoles en favor de los indios han sido el medio de establecer una población rural industriosa” con soberanía política municipal (The States of Central America, 1858, p. 313). En este clima de bienestar social y de paradójica emancipación municipal durante la colonia, la independencia representaría un giro contradictorio hacia la sujeción. Tal sería el legado polémico de 1814: silencio de Castillo —contra quien todos echan y hoy a quien todos alaban—, letargo popular. De creerle a Bustamante y Guerra, El Salvador nace de un conflicto interno entre posiciones irreconciliables en su seno de municipios libres. Duelo a muerte fratricida como signo de nacimiento…
III. Ribete
Si acaso mi juicio no resulta digno de confianza, es seguro que Alejandro Dagoberto Marroquín lo sea. La primera secuela de la independencia, la exhibe la libertad suprema de diezmar la población indígena del país en una cifra más elevada que la del legado colonial español. Para el pueblo de Panchimalco (1959: 97-98) los datos estadísticos para 1860-1890 contradicen la tesis en boga relativa a «la famosa “consunción”» de “la población indígena […] causada por la política de los españoles a raíz de la conquista”. Por lo contrario, las cifras de finales de la época colonial demuestran que “no hubo ningún déficit” poblacional hacia el final de ese período. En cambio, el declive estadístico Marroquín lo documenta para la etapa que abarca de 1807 a 1860. Esta reducción demográfica la explica “el reclutamiento forzoso de la mayoría de los jóvenes [indígenas] en edad militar [cuyo] destino era servir de carne de cañón […] en las guerras fratricidas [lo cual] nos lo confirma la tradición [oral de] los ancianos del pueblo”.
De nuevo, este enero de 2014, al conmemorar el ochentaidós aniversario de la matanza de 1932, ignoro la razón por la cual se olvidan sus antecedentes. Las raíces de una violencia se expanden —a imagen de un manglar— hacia la larga dimensión del olvido…