Karen Escalante-Barrera
Gracias infinitas
I.
Caían hojas en el parque, mientras Brisa observaba desde la ventana, atenta y distraída a la vez. Estacionado en la parada, el bus llevaba varios minutos detenido. Era de mañana y hacía mucho viento. La gente abarrotaba la puerta principal del autobús, dispuesta a abordar según la ley del fuerte.
A los lados se observaban vendedores informales y ambulantes que rondaban el sitio. Acomodaban la mercadería a ofrecer: sandalias de plástico, accesorios para el cabello y algunas golosinas, tostada de plátano y yuca con limón, chile y sal. Ese día a Brisa le fastidiaba asistir a la universidad. Se levantó tarde, hasta olvidar que debía ir a natación con una amiga a las seis de la mañana. Seguía distraída como en sueños.
No tenía clases ese día, pero había prometido llegar a la universidad, pues realizaría otras actividades. Por fin, el autobús inició su recorrido cotidiano, atrás quedó el parque San Martín, la bulla de la gente y las bellas hojas danzarinas que se deslizaban por el lugar. Brisa seguía ausente, entre pensamientos e impresiones volátiles, como si se le escaparan a propósito.
Por suerte el conductor no llevaba ningún tipo de música, lo cual tranquilizaba el ambiente. El único sonido provenía de la marcha del bus y de alguna conversación lejana de los pasajeros. El silencio hacía que Brisa se ensimismara aún más.
En sus manos giraba un lápiz, mientras hojeaba un folleto que debía leer para la siguiente clase, antes de redactar una guía de cinco páginas del tema. Todo ocurría tan lento, pero tan rápido a la vez, como si el tiempo real no existiera. Miraba fija a la ventana. La histórica ciudad de Santa Tecla corría en imágenes difusas sin ningún protagonismo para ella. Sólo al respirar volvía en sí misma. Sentía ese exquisito aroma de los zapotes que comía una señora, justo en el asiento de atrás, a quien observaba por el reflejo del vidrio. Llevaba las compras del mercado: güisquiles, yuca, pipianes, ayotes y deliciosas frutas de temporada.
A Brisa le encantaban los zapotes bien maduritos, cuyo perfume le recordaba aún más un antiguo amor. Sin intención alguna, las lágrimas se asomaron a sus hermosos ojos cafés. Entonces abrió toda la ventana con la esperanza que sus lágrimas se las llevara el viento. La intensa brisa le agitaba la tez morena y la espesa cabellera interminable.
De pronto sonó el celular. Era su novio.
Brisa: ¡Hola!
Ranfis: ¡Hola cariño! ¿Cómo amaneciste?
Brisa: Bien y vos.
Ranfis: Bien, por aquí
Brisa: ¡Yo también por aquí!
Ranfis: Jaja. Qué chistoso, los dos estamos por aquí, pero no te veo.
Brisa: – Sonríe – Ya vas
Ranfis: No, no voy. estoy aquí… ¿Y vos? No me digás que aquí. aunque ya sé que estás aquí.
Brisa: Sí, si estoy aquí. Siempre es aquí. – risas- voy camino a la U.
Ranfis: ¡Copiado! me avisás cuando estés cerca porfa. Así te voy a comprar las pupusas, de un solo.
Brisa: ¡Vaya! – sonríe- ¡Qué chivooo! ¡amo las pupusas! comprame cuatro de maíz porfa. y un chocolate.
Ranfis: Yo también las amo. Sí…y así más fácil terminamos el trabajo de francés.
Brisa: ¡Heeey! no me acordaba – pensativa – Se me había olvidado.
Ranfis: Así veo señorita. muchas cosas pendientes tenés seguramente por eso se te olvidó.
Brisa: Ahhh, sí, seguro que sí.
Ranfis: ¡Nos vemos entonces! ¡Salú!
Brisa: Salú, hasta luego.
Por un momento, Brisa se alegró. Colgó el teléfono y miró de reojo el folleto y el lápiz color neón.
¡Ahora si! debía leer un poco aunque fuera sólo un poco de ese folleto. En realidad debía leerlo muy bien, retomar las ideas principales e interiorizarlas en su alma, pues le encanta su carrera.
Leía un folleto de Claude Levi-Strauss, “Las Estructuras elementales del Parentesco”. Hizo un esfuerzo enorme para intentar concentrarse en el folleto, subrayar y hacer anotaciones a los lados de cada página. A veces se preguntaba; a veces reflexionaba lo leído o anotaba ideas que le parecían relevantes.
Comenzaba a concentrarse profundamente en la lectura, pues era un tema que siempre le había apasionado y por eso se esforzaba. Pese a que días antes había soñado algo inquietante. El asombro no la inquietaba ni lo había aclarado. Se trataba de un asunto que había quedado a medias, una cuestión entrañable e inconclusa. Algo que nunca imaginó sucediera hoy, justo ahora, que las cosas se resolvían así, de esa manera… Que su vida también se acomodaba así, tranquila relativamente…
Se despertó de madrugada. Escuchó una voz conocida, pero en su cuarto solo se encontraba ella.
“Debe ser mi propia alma” – pensó— “quien me recuerda que siempre me espera… o mis propios deseos… mis deseos de verte de nuevo, de escucharte y darte un abrazo infinito”.
Ese día no pudo volver a conciliar el sueño. Había quedado “como jugada por el Siguanabo”…
Así amaneció y ella simplemente vislumbraba la nada, pensando situaciones que había vivido, recuerdos en los que había amado profundamente y aún sentía una sensación muy fuerte… y muy especial. Aunque se había prometido guardar esos sentimientos en lo más profundo de su ser, dejarlos ahí… escondidos, y a veces sepultados… y empezar nuevamente desde cero, con una buena amistad. Después de tanto tiempo, las cosas parecían apacibles.
En ese momento sonó un celular, pero era el del conductor del bus, quien iba de prisa y a toda marcha. Contestó con una carcajada que daba risa y a la vez miedo.
Retornó a su folleto, tratando a toda costa de no escuchar el estruendo vociferante del conductor y su amena llamada. En eso recordó que había dejado sus dos sobrecitos de té de menta, que religiosamente tomaba en el transcurso del día. “¡Mi té!”, se dijo en voz baja.
Los dejó en el horroroso desorden de su cuarto, sobre la cama. Aunque ese desorden no era horroroso en realidad, sino un desorden ordenado pues sabía dónde se hallaba cada cosa, cada libro, cada folleto, por año y por ciclo. Recordaba justamente dónde se encontraba todo, aunque estuviera bajo toneladas de papeles, ropa u otros enseres.
El resto del cuarto parecía una ensalada de objetos varios, pero esa ensalada era en una versión de ropa, curiosidades, recuerdos, regalos, cosas para regalar y muchos otros proyectos que todavía estaban “a medias”. Se había jurado que al final del ciclo se desharía de ese nudo de cosas.
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