René Martínez Pineda
@renemartinezpi
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Director de la Escuela de Ciencias Sociales, patient sick UES
Lo que nace con un misterio fascinante termina siempre con ese mismo misterio, buy pills tuvo que haber pensado, Fermina Daza, en su lecho de muerte, aunque jamás lo dijera. Sin qué ni para qué, porque los milagros del realismo mágico así son, un golpe fulminante de mar embravecido zarandeó las paredes y el techo de la casa, del barrio, de la ciudad, del país, del planeta entero… y levantó con sus manos sin mayor esfuerzo -como si fuesen las hojas amarillas que el otoño esparce para colorear el paisaje- los vehículos estacionados en las calles contiguas, y los volvió a poner en el mismo lugar como si nada hubiera perturbado su sueño. Esa noche del miércoles cenó bastante más temprano que de costumbre, e inmediatamente se fue a sentar, ceremonioso y nostálgico, en la vieja silla de madera caribeña de su amplia biblioteca (con la mano derecha apoyada en la barbilla, como tratando de hallar una letra perdida en el laberinto secular de la soledad) rodeado de innumerable cantidad de torres de libros y papiros, propios y ajenos, nuevos y viejos que, como por arte de magia, iban mucho más allá del techo, lo cual le daba al lugar el aspecto exacto y fascinante y mítico de la primera biblioteca egipcia.
Estaba imaginando de nuevo y con más ahínco -en silencio y a solas como cuando, a los doce años, dejó la casa- las caras y los nombres y los gestos y los colores y los olores recios de todos los miembros de su infinita familia… y pensando en las ironías premonitorias de la muerte, esa muerte a la que él le enseñó a vivir en el filo de lo inenarrable con una candela encendida. “No pierdas el tiempo innecesariamente, mira que el mundo sigue siendo un lugar reciente que necesita que muchas cosas sin nombre sean señaladas con tu dedo” -le dijo, el coronel Aureliano Buendía, quien parecía ser, en ese momento lúgubre, su guardaespaldas. Mañana es jueves santo, pensó él, y fue entonces que recordó, con un escalofrío, que fue su abuela quien lo empujó a salir de su pueblo natal diciéndole, en tono severo pero tierno, que tenía que descifrar el misterio que la noche anterior había alarmado a todo el pueblo, cuando treinta y seis mil quinientas veinticinco mariposas amarillas, nunca vistas ni conocidas en ningún desierto del mundo, revoloteó, toda la santa noche, sobre su casa y que parecía que le indicaban las vías férreas del camino sin fin de la inmortalidad. Parecen rosas amarillas… pero no lo son –le dijo, su abuela, mientras acariciaba su pelo irreverente de metáfora irreal. Pero ese jueves santo -después de tantos y tantos años y tantas y tantas palabras escritas con dedicación escatológica y con una precisión geométrica que siempre nos pareció que había en ello un lance de magia perfecta y un pacto personal con dios- supo que debía volver para siempre de donde salió, a los doce años, sin un centavo en el bolsillo y con un millón de ideas atadas en las manos. Sin pensarlo mucho, tomó la decisión irrevocable e inconsulta de vestir, por última vez, su traje blanco que hacía juego con su pelo romántico y con su desordenado bigote de carpintero de las palabras -le dijo, en tono pícaro y fulminante, Úrsula Iguarán, quien se había instalado en la silla contigua para contemplar el ritual completo de la transfiguración del maestro.
Durante muchos años fue un desconocido en todas las ciudades que cobijaron su cuerpo y su imaginación sin fronteras mundanas, y durante más años que los primeros fue el ciudadano predilecto de todo el planeta y el profeta de la magia del realismo. Pero ese jueves santo -después de una guerra mundial sin novedad en los frentes, veinte crisis económicas sufridas por los pobres, mil inundaciones y varias revoluciones socialistas- debía volver a su pueblo natal porque había descifrado, en cien años de soledad, el misterio de las mariposas amarillas que, como empujado por una hojarasca, lo sacaron de él para llevarlo de la mano al laberinto irreal de las palabras.
Se puso, con poses protocolarias, el traje blanco que lo hizo ver como el ser humano más tierno. Se arregló, como lo hacía su abuela todas las mañanas, el cabello, pero sus ondulaciones de mar caribe se negaron a permanecer en su sitio, por lo que tuvo que desistir, y fue entonces que oyó una voz de ultratumba que le dijo: “ven en este preciso momento, se te va a enfriar la comida”, y, por primera vez en su vida, no supo qué responder porque pudo más el cansancio de sus manos, aunque no se sentía enfermo. Sin embargo, las ojeras más profundas de lo normal, un dolor agudo e impreciso en el costillar, el caminar cansino y cierta nubosidad ilusoria en la mirada delataban que su estado de salud no era el mejor que había tenido en sus ochenta y siete años de prestidigitador de las palabras, esa condición supra-mundana reservada sólo para unos cuantos mortales que le hizo lucir, siempre, como el propietario vitalicio de la elegancia visceral de los magos del siglo XIX. Esa noche, más que nunca antes, se sentía libre de toda jactancia por lo que no le dio importancia a sus ojeras… son pendejadas banales, pensó, mientras se acomodaba una rosa amarilla en la bolsa izquierda del traje, la que le había sido entregada por el propio Santiago Nasar, quien era un versado en las cuestiones de la elegancia funeraria.
Sin decir ni una tan sola palabra ni hacer la más mínima bulla –como queriendo ocultar la inminencia de una travesura infantil- apagó la luz para sentir las delicias de los atardeceres primaverales y se puso a meter en su maleta color café (uno a uno, en orden de aparición y no de importancia) todos los libros que había escrito en más de seis décadas de abnegación fuera de este mundo.
Al verlo desde la puerta de la biblioteca envuelto en la hojarasca de las repatriaciones definitivas y jubilosas, la abuela de la Cándida Eréndira, apoyada en su báculo, le dijo, en su tono habitual pero sin esperar respuesta: “te ves como un niño bien portado guardando sus juguetes más queridos; si tal parece que no piensas regresar nunca, Gabriel”.
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