Luis Armando González
El Buen vivir asigna unas enormes responsabilidades al Estado. De hecho, viagra para dar concreción a ese ideal –según sean las dinámicas económicas, ask culturales, site políticas y medioambientales de cada sociedad en particular— se requiere de la implementación de políticas públicas atinadas, lo cual es imposible que se haga desde Estados débiles tanto en sus recursos financieros como en su diseño institucional.
Esta línea reflexión requiere, obviamente, un mayor desarrollo conceptual, pero basta con dejar establecida, por ahora, la necesidad de un Estado fuerte (no grande ni pesado) para la concreción del Buen vivir. O sea, no se trata de un “Ogro filantrópico”, pero tampoco de un Estado sometido a los caprichos e intereses de élites de poder económico y político, sino capaz de trazarse el Bien común como horizonte ético-político.
Veamos la otra cara de la moneda: la responsabilidad ciudadana en la construcción del Buen vivir. Y aquí se tiene que decir que sin la contribución ciudadana no hay Buen vivir efectivo. Esa contribución tiene, en principio, un ámbito macro, es decir, de aportes colectivos y comunitarios que, en el plano territorial y nacional, contribuyen al Buen vivir a partir de dinámicas de participación económica, política, cultural y medioambiental encaminadas a la construcción de una mejor sociedad.
Este es un apartado que, igual que el anotado en el primer párrafo, merece una enorme atención, pues supone la activación de dinámicas de participación social/territorial que son claves para el Buen vivir. No hay forma de mover a la sociedad hacia mejores derroteros sin la contribución decisiva de la misma sociedad, en toda la diversidad que la caracteriza. Definitivamente, si se quieren evitar paternalismos políticos, en materia de Bien común no todo debe provenir del Estado ni todo debe ser competencia exclusiva de éste.
Hay otro ámbito de contribución ciudadana al Buen vivir. Y este es un ámbito micro, es decir, el ámbito de las acciones personales (individuales y familiares) encaminadas al Buen vivir. Pensar en el Buen vivir sin ese ámbito de responsabilidad personal significa hacer de ese propósito un “regalo” o una “imposición” desde arriba, sin compromiso por parte de quien se ve beneficiado por un nuevo ordenamiento económico, social, cultural o medio ambiental. El Buen vivir debe traducirse en una cotidianidad distinta de la existente, a sabiendas de que ésta vulnera la dignidad y los derechos humanos de las personas. Y en esa vulneración cotidiana de dignidad y derechos, incluso de los propios, hay una participación personal activa y muchas veces consciente. Es decir, hay reglas de sentido común que se violan permanentemente y que está en manos de cada individuo no hacerlo, si precisamente apelara al sentido común que está al alcance de cualquiera que no padezca graves trastornos neuropsicológicos que le impidan controlarse o no distinguir entre lo perjudicial y lo no perjudicial para sí mismo y para los demás.
En otras palabras, el Buen vivir nos exige cambios drásticos en prácticas y hábitos que nos llevan a un “mal vivir”: en la precariedad, en la enfermedad, en las presiones económicas, en riesgos ambientales, en el temor de salir a la calle a caminar… La lista de hábitos y prácticas que podemos y tenemos que cambiar es larga, pero de entre ello es inevitable no atender a los malos hábitos alimenticios que además de socavar la calidad de vida –pues se traducen en enfermedades de gastrointestinales y cardíacas, por ejemplo— se convierten en una permanente carga económica de la cual los beneficios son ciertamente escasos en términos de una vida mejor. Además de las repercusiones económicas y administrativas que ello tiene en el conjunto del sistema de salud y en las dinámicas laborales.
Es cierto que la publicidad mediática alienta esos malos hábitos alimenticios, con la promoción de satisfacciones efímeras y ficticias (lo cual vale para otros productos promovidos por una publicidad mediática fuera de control), pero cuyo impacto en la salud y en el bolsillo es absolutamente negativo para las familias. Se puede alegar que hay condicionamientos mediáticos, culturales y sociales que llevan a la gente a comer y beber productos que violentan su dignidad humana y sus derechos fundamentales. Esos condicionamientos existen y tienen que ser tratados con determinación (para eso se necesita un Estado fuerte).
Sin embargo, no se puede eximir a las personas de su responsabilidad en lo que comen o beben (o en lo que fomentan o facilitan en sus hijos, hijas y familiares), sobre todo cuando estas personas tienen una educación suficiente o, por lo menos, gozan de la facultad del sentido común que es muy útil a la hora de sentir los ritmos y demandas del propio cuerpo. Si las personas comieran mejor (o durmieran lo debido, caminaran lo suficiente, se rieran, fueran corteses, evitaran la bravuconería), harían algo importante por su propio Buen vivir… y sin necesitar ingresos económicos extras y, al contrario, ahorrando dinero.
Hasta ahora, en las sociedades de consumo (y la salvadoreña es una de ellas) la lógica ha sido buscar aumentar los ingresos monetarios (con trabajo adicional, con aumentos salariales o con créditos bancarios) para satisfacer unas aspiraciones de consumo siempre crecientes, y muchas de ellas orientadas hacia la adquisición de nuevos servicios o de bienes de marca. Esa lógica debe ser revertida. No puede seguir gobernando la vida de las familias salvadoreñas, porque es insaciable: quienes dependen de su trabajo para vivir (y de ingresos fijos y reducidos), nunca tendrán el suficiente dinero para acceder a todos los bienes y servicios que el mercado ofrece. No se puede seguir hipotecando el propio futuro y el del grupo familiar. Hay que reducir el consumo de lo innecesario, hay que buscar vías alternas de consumo que permitan usar de mejor manera el poco ingreso con el que se cuenta. Se tiene que poner un alto a la idea de que la única solución a las necesidades familiares es el aumento de los ingresos monetarios. Esto será un gran impulso a un Buen vivir.