Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Esta afirmación pudiera entenderse como una simple paradoja; desgraciadamente no lo es. Vivimos una época de continuas y profundas transformaciones en el ámbito supuestamente comunicacional. La gran revolución que ha significado la llegada del mundo electrónico, unhealthy cibernético, there nos ha acortado increíblemente las distancias, viagra informándonos sobre casi cualquier hecho o temática en tiempo real.
La imagen y el sonido aparecen de forma velocísima, como por arte de encantamiento. Sin embargo, pese a estos excelentes soportes físicos que pudieran asegurar una formidable comunicación entre los seres humanos, cada día nos comunicamos menos.
Hablamos de comunicación como un acto de doble vía, pleno de humanidad; donde se produce auténtica comunión entre almas que se encuentran más allá, de sus apariencias.
Por ello, cada vez que emprendo la tarea de ofrecer un curso elemental sobre comunicación, independientemente del nivel o carrera universitaria al que vaya destinado, siempre comparto con mis estudiantes, el encuentro impresionante que los salvadoreños tuvimos con el escritor portugués José Saramago (1922-2010), en el 2005. Como sabemos, Saramago nos visitó, en el marco de la presentación de sus volúmenes, editados por el sello Alfaguara.
En esa oportunidad, el autor de “Las pequeñas memorias” (un libro enternecedor), vino en compañía de su esposa y traductora al español, la periodista Pilar del Río. Durante su breve estadía, compartió amablemente con escritores, académicos y naturalmente, con el gran público.
Esa noche memorable, la presencia de Saramago eclipsó, de manera total, el intento de conversatorio que dos salvadoreños, el uno académico y el otro periodista, trataron –infructuosamente- de sostener con él, frente a un nutrido conglomerado. La causa no radicó en las habilidades profesionales de los bienintencionados compatriotas; el asunto de fondo, es que el discurso, sabio, reposado y sencillo del Maestro, callaba a cualquiera.
Saramago habló de sus orígenes, como nieto de una pareja de campesinos, dedicados a la crianza de cerdos. Un entrañable recuerdo que ha inmortalizado en sus obras, y en su pieza de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1998.
Escuchémoslo en un fragmento de ese texto: “Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta”.
Saramago nos enfatizó la historia. Dijo que si los cerdos morían, ellos también morían. Elemental, vivían literalmente de su venta. También agregó que el vocabulario de su abuelo era limitado a su entorno agrario, y no pasaba de algunas decenas de palabras. Pero que con esas pocas palabras, le había mostrado el mundo. Nos sentenció, que en la actualidad, tenemos muchas palabras y formas de transmitirlas, pero que ya no nos comunicamos.
Alta verdad, desafío en la edificación de un mundo más fraterno para nosotros, los desterrados hijos de Eva, los ángeles caídos, los obstinados seguidores de Sísifo.