Carlos Girón S.
Las más duras expresiones de censura, store condena y repudio de parte de personas de los diversos segmentos de nuestro pueblo ha desatado la torpe decisión del alcalde capitalino, Norman Quijano, y su séquito de concejales, de cambiar sin qué ni para qué el nombre de la calle San Antonio Abad, para ponerle el del no bien recordado mayor Roberto d´Aubuisson por sus tantas y oscuras ejecutorias, incluida la de haber sido el autor intelectual del asesinato de nuestro Mártir de América, Monseñor Oscar Arnulfo Romero, en circunstancias diabólicamente calculadas: cuando el prelado alzaba la hostia sagrada oficiando una misa en el Hospital La Divina Providencia, hecho que quedó imborrable para siempre en la mente de la grey católica y demás población.
Insólito como inconcebible es el gesto de borrar el recuerdo y la imagen de un santo varón, como lo fue Antón Abad o Antonio Abad, para entronizar en su lugar la de un repudiable personaje
Nacido en Heracleópolis Magna, Egipto, hacia el año 251 de nuestra era, Antonio Abad fue un monje cristiano fundador del movimiento eremético. Su figura es la de un hombre que creció en santidad que lo convierte en modelo de piedad cristiana.
Según las crónicas, el relato de su vida tiene elementos históricos y otros de carácter legendario. Se sabe que abandonó sus bienes para llevar una existencia de ermitaño y que atendía a varias comunidades monacales en Egipto, permaneciendo eremita (ermitaño). Se dice que alcanzó los 105 años de edad.
San Antonio Abad es el patrón de los animales, ya que le agradaban mucho y siempre los cuidaba. Se le suele representar acompañado de un cerdo.
Cuando se difundió la grosera noticia del cambio de nombre, de inmediato se suscitó una oleada de agrias reacciones de ciudadanos de toda categoría, más entre los fieles católicos. Uno de esos días me cruzaba por el Parque Libertad, lleno siempre de gente del pueblo, trabajadora, de buenos sentimientos, hombres y mujeres, que se cruzaban comentarios de censura y reproches al bochornoso acto edilicio. Entre otros, escuché comentarios como estos:
“Ese hombre está loco…” (se refería sin duda a Quijano); dijo en tono enojado una señora de apariencia vendedora; “Lo que ha hecho es algo perverso e imperdonable”, exclamó un señor de los que andan buscando trabajo; otro dijo en voz alta: “Es una bofetada al rostro de los fieles católicos”, y otra señora: “Es digno de un exorcismo”… “¡Qué exorcismos ni que nada: que lo cuelguen a él (Quijano) y todos los del Concejo!”, farfulló un fortachón barbudo. Un compañero a la par gritó: “¡Bárbaros! ¡Que los cuelguen por su blasfemia!”: “¡Sí, y colgados de los ´meros compañeros´… refunfuño un viejito que intervino en aquel aquelarre. Otra señora evidentemente medio ilustrada murmuró, pero de forma audible: “¡Ay Dios! ¡Miren, si fueran los tiempos de la Inquisición ya los mandarían a la hoguera a quemarse vivos, hmnn!”. Alzó la voz un chusco mero ilustrado diciendo: “¡Siii, y que Bukele le haga de Torquemada y atice las llamas!”… ¡Jua, jua, ji jo, ju! Fue el estallido de risas del grupo que ya se había formado a causa de la gracejada de Quijano y su séquito de concejales.
Otra señora con aspecto de cosmetóloga agregó a las expresiones, diciendo: “Miren, ustedes, yo creo que hay que andar con cuidado no sea que al tal Quijano y sus acólitos se le ocurra cambiarle el nombre también a la alameda Juan Pablo II para llamarla Orlando Montano, uno que está enjuiciado en los unaitedestates…”. “Sí, y también ponerse buxos de que quieran tumbar la estatua de Gerardo Barrios y en su lugar levantar una del propio Quijano”, acertó a decir un zapatero mientras lustraba los mocasines de un cliente.
Después de haberme detenido a escuchar las ingeniosas expresiones de esa gente del pueblo manifestando su enojo y repudio por la perversa acción edilicia, proseguí mi camino y me dije, tienen razón y qué bien que ya un buen grupo de ellos se ha apurado a interponer ante la Sala de lo Constitucional de la CSJ un recurso de amparo impugnando el malhadado cambio de nombre de la calle San Antonio Abad. “Pedimos se ordene la suspensión del acto impugnado dejando sin efecto el acuerdo del Concejo Municipal de San Salvador por medio del cual se cambió de nombre…”, dice en parte el recurso ciudadano.
Y la pregunta que salta de inmediato es: ¿sabrá escuchar esta vez, la Sala mencionada, la voz y demandas del pueblo sensato y honesto, o inclinará una vez más la balanza a favor de la gente a la que parece estar al servicio, avalando este otro despropósito de la Municipalidad capitalina?
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