René Martínez Pineda *
Las metáforas, jugándole una buena pasada a la sociología de la nostalgia, llegan caminando, por sí solas, cuando explicar la realidad no nos sirve de nada para romper paradigmas, ni le sirve de mucho a la gente para romper su pobreza, porque somos incapaces de transformar la sociedad (por petulancia o cobardía), y transformarla es la razón de ser de las ciencias sociales. Los sociólogos que nos negamos a olvidar el pasado, al igual que muchos escritores que se niegan a ser víctimas del lirismo inerme o de la mercantil vanidad intelectual, muchas veces hacemos nuestro trabajo en la oscuridad, y como ciegos tropezamos con los hechos en nuestro afán por hallar un camino cognitivo que nos lleve, siguiendo con las metáforas, hasta donde el arco iris nace: la comprensión de la realidad.
Por eso, tanto el peregrinar a ciegas (tener los pies y las manos en la tierra) como el lugar donde el arco iris nace, son metáforas de la razón científica, en tanto que la comprensión teórica es un instrumento (el tesoro) para la transformación social; son un recurso discursivo para hacer del investigador un ser de carne y hueso que -sin perder rigurosidad, ni caer en la ingenuidad patética del que se cree un genio- tiene conciencia y posición de clase; reproduce un sentimiento de amor carnal en el texto y contexto de lo social; y se forja en la solidaridad orgánica que lo hace ser parte de sus compatriotas, de sus hermanos, para conservar su humanidad en la recuperación de la humanidad de ellos, esa humanidad que es reconocida, a medias, en los servicios públicos que son la agónica alegoría de la esperanza civilizatoria. Siendo así, la lucha por la no privatización del agua, pongamos por caso urgente, es darle a la sociología pertinencia histórica, es ir más allá de la falacia de lo indeterminado. Y es que lo que realmente nos separa de los animales no es el lenguaje ni el trabajo, por sí mismos, sino nuestra capacidad simbólica de conservar la esperanza como parte de la identidad y como acicate del desarrollo cultural.
Sin embargo, ni la sociología, la pintura, la literatura o la historia pueden darnos -al margen de nosotros mismos y sin salir del papel- lecciones de esperanza, pues somos nosotros los que tenemos que salvarnos, y eso sólo es posible al asumir una postura ciudadana ética y comprometida, aunque eso, sin serlo, suene anacrónico y visceral. A veces, la sociología, la literatura y la música trabajan como si fueran empresas que tienen sus acciones en Wall Street, o sea alejadas de la gente y sus problemas cotidianos. Su valor comercial sube aunque baje su calidad transformadora, artística, crítica o su impacto cultural (por eso es tan exitoso Cohelo como Tempo); aunque sean tan falsas como las tetas de la Sabrok y la preocupación por el pueblo de Callejas y Simán; y tan superficiales como el twitter de Trump o la cara de entusiasmo de un candidato a vicepresidente sacado debajo de alguna piedra sin alcurnia.
El país funciona como una empresa (se promociona como “marca”; se administra como bodega clandestina y se privatiza como territorio recién conquistado), en el sentido de que quienes mandan son los accionistas mayoritarios. Lo que debe preocupar a la sociología es la sobrevivencia del hombre y su necedad de vivir donde la vida no es posible, o sea contar lo que la historia no cuenta: que la privatización es el peor de los crímenes de lesa humanidad. En los últimos días, como reflujo de los últimos ciento cincuenta y nueve años, se está promoviendo la privatización del agua alegando, como tétrica coartada, que es la mejor forma para hacer eficiente el servicio. Esa es la versión moderna de “dad al rico lo que es de Dios y del César y dad a los empresarios fascistas la propiedad de todo lo que camina sobre y bajo la tierra”. Pero ¿qué más queda por darle a los empresarios si ya nos quitaron todo?
Está bien, sanguijuelas de la mercancía, similares y conexos, que se privaticen también las pirámides de Egipto y les pongan gradas eléctricas para cobrar peaje; que se privatice la Muralla China y la siembren en la frontera México-USA para cobrar derecho de admisión; que se privatice Dios y que la Coca Cola venda seguros de salvación eterna; que se privatice el Coloso de Rodas y se le talle la suástica de neón; que se privatice el faro de Alejandría y el asesinato de Monseñor Romero; que se privatice la catedral de San Salvador y el martirio de los universitarios para guardarlo en una caja fuerte; que se privatice la Amazonía y el petróleo venezolano; que se privatice la Sierra Madre y las madres de los genocidas para parirlos en camadas. Que se privatice el mundo, la luna, el cielo y el mar; que se privatice el agua y la sed; que se privatice la ley para fundar cárceles privadas; que se privatice la utopía y la foto del Che y se cobre una cuota por soñar con la revolución social.
Que se privatice todo con la complicidad del que calla… pero por ser parte de los que hacen comida ajena y ven a sus hijos aguantar hambre; por ser parte de los que abonan el cafetal ajeno con su semen en forma de amor patrio; por ser parte de los alquilan casas ajenas menos confortables que la cárcel y más frías que una tumba sin mausoleo; por ser parte de los que comen mierda ajena y hacen la digestión sintiéndose ladrones; por ser parte de los patriotas que carecen de patria porque no tienen patrimonio debido a que son extranjeros en su país, ese territorio lleno de fábricas, almacenes, restaurantes, volcanes, calles, mansiones, lagos, ríos y pueblos vivos ajenos custodiados por policías y vigilantes privados.
Por ser parte de quienes no tienen dónde caerse muertos y mueren de sed de una justicia que es privada, como pretenden hacer con el agua para que nos muramos de una vez por todas en la soledad de la plusvalía de los precandidatos para quienes la democracia se limita a privatizar, y ya no requieren de dictaduras militares porque inventaron el Facebook y las ofertas del miércoles en el supermercado. Por ser parte de ellos yo vaticino –perifraseando a García Márquez- que: el día que la mierda tenga valor van a privatizar el culo de los pobres.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales UES