José M. Tojeira
Los antiguos hablaban del eterno retorno. Algunas religiones hablaban de reencarnación. Pensaban que la historia se repetía. En general fue la esperanza de Israel la que introdujo en la historia direccionalidad y finalidad. El cristianismo universalizó esa idea de una historia que se perfecciona hasta llegar a su fin, al tiempo que tomaba de griegos y romanos la razón y el derecho como formas históricas de caminar. Hoy sabemos que la historia no tiene por qué repetirse. Y los acontecimientos que vivimos nos indican que las teorías del fin de la historia, que tuvieron cierto eco a finales del siglo pasado, están equivocadas. Sin embargo, cuando el futuro no se trabaja e incluso no se planifica, algunas barbaridades históricas se pueden repetir. En el primer cuarto del siglo XX hubo una gripe que mató a 50 millones de personas y contagió a un tercio de la humanidad. La falta de preparación para el COVID-19 recuerda aquella tragedia, aunque dado los adelantos de la ciencia es muy difícil que lleguemos a aquellos extremos. Pero lo que es evidente es que no planificar el futuro y no prepararse para los riesgos existentes lleva con frecuencia a que se repitan tragedias. En los millones de años que lleva existiendo la tierra hubo extinciones de la vida o la vegetación impresionantes. Hoy, con el calentamiento global provocado por nuestros modos de consumo, somos nosotros mismos los que estamos provocando una extinción, por no querer planificar un uso diferente de la energía.
Y es que es verdad, la historia puede en cierto modo repetirse. La masacre de 1932 en El Salvador tuvo causas parecidas a las que provocaron 70.000 muertes civiles durante nuestra guerra de los años ochenta. Planificar el futuro corrigiendo errores es indispensable para que las situaciones trágicas o dolorosas no se repitan. Estamos ahora sufriendo una pandemia para la que sanitariamente no estamos preparados. Nunca se ha querido hacer una reforma radical de nuestro débil y mal dotado sistema de salud. Ni siquiera al estilo de Costa Rica, que por cierto es de los países latinoamericanos que mejor se está defendiendo en estos momentos frente a la pandemia. Según los cálculos de algunos médicos, en el país existen unos cien ventiladores mecánicos en el sistema público. Y por supuesto no todos podrían ser utilizados para neumonías provocadas por la COVID-19, puesto que hay otras situaciones de enfermedad que requieren su utilización. Imaginemos que llegamos a los mil enfermos (lo cual es relativamente fácil, pues ya superamos los cuatrocientos). Y que el 10 % de esos enfermos necesitaran ventilador mecánico. Nuestro sistema quedaría fácilmente colapsado.
En todas las emergencias los Estados suelen recurrir a la deuda para solventar los problemas más urgentes. Nosotros hemos acumulado ya tanta que nos cuesta más conseguirla. Si pensáramos seriamente en una reforma fiscal tendríamos más recursos y más capacidad de pago cuando necesitáramos deuda. La población de tercera edad se va a multiplicar por tres en los próximos 40 años. ¿Podremos seguir con un sistema de pensiones que solo atiende al 24 % de los que están en edad de recibir pensión? El salario digno es una de las mejores formas de salir de la pobreza, pero lo mantenemos en un mínimo que difícilmente posibilita salir de la pobreza. Nuestro sistema educativo solo gradúa de bachillerato al 40 % de los jóvenes en edad de graduarse. Y de esos, casi la mitad han estudiado unos bachilleratos tan débiles que prácticamente les impide continuar con una formación seria tras su graduación. En esta sociedad de la inteligencia, ¿podremos llegar al desarrollo económico y social con un capital intelectual escaso? O cambiamos, o estaremos repitiendo cíclicamente los mismos males de siempre. Si no planificamos un futuro distinto, si no reformamos con seriedad la sanidad, la fiscalidad, la educación, las pensiones, los salarios, y una serie de temas más, nos veremos abocados al estancamiento y a la repetición de los males que tradicionalmente criticamos.