René Martínez Pineda
Escuela de Ciencias Sociales, UES
Mucho se habla –y se seguirá hablando- de los resultados electorales del 3 de febrero, y de cómo éstos han generado una gran expectativa en la población, en el sentido de verse como una posibilidad real de cambio social en el país, tanto de la lógica política como de las condiciones de vida del pueblo, lo que en sociología se conoce como “revolución democrático-burguesa”, en cuanto punto de apoyo para arribar al socialismo con cierta ventaja política. A estas alturas (un mes y medio del nuevo gobierno) desde la perspectiva de la sociología política podríamos decir, que la meta es lograr que el protagonismo popular de febrero se traduzca en cultura política y en participación social en los frutos del crecimiento económico, tanto para las bases de los ganadores como para las de los perdedores. Lo último se logra a través de las políticas sociales, las cuales (distintas del asistencialismo y de la demagogia) no son ningún invento reciente, pues surgieron como tales en el inicio del siglo XX (con sus respectivos indicadores) y fueron consagradas, a partir de 1945 en lo que se dio en llamar Estado de Bienestar cuyo objetivo –que al final resultó ser una falacia- era que se democratizara la riqueza lo cual nunca sucedió, porque eso hubiera sido atentar contra el sistema.
Sin embargo, en estos veinticinco años la realidad mundial (y los movimientos sociales en torno a ella) ha cambiado mucho. La forma en cómo se comprende y se vive la ideología, las formas de lucha, los criterios de dignidad e identidad, las necesidades sociales y los principales índices socioeconómicos y culturales -que eran la base de medición de la sociedad industrial- dejaron de estar vigentes o de ser útiles tal cual estaban pensados, y hoy se vuelve necesario readecuar todos los instrumentos e índices de análisis para poder comprender las transformaciones de la sociedad y ante todo, las del Estado debido a que el mercado y el poder económico subyacente son cada vez más globales, mientras las instituciones políticas y el poder que de ellas surge siguen en buena parte ancladas al territorio local.
Esas paradojas global-local y economía-política se han traducido en una seria y continua fragmentación institucional y en una pesadez burocrática, razones por la que los gobiernos de la región continental han perdido fuerza hacia arriba (instituciones supraestatales sin hegemonía popular que están al servicio de los más ricos); hacia abajo (procesos de descentralización amañados que benefician a la empresa privada); y hacia los lados (con un gran incremento de los asocios públicos-privados que van expropiando la esencia de lo público; privatización de los servicios públicos; organizaciones sin fines de lucro que han hecho de lo público un nicho financiero y se dedican a administrar la pobreza y a “chupar” la ayuda internacional. La sumatoria de todas las circunstancias anteriores ha hecho de la democracia una propiedad privada, que suele disfrazarse de gestión pública. En ese sentido, el siglo XXI ha develado que el Estado no es ya –ni en términos formales- la representación democrática y neutral de un conjunto de individuos con conciencia de clase, sino un simple actor más en el escenario social y no el más fuerte en la dinámica del mercado. Siendo así, el resultado del 3 de febrero debería traducirse en la construcción de una ciudadanía que sea más fuerte que el Estado, el gobierno y el mercado juntos, lo cual significaría un cambio de paradigma social y una redefinición estratégica de las políticas sociales. Ese tipo de ciudadanía podríamos llamarlo ciudadanía hegemónica o supra-ciudadanía.
Más allá de las simpatías o antipatías que pueda generar el presidente Bukele, lo cierto es que, por un lado, no se puede negar que estamos frente a un nuevo y fulminante liderazgo; por otro lado, que estamos inmersos en una coyuntura que obliga a la sociología a readecuar el constructo teórico sobre el cambio social; por otro lado más, que vivimos en una coyuntura especial que podría significar una tercera ruptura histórica de gran magnitud en el país (la dictadura militar, la guerra civil que culmina en los acuerdos de paz serían las dos rupturas previas) en tanto implique cambios en la época o lo que podríamos denominar como un cambio de época. Las dos rupturas anteriores significaron, al final, cambios en la época pero no un cambio de ésta. Y es que las dimensiones de cambio son muchas, pero que ellas impliquen un cambio de época por su sola presencia no es cuestión de una sumatoria simple de hechos, ya que ese tipo de cambio implica otra lógica de acción política y otras condiciones de vida en las que se vayan resolviendo los múltiples rumbos de la desigualdad. Como prueba de ello se puede mencionar que después de las primeras dos rupturas históricas el nivel de concentración de la riqueza en pocas manos ha sido no sólo mayor, sino que también más vertiginoso producto de la privatización. Seguramente el pueblo no pensaba en ese tipo de cambio social en los días de esas dos rupturas.
Hablando de un cambio de época, si ese llega a ser nuestro caso como país es conveniente considerar que algunos de sus signos son por un lado, el surgimiento de nuevos valores e identidades en el imaginario simbólico-cultural que, como cultura política democrática, tiene una lógica clasista más flexible, en tanto acepta y reconoce como válidos los intereses de las fracciones de clase; por otro, que se dan nuevas formas de acción política colectiva que, combinando lo real con lo virtual, van más allá de los partidos, las organizaciones sociales y los sindicatos clásicos. En otras palabras un signo de la posibilidad de un cambio de época es la apertura de nuevos espacios consultivos, deliberativos y participativos en el sistema democrático, además, el surgimiento de “otra” burocracia cuyo puntal sea la formulación de políticas sociales estratégicas de amplio espectro.
Y es que las políticas sociales para que sean efectivas en el menor tiempo posible, deben tener como agenda de intervención cuatro rubros: protección y cualificación de las condiciones de seguridad social; generación de empleos cada vez más calificados para entrar en el mundo de la nueva tecnología; género; y disminución significativa de la exclusión social en todas sus formas. Al ser así las políticas sociales estarían siendo parte de la creación de marcos políticos, sociales y económicos bajo el monitoreo constante de un gobierno multisectorial y en red.