Luis Armando González
En El Salvador actual hay señales bastante claras de que se asiste a un cambio en la mentalidad colectiva; un cambio respecto a la mentalidad colectiva que se fraguó prácticamente desde el final de la guerra civil (1981-1992) y se afianzó en las dos décadas siguientes. En concreto, me refiero aquí a la visión cultural –forjada en esas décadas— referida no sólo a las maneras de conseguir el bienestar personal y familiar, sino a lograr el éxito en los negocios y las profesiones.
Lo que se incubó y floreció en esos momentos, en lo relativo a los temas apuntados, fue una visión según la cual todo estaba permitido para alcanzar el bienestar y el éxito, lo cual se expresaba en la adquisición de bienes materiales, el consumo, los viajes y los logros profesionales y académicos. En los años noventa, la sociedad salvadoreña salía de un ciclo de lo público –para usar una terminología de Albert Hirschman (1915-2012)— y entraba a un ciclo privado[1]. Esto coincidió con un acelerado proceso de reforma económica de corte neoliberal y con una reforma educativa inscrita en la lógica de la reforma económica, lo cual a su vez abría las puertas del país a los influjos económicos y culturales de la globalización.
Desde medios de comunicación, instancias empresariales e instituciones políticas y educativas se alentó una cultura del éxito fácil, el consumismo, la ostentación y la rentabilidad. El “todo se vale” se instaló como un proceder legítimo, que se tradujo en comportamientos que usualmente estaban en los bordes de lo legalmente permitido o que, en sus manifestaciones extremas, transgredían la legalidad. Por supuesto que hubo quienes inscribieron sus actividades en el marco de lo legal, construyendo su bienestar personal y familiar a partir de una dedicación extenuante al trabajo honrado. Era imposible, en los años noventa e incluso en la primera década del siglo XXI, que estos salvadoreños no se les considerara un modelo a seguir, un modelo que, desde criterios éticos, se contraponía a quienes construían su bienestar de forma ilícita.
Como trasfondo de la valoración que se hacía de estos salvadoreños incansables para el trabajo estaba la concepción, arraigada desde tiempos pasados, según la cual algo característico, y positivo, de la gente del país era su laboriosidad. Por consiguiente, en esa visión, ganarse la vida trabajando mucho, era algo encomiable; y obvio que no solo las personas se sentían orgullosas de hacerlo y de presumir lo que lograban con su trabajo, sino que socialmente gozaban de estima pública. Mi papá –carpintero y albañil, cuyo nombre era Armando de Jesús González— me decía cuando yo era niño: “hijo, el trabajo dignifica”. Y el gran poeta Antonio Machado (1875-1939) apuntó, en uno de sus versos finales de “Retrato”, algo que aplica perfectamente a esta visión del trabajo como algo loable (transcribo todo el poema debido a su gran belleza estética y humana):
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Pues bien, en El Salvador actual, esta visión del trabajo como algo loable, a lo cual las personas se pueden dedicar con orgullo y reconocimiento social positivo, se está desmoronando de modo acelerado. No tengo claro qué está sucediendo con las formas ilícitas de obtener bienestar; quizás algunas de ellas estén en retroceso o han sido anuladas, en tanto que otras es posible que sigan vigentes. Sin embargo, se asiste en el país a una situación en la cual la visión de ganarse la vida –y lograr bienestar personal y familiar— trabajando incansablemente está siendo reemplazada por otra, según la cual quienes trabajan incansablemente (o incluso quienes trabajan moderadamente) hacen algo negativo, pernicioso, ilegítimo e incluso ilegal.
Lo que hasta hace unos cinco años atrás se daba por indiscutido –que la búsqueda de bienestar, mediante la laboriosidad, era algo de lo cual había que enorgullecerse por ser algo idiosincrático del salvadoreño— desde hace cinco años para acá ha pasado a ser visto, primero, como algo censurable y, luego, como algo prohibido. Y, así, hay grupos sociales que de hecho (más que de derecho) se están viendo impedidos para construir o mantener su bienestar (poco o mucho) ejerciendo sus capacidades para el trabajo y la laboriosidad. Para la visión a la que se está renunciando a marchas forzadas quienes se las ingeniaban para ganarse la vida en con alguna ocupación eran dignos de elogio –o sea, “emprendedores” ejemplares—; en la nueva visión, ese ingenio no sólo está siendo obstaculizado de mil maneras, sino que se lo ve como algo malsano e incluso ilegal.
Se trata de un cambio extraordinario no sólo en la valoración social del trabajo –que está dejando de ser algo que dignifica—, sino en el papel de éste en la consecución de metas éticamente legítimas para las personas, como la de vivir mejor (en términos de bienestar material en su vivienda, su alimentación, su salud, su educación y su esparcimiento). Al cerrarse la ruta que ofrece el trabajo para acceder a una vida mejor se abren tres rutas posibles: a) la de dedicarse a actividades ilícitas para asegurar el bienestar personal y familiar; b) la de abandonarse a la pobreza; y c) la de emigrar al extranjero, con la especial preferencia –pese a las señales adversas para tal propósito— por EEUU.
No se puede predecir hasta dónde se afianzará en la mentalidad colectiva de los salvadoreños esta nueva visión del trabajo y la laboriosidad. Choca con la supervivencia, y ahí radica su debilidad. Pero no se sabe lo que pueda suceder en una sociedad a la que le cuesta sacudirse las visiones fantásticas de la realidad.
[1] Albert Hirschman, Interés privado y acción pública. México, FCE, 1986.