José María Tojeira
La vida de una persona no se puede condensar en un solo día. Y la vida de Mons. Romero no la podemos encerrar en una fiesta, y olvidarla al día siguiente, en el que la rutina, el trabajo y la civilización del capital tienen el control. Celebraremos los 45 años de su muerte generosa, que como todas las muertes de los profetas generan vida, esperanza, memoria, y transforman criterios, actitudes y realidades.
Como con todos los profetas, no faltan personas que los quieren domesticar después de haberlos matado o de ser indiferentes ante su muerte. Se les celebra para olvidarlos, no para prestar atención a sus palabras y relanzar la historia hacia la justicia y el cambio social. Sin embargo a San Óscar Romero es muy difícil manipularlo. Por más que se haga, aun pintándolo en los escenarios del poder, es imposible olvidar su palabra enérgica condenando la pobreza injusta, denunciando la riqueza opresora y ordenando el cese de la represión a un poder que no dudaba en asesinar y en proteger al asesino.
Hoy continúan teniendo fuerza entre nosotros formas ideológicas opresoras y violentas como el racismo, el machismo o la aporofobia. Padecemos una forma autoritaria de gobierno que absorbe y concentra en el poder ejecutivo la vieja y nunca perfecta separación de poderes, y que somete a las personas a la grave inseguridad jurídica de un poder sin reglas. El prolongado régimen de excepción que vivimos está encaminado, al menos en los últimos tiempos, más a sembrar miedo que a superar plenamente la violencia. La amenaza de la minería se ganaría de nuevo la condena de Romero contra el becerro de oro.
La permanencia de una pobreza injusta, de una vulnerabilidad social y económica que angustia y continúa invitando a la migración, el atraso en reconsiderar el necesario aumento del salario mínimo, nos muestra una sociedad en la que la propaganda se mezcla con frecuencia con la hipocresía. Cuando además de lo dicho, denunciar la corrupción o el trato infame que se le da tanto a los presos como a sus familiares puede significar persecución para quien lo hace, ¿cómo debemos recordar y celebrar a Monseñor Romero?
Siempre como a un salvadoreño que nos invita al cambio social, que nos pide una transformación personal que nos impulse hacia valores solidarios. Nos enseña a fijarnos en la realidad y a estar al lado del que sufre, a cambiar estructuras opresoras y toda forma de abuso y prepotencia. Nada le importaba tanto como la vida humana al tiempo que insistía en que “la construción de la justicia social es la tarea más urgente”. Esa justicia social que está puesta en el numeral uno de nuestra Constitución y que ha estado tan olvidada por los gobiernos desde que la constitución se aprobó en 1983.
En honor de Romero la ONU declaró el 24 de marzo como el Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación a las Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas. ¿Hemos sido capaces de reconocer la verdad ante las víctimas? Romero continúa exigiéndonos sinceridad en vez de falsedad o propaganda con luces de colores. No basta con decir que era un hombre santo y bueno, o que es el salvadoreño más conocido universalmente. Recordar es volver a pasar los acontecimientos o las personas con sus significados por la hondura de nuestra interioridad. Si eso no nos mueve a una acción en favor del bien común, de la defensa de los derechos humanos o de la solidaridad activa con los que sufren, algo falla en nuestra manera de festejar y de recordar. San Óscar Romero sigue llamándonos a construir una nueva civilización desde los valores del Evangelio, desde la prioridad del trabajo sobre el capital, desde la construcción de la justicia social entendida como plenitud de los derechos básicos del ser humano. Recordarle es actuar, es servir, es cambiar criterios falsos, es crecer en generosidad y servicio. Prepararnos para la fiesta del 24 de marzo es comprometernos en el trabajo permanente contra la injusticia social. Solo así llegaremos con dignidad a su fiesta y podremos decir que queremos caminar con él.