Catatumbo / AFP
Héctor Velasco
La siembra prohibida se había disparado y la región colombiana de Catatumbo era un mar verde de cultivos de coca. Pero Alex Molina nadó a contracorriente y convenció a otros de seguir sus pasos: arrancar las matas a cambio de promesas que el Estado cumple a cuentagotas.
Arrepentimiento. Rabia. Cansancio. A los 34 años, Molina rumia su frustración camino al encuentro de familias agobiadas como él que denuncian retrasos e incumplimientos oficiales.
Las quejas van de casa en casa en Puerto Las Palmas, la aldea donde viven, en los límites con Venezuela. Hay «niños aguantando hambre, familias desesperadas por no tener ningún tipo de ingreso», denuncia este líder comunitario.
«El programa de sustitución (voluntaria de narcocultivos), tras que me dejó la ruina, me deja con una inseguridad total», añade a la AFP. Desde enero de 2018 Molina ha recibido 22 amenazas. Los armados lo quieren lejos o muerto.
También en este tiempo aprendió a convivir con las burlas de algunos vecinos, que paradójicamente podrían ser un salvavidas. Son los campesinos que rechazaron la oferta estatal y decidieron seguir con la siembra, pese a que podría ser erradicada a la fuerza.
«Defendería la mata de coca con mi cuerpo, con toda la gente que me acompaña, porque es la única opción», sostiene.
Raspachín desde los 12 años, como se les conoce a los recolectores de hoja de coca, Molina pasó de ser un entusiasta de la sustitución de cultivos a defender su conservación.
En Catatumbo «la coca» reina y solo los plantíos garantizan el acceso al crédito. Quien no cosecha, recolecta o procesa la hoja difícilmente puede sacar fiado en los comercios. El efectivo circula por temporadas y guerrillas y otros grupos armados cada tanto tiñen de sangre el mar verde de coca.
Molina y su gente ahora creen que se apresuraron a desprenderse de los sembradíos.
– «Vamos a cumplir» –
Con 28.260 hectáreas, Catatumbo se convirtió en 2017 en la tercera zona con más narcocultivos de Colombia, el principal productor mundial de cocaína.
Ese año los rebeldes de las FARC depusieron las armas tras firmar la paz, mientras esta zona petrolera se zambullía en la materia prima de la cocaína, la droga que pese a la persecución sigue saliendo por toneladas desde Colombia hacia Estados Unidos, el mayor consumidor.
El acuerdo de paz impulsó los convenios de sustitución. Molina y 40 de las 65 familias de Puerto Las Palmas acordaron en noviembre de 2017 arrancar sus arbustos a cambio de una ayuda escalonada que les permitiría subsistir legalmente.
No era la primera vez que apostaban por dejar la actividad. Años atrás habían fracasado y culpado al Estado. Ninguna siembra tradicional resultaba rentable. A diferencia de la coca, que se procesa cerca o en el mismo sitio donde se cultiva, otros productos deben ser comercializados fuera y las pésimas vías que conectan a Catatumbo encarecen los fletes.
En Colombia casi millón y medio de personas (3% de la población) viven en zonas con cultivos ilegales, que alcanzaron el récord de 171.000 hectáreas a nivel nacional. Un tercio de esos colombianos, representado en 130.000 familias, acordó dejar la siembra.
Al cabo de dos años, según el programa de sustitución voluntaria, cada familia recibiría recursos equivalentes a 10.330 dólares en pagos directos y proyectos productivos. Antes de lo convenido, Molina y los demás ya habían destruido sus cultivos y recibido un primer desembolso.
Lo que siguió Molina lo describe como «incumplimiento continuo» de los gobiernos del expresidente Juan Manuel Santos y de su sucesor Iván Duque, resuelto a endurecer más la política antidrogas presionado por Estados Unidos.
«A las familias les vamos a cumplir y estamos enfrentando con valentía política los problemas que heredamos», afirma a la AFP Emilio Archila, alto consejero presidencial en este tema. El responsable aseguró haber encontrado un programa desorganizado y sin financiamiento.
Los campesinos de Puerto Las Palmas ya recibieron los primeros 12 millones de pesos (unos 3.800 dólares) acordados, según el gobierno. Solo que con «un retraso de seis meses», alega el líder comunitario. Las autoridades restan dramatismo a sus denuncias.
– Verde esperanza –
En la aldea esperan un plan de choque que evite la resiembra. «La gente que se quedó con la coca son la esperanza», subraya Molina, aunque volver a la actividad bien podría llevarlo a prisión.
Luis Portilla enfrenta ese mismo riesgo a sus 63 años. También él eliminó sus narcocultivos, cansado de la zozobra de que un día el ejército lo dejara sin nada.
Y aunque quiere plantar cacao y seguir con la crianza de cerdos en la finca donde antes tenía narcocultivos, duda de que después de bregar tanto para obtener los 12 millones iniciales, los demás desembolsos lleguen a tiempo.
«Esos que no quisieron firmar el acuerdo son los que de pronto nos den comida, porque si el Estado no nos cumple les tocará a ellos darnos» empleo, afirma.
Pedro es uno de esos. Desconfiado, pide ser llamado así para evitar problemas. Cuando se estaba negociado el plan de sustitución, propuso sin éxito que el Estado desembolsara el total de la ayuda en dos cuotas. Siguió en la actividad.
«Tenemos los créditos y tenemos la mata que nos da la comida, mientras los que arrancaron están sin la mata, sin plata, sin la comida». En su finca crece una nueva siembra de coca. Dentro de poco necesitará raspachines.