Luis Armando González
En un tiempo pasado no tan lejano -cuando Albert Camus (1913-1960) vivía- llamar a alguien de moralista suponía un reconocimiento extraordinario. El sentido positivo de la expresión cobró plena vigencia hacia 1700-1800, cuando destacados pensadores británicos (por ejemplo, Adam Smith, Thomas Payne, Jeremy Bentham) fueron calificados moralistas, con lo que reconocía su enorme ascendencia moral sobre sus contemporáneos. En el último tramo del siglo XIX y hasta pasada la primera mitad del siglo XX, la connotación positiva del término se mantuvo y, en razón de ello, a Albert Camus -con una significativa obra moral, como veremos- se le pudo caracterizar de esa forma; lo mismo que se hizo con Mahatma Gandhi, Martin Luther King y Nelson Mandela, por citar a otros tres grandes moralistas de tiempos recientes. De entrada debe quedar claro que, partiendo de estas importantes figuras, un moralista es alguien que promueve, en sus palabras y acciones, ideas, valores y opciones que ponen a la dignidad humana y a la realización de las personas, en mayor libertad y felicidad, en el centro de sus preocupaciones y compromisos.
En las dos décadas finales del siglo XX (o incluso antes), la palabra “moral” comenzó a teñirse de un tinte conservador, reaccionario y tradicionalista, dando lugar a que la palabra “moralista” se usara (o se pensara que solo servía) para referirse a personas que defendían o buscaban imponer valores, creencias y opciones conservadoras, no exentas de justificaciones de tipo religioso. La moral se vio contaminada de influencias religiosas (cristianas católicas, cristianas evangélicas, judías o musulmanas, según los contextos), y los moralistas seculares, laicos, ateos o liberales desaparecieron (o quedaron relegados) de la escena pública, quedando los moralistas religiosos (o casi religiosos) imponiendo sus prejuicios y mitos. Es una lástima que las cosas se encaminaran por esa ruta, en la cual, en distintas naciones y ambientes culturales, se continúa en el presente.
Pues bien, Albert Camus nos remite a una época en la cual la moralidad no estaba en manos exclusivas de sectas o grupos religiosos conservadores, sino que la misma tenía otros cauces. Entre ellos, el labrado por Camus, quien promovió, no solo en formulaciones escritas, sino en su comportamiento, una moral laica de tipo libertario. No elaboró ni divulgó una reflexión ética (una filosofía), sino ideas-exigencias morales que sirvieran de guía para acciones y comportamientos efectivos, siendo él el primero en tratar de cumplir con las mismas. Es decir, lo suyo fue, entre otras cosas -pues fue ensayista, periodista, dramaturgo y filósofo-, una obra moral, la cual dejo tal huella en su tiempo -y, lamentablemente, muy poco en el nuestro- que no es descabellado considerarlo como un moralista laico y libertario. Es este perfil de moralista de Albert Camus el que queda retratado en sus Escritos libertarios (Barcelona, Tusquets, 2014), en la cual sus ideas y acciones morales cobran vida al calor de las luchas y denuncias concretas en las que el autor intervino de forma decidida.
Fueron muchas las batallas de Camus en favor de la dignidad y libertad de sus semejantes. No se dedicó a elaborar conceptos abstractos y esencialistas, sino ideas y tomas de posición fraguadas al calor de experiencias y situaciones hirientes y dramáticas antes las que él consideraba que no podía ser indiferente. Algo hiriente para Camus fue la situación de los condenados a muerte, los presos y los exiliados en la España franquista. Fue duro en sus juicios contra Franco y en sus juicios contra una Europa que, al darle legitimidad (por ejemplo, dándole un lugar en la UNESCO), se convirtió en cómplice de sus atrocidades en contra de los republicanos. “¿Quién se atreverá a decirme -escribió- que soy libre cuando mis amigos más nobles están en las cárceles de España?”.
España -la España quijotesca, como él la llamó- fue uno de los principales desafíos morales de Camus, pues sentía como propios las persecuciones y los exilios que padecían las víctimas del franquismo. “Con la pluma -anota Fredy Gómez en su texto de homenaje al pensador francés-, con la palabra y con la acción, Camus aportó un apoyo decidido y constante a esa mitad de España que, exiliada, combatiente y mártir, se empeñaba en alterar el orden de las cosas, reivindicando su inalienable derecho a la libertad y al retorno… Amaba profundamente a esa España rebelde y quijotesca, cuya singular historia conocía bien”.
España no fue la única preocupación de Camus. También se comprometió decididamente, entre otras, con la causa de los objetores de conciencia, el pacifismo, las luchas sindicales y la resistencia ante los totalitarismos. Siempre que estuvo en jaque la libertad, la dignidad y la felicidad de personas concretas, Camus tomó posición en la denuncia y la participación en actividades que ayudaran -casi siempre consciente de lo limitado no sólo de esa ayuda, sino de sus propias capacidades- a las víctimas. En un encuentro con los trabajadores del libro comentó: “Personalmente me niego con toda mis fuerzas a ser considerado un guía de la clase obrera. Es un honor que declino. Siempre estoy en la incertidumbre y necesito constantemente que se me ilumine”.
Pero sus incertidumbres no le impedían ser firme en su compromiso con ideales morales últimos, como la libertad, la dignidad humana, la justicia y la paz. En 1955 escribió un texto en homenaje a Eduardo Santos -expresidente colombiano y exdirector del periódico El Tiempo, exiliado en Francia-, texto que es una joya moral en pro de la libertad, así cómo de las amenazas que se ciernen sobre ella desde el poder. Las ideas que se citan a continuación son solo una muestra de la densidad del mensaje y de las posturas morales de Camus.
“Hoy la libertad -le dice a Santos- no tiene demasiados aliados. He llegado a decir que la auténtica pasión del siglo XX era la servidumbre. Era esta una palabra amarga y que no hacía justicia a todos estos hombres, entre los que usted se cuenta, y cuyo sacrificio y ejemplo todos los días nos ayudan a vivir. Pero solamente quisiera expresar esta angustia que siento cada día ante el debilitamiento de las energías liberales, la prostitución de las palabras, las víctimas calumniadas, la justificación complaciente de la opresión y la admiración maníaca de la fuerza. Vemos proliferar a esta gente de la que se ha podido decir que parece hacer del gusto por la servidumbre un ingrediente de la virtud. Vemos a la inteligencia buscar justificaciones para el miedo, y encontrarlas sin problema, puesto que cada cobardía tiene su filosofía. La indignación se calcula, los silencios se conciertan… Todos huyen de la auténtica responsabilidad, la fatiga de ser fiel o de tener una opinión propia para caer sobre los partidos o las falanges, que pensarán, se indignarán y finalmente calcularán en su lugar”.