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Camus, un moralista laico y libertario (II)

Luis Armando González

Y más adelante, afirmaciones contundentes como estas:

“El bienestar del pueblo, en especial, siempre ha sido la coartada de los tiranos y además ofrece le ventaja de dar buena conciencia a los sirvientes de la tiranía”.

“Esos mismos que utilizan semejantes coartadas saben que se trata de mentiras; dejan a sus intelectuales de guardia la tarea de creer en ello y demostrar que la religión, el patriotismo o la justicia exigen para continuar el sacrificio de la libertad”.

“La libertad no muere sola. Al mismo tiempo, la justicia se exilia para siempre, la patria agoniza y la inocencia se vuelve a crucificar todos los días”.

“La libertad de cada uno encuentra sus límites en la de los demás; nadie tiene derecho a la libertad absoluta. El límite donde empieza y termina la libertad, donde se ajustan sus derechos y sus deberes, se llama la ley y el propio Estado debe estar sometido a la ley”.

“La libertad de prensa es quizá la que ha sufrido más por la lenta degradación de la idea de libertad. La prensa tiene sus chulos como tiene sus policías. El chulo la prostituye, el policía la esclaviza y cada uno toma al otro como pretexto para justificar sus intrusiones”.

“Con la libertad de prensa, los pueblos no están seguros de ir hacia la justicia y la paz. Pero sin ella, están seguros de no ir. Porque solo se hace justicia a los pueblos cuando se reconocen sus derechos y no hay derecho sin expresión de ese derecho”.

De ese tenor eran las ideas libertarias de este intelectual francés. No eran solo ideas, sino directrices para la acción y el compromiso con la libertad, la justicia y la dignidad de seres humanos concretos, que vivían injusticias, padecían exilios, estaban en manos de asesinos o eran oprimidos.

En tiempos en lo que se cree que las personas serán mejores (en decencia, buenas maneras, respeto a lo ajeno y servicio a lo demás) recibiendo una “inducción” o un curso de Ética, leyendo y aprendiendo un decálogo de buena conducta (se les suele llamar decálogos “éticos”, pero son decálogos morales) o adscribirse a alguna religión, el leer y meditar sobre las ideas y compromisos de moralistas como Albert Camus nos hace caer en la cuenta de que esos no son los caminos que se tienen que seguir. De hecho, lo poco que se logra con esos esfuerzos en el desarrollo de una fibra moral en las personas es más que evidente en una sociedad como la salvadoreña. También es evidente, en nuestra sociedad, lo poco eficaces o poco alentadores que son los resultados que se obtienen de los esfuerzos formativos en temáticas de derechos humanos, las cuales tienen ciertamente un enorme contenido moral.

A este respecto, pareciera ser que no es tan cierto el supuesto de que el irrespeto de los derechos humanos se debe a un desconocimiento de los mismos y que de lo que se trata es de superar ese desconocimiento (con cursos, seminarios, charlas, “inducciones”, etc.) para que la situación sea mejor. No es que no sea importante que las personas conozcan de derechos humanos (normas, contenido, historia), pero el traslado de ese conocimiento a la práctica no es automático. Es como si alguien, para usar una bicicleta, leyera sobre su funcionamiento y la aerodinámica que le es propia y creyera que, con ese conocimiento, está listo para montarse sobre (y desplazarse en) ella. Aprender a usar una bicicleta, o aprender a nadar, es algo práctico, y las nociones teóricas en sí mismas sirven de poco sino hay una actividad práctica en la que se realiza el aprendizaje correspondiente. La moral es también algo práctico. Y se aprende en la práctica: la de confrontarse con injusticias reales y tratar de repararlas.          

No hay como la confrontación directa con el dolor ajeno para que se salga a relucir lo que Adam Smith llamó “instinto moral” que, como tal, no requiere de la lectura de tratados de filosofía ni de ser miembro de una iglesia. Sentir el dolor ajeno como propio y estar dispuestos a socorrer a quienes sufren o son vulnerables a riesgos y abusos: esta es la raíz de la moralidad humana. Es a ello que se tiene que apelar, y lo que se tiene que cultivar, si que quiere contar con ciudadanos con una firme fibra moral. Esto debe comenzar desde la tierna infancia, porque una crianza y educación (en la etapa infantil) mal enfocadas pueden torcer el rumbo del “instinto moral” y abrir cauces a esa otra dimensión de la naturaleza humana que es el egoísmo competitivo. La cultura vigente en El Salvador alienta fuertemente ese egoísmo competitivo y cualquier esfuerzo moral debe hacerse cargo del mismo, pues lo más probable es que las enseñanzas “éticas” (o sea, la enseñanza de preceptos, códigos, decálogos o normas morales) resbalen en la conciencia y mente de los oyentes.   

Torcido el rumbo del “instinto moral” en la niñez y la adolescencia, será difícil reencontrarlo en la edad adulta, por más decálogos y e iglesias que se tengan a mano. Hacerse cargo de los conflictos, dolor, sufrimiento y amenazas que se ciernen sobre otros puede ser de gran ayuda para ello. También puede ser de ayuda aprender a dar concreción a los preceptos morales pues, si solo se quedan en el cuaderno o en la memoria, de poco servirán como criterios morales de acción. Acercarse a moralistas laicos como Albert Camus puede ser un recurso extraordinario para cultivar una moral del compromiso público, ajena a sectarismos, dogmatismos religiosos y fanatismos políticos.           

Por último, no me resisto a hacer una alusión a las diferencias que existieron entre Albert Camus y Jean Paul Sartre. Fueron, entre otras cosas, diferencias morales. Este último, no dudó en ser cómplice de los abusos del comunismo soviético, en tanto que Camus creyó que era su deber denunciarlos por ser una afrente a la libertad humana. Es obvia mi simpatía con este último. Me identifico, además de con sus posturas morales, con su talante moderado y la conciencia de la falibilidad e incertidumbre de sus argumentos. No me gustan -ni me gustaron cuando era estudiante de filosofía- las certidumbres totalitarias presentes en las posturas de Sartre. Tengo por cierto que los seres humanos -cualquier ser humano, sin importar su poder político, riqueza o nivel de estudios- no somos infalibles, sino todo lo contrario: nos equivocamos una y otra vez, pues el error y la imperfección están en nuestra naturaleza. Cuando alguien no opina, sino que pontifica, creyendo que la verdad habla por boca suya, mi rechazo -instintivo- es inmediato. Eso me llevó a rechazar a Sartre y a preferir a Camus.    

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