Carlos Girón S.
Hay por aquí, for sale por allí y por allá, shop tantos y tantos que van no como robots, drugstore sino como zombis, con alma, pero aún dormida, amodorrada, sin apenas tener el aliento o deseo de alzar la mirada y contemplar las excelencias de la Vida, los dones de Dios que ella encierra para la gracia y felicidad de nosotros los mortales, a todos quienes parece arrastrarnos y atropellarnos el tropel por alcanzar bienes materiales, considerando equivocadamente que su posesión nos dará la tan ansiada felicidad y que cuanto más tengamos de tales bienes, más felices seremos y podremos reírnos de la vida.
Jalonados, o empujados, por el tropel de las multitudes autómatas, no paramos un minuto para ver a nuestro rededor, ante nosotros y dentro de nosotros, las riquezas de orden inmaterial pero tan reales o más que las otras, que sí dan ingredientes para sentir, vivir y disfrutar la felicidad, la alegría de vivir, de ser seres conscientes y aptos para edificarnos vidas plenas.
Uno habla en sentido personal, pues es algo propio; no se puede hablar por los demás con derecho y propiedad, ya que cada quien es cada quien. Si se aventuran opiniones es porque la gente se mueve ante nuestra mirada y se puede advertir, casi adivinar lo que llevan por dentro. Sus expresiones, sus gestos y palabras son a menudo reveladores de lo que va palpitando por dentro en ellos. Hay una secreta e ineludible sincronía o empatía entre todos nosotros como humanos.
En el mundo se ven miles de hombres y mujeres de quienes se dice que tienen o ganaron millones en un tris. La primera pregunta que saltaría ante ellos sería: ¿son felices verdaderamente? ¿Se sentirán plenamente satisfechos con lo que tienen o han logrado?, pues a menudo, al volver la página se leen cosas tristes e infortunadas que revelan su infelicidad, su insatisfacción en la vida.
Pero… ¿a qué meterse en la vida de los demás? Cada quien es cada quien; cada uno vive su propia vida; la hace a su gusto y a su manera. “Yo tengo derecho a vivir mi propia vida”, se oye decir a veces. Y es cierto. Cada quien tiene lo que se gana, lo que merece. Y allí deberían dejarse las cosas.
Sucede, sin embargo, que a veces, la sensibilidad de muchos les lleva a desear que quienes sufren y están emproblemados, tuvieran mejor fortuna, por lo cual quisieran tender –y de hecho, muchas veces lo hacen–una mano de ayuda, ya sea en forma individual o unidos a asociaciones formadas con propósitos altruistas y humanitarios.
En lo individual, la fórmula es sencilla. Uno puede comenzar reconociendo, tomando consciencia plena de lo que en estos precisos momentos tiene en sus manos. Primero: lo más grandioso: el milagro de la vida; segundo, salud, y tercero, paz. Esta es una buena trilogía que se pudiera llamar Fortuna. La apreciación y valoración se puede expandir hacia los lados y hacia arriba, hasta alcanzar las estrellas, las galaxias, el fuego central, el asiento, el trono de la Inteligencia Divina, la Consciencia de Dios. Pensar en ello. Sentir una simbiosis con esa Realidad y atraerla como un rayo al santuario del propio corazón, y con tal pensamiento y sentimiento, morar allí unos cuantos momentos cada vez que sea posible, y hacerle siempre espacio a esta posibilidad. En esa condición, ¿qué? Guardar silencio. Aguzar la intuición y escuchar la queda voz de Dios. Creo que no hay fortaleza mayor en el mundo que esa; no hay más paz que esa que yace en la profundidad del ser, ni alegría y felicidad tan inmensas como las que brotan de esa fuente.
Parte del ritual debería ser incluir una oración matutina y una del anochecer. Nada cuesta, asomado a la ventana o la puerta de la casa, alzar la mente, la mirada y el sentimiento hacia lo que se muestra ante los ojos al despertar la mañana, con sus primeros celajes dorados, reflejando la Gloria del Altísimo que se cierne sobre nosotros y da origen a todos los dones de la existencia. Lo mismo al caer el crepúsculo y disponernos al reposo. Ver el titilar de las estrellas y sentir enlazarse nuestra alma con la luz y el esplendor que irradian en lo alto, a lo lejos, como estaciones de descanso en la senda que conduce hacia el Creador. Una práctica sencilla. Sin costo. Y de gran poder.
Desde la antigüedad, el faraón místico e iluminado, Akhnaton, de Egipto, nos enseñó a los hombres del futuro –que somos los de hoy– a hacerlo. Escribió su hermoso Himno a Atón, siendo este nombre el del símbolo del Dios viviente, que él sabía que existía como Ser único, fundando de esa manera el monoteísmo universal, desterrando el politeísmo. El Salmo 104 de nuestra Biblia Cristiana parece haberse inspirado en ese hermoso himno, un fragmento del cual me permito copiar aquí.
Himno a Atón
¡Oh Atón viviente, eterno Señor, apareces
resplandeciente!
Eres radiante, perfecto, poderoso,
Grande es tu amor, inmenso.
Tus rayos iluminan todos los rostros,
Tu brillo da vida a los corazones,
cuando llenas las Dos Tierras con tu amor.
Venerable Dios, autocreado,
Tú creaste todas las tierras y todo lo que
en ellas existe,
A los hombres, el ganado y los rebaños,
Todos los árboles que crecen de la tierra;
Viven cuando amaneces por ellos.
Eres madre y padre de cuanto has creado.
Cuando apareces, sus ojos te contemplan,
Tus rayos iluminan toda la Tierra.
Todos los corazones aclaman Tu presencia,
Cuando te elevas como Su Señor.
Cuando te ocultas en el horizonte occidental
del cielo,
Se postran como si muriesen,
Con sus cabezas cubiertas, su respiración cesa,
Hasta que de nuevo te elevas en el horizonte
oriental del cielo,
y sus brazos aclaman tu ka,
Cuando nutres sus corazones con Tu perfección.
Cuando lanzas tus rayos surge la vida
y todas las tierras lo festejan.
(…)
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