Ariadna García-Rodríguez (BBP Bethancourt)
Panamá, mayo de 2020
Si Managua, la ciudad consumida por la catástrofe del 72, aquí es hipérbole, como dice uno de sus versos en el Poema IV, es gracias a que Managua 38 grados es una composición poética que hace de cada enunciado, de cada iteración, la experiencia misma, vívida, del horror, de la pestilencia y de la descomposición, de la pérdida y de la vulnerabilidad, sobrepasando todo resquicio de un mero ejercicio tropológico para colocarnos en medio del caos y el abandono total. A manera de instancias ilustrativas sobre el retrato de la muerte, cruel pero exacto, que este trabajo poético nos presenta, se pueden mencionar: el Poema II, donde se describe cómo una mano con anillos de oro, que otrora acarició palabras o cuyo dedo pulgar supo de los primeros sabores, es devorada por una perra hambrienta; o en el verso “en ebullición están los cráneos” del Poema XXIX; o en el Poema XXXIII que dice “hemos buscado huesos entre la basura / una cadena como prueba de que está viva”. A pesar de la naturaleza inenarrable de un cataclismo de dicha magnitud, aquí la imagen poética se abre paso y da paso, dotando de forma, al dolor. Quizás por esto en el Poema IX, en el que la figura de la Tierra cobra voz, se nos advierte que “moldearse con grava estaría mejor para esta ocasión”, a lo que añadimos que la propuesta de lectura de este poemario es una convocatoria a moldearse en grava.
Precisamente por lo antes dicho, estamos frente a una obra cuyo pathos trágico despierta el mismo padecimiento en quien la contempla, superando la analogía absoluta del consabido tópico horaciano del ut pictura poesis, es decir que la pintura es como la poesía (en otras palabras, mímesis), para entregarnos, en la tradición del tableau vivant (cuadro viviente), más
bien un espectáculo al rojo vivo que nos transporta al allí de la mala hora, de ese diciembre del
1972 en Nicaragua. De esto da fe esa antesala del infierno de la imagen inaugural del Poema I, donde “[…] una reunión de temblores de tierra avisa/ que los árboles tienen sed” mientras las víctimas aún vivas “están cubiertas de polvo, muerte y ceniza/ [y] la tierra se asfixia con muertos/ y el hombre se atiborra de silencios”, cuyo saldo de “humo y fuego son el camino donde hubo vida”. La voz lírica nos hace descender al abismo, a través de esa senda de silencio, humo y cenizas, hilo conductor de la tragedia. Acá, ningún lector/lectora puede permanecer indiferente frente a esta hipotiposis última en tanto Managua 38 grados es la imagen fosilizada del pequeño Pablo en el Poema XXXI; es el reloj de la Catedral de Santiago, cuyas manecillas se quedaron fijadas en la noche del terremoto; donde Managua 38 grados es a la vez la imagen fotográfica de esa misma Catedral de la portada del libro, ahora hecha palabras.
A nivel estructural, el poema presenta una compleja coherencia entre fondo y forma, en la medida en que el caos de la hecatombe se labra en el cuerpo textual poliestrófico y polimétrico, construido en el crescendo de un estado febril de 38 secciones numeradas, cuyo ritmo interno se hace eco de la magnitud y oscilaciones de los estremecimientos sísmicos, verbigracia el Poema XXX, fragmentado en 5 sacudidas o partes. La composición zigzaguea a la par del recorrido de los sobrevivientes, por lo que transitamos la rapidez taimada del paso de la muerte en el parpadeo de 5 versos (Poema VIII) y seguimos la cadencia de una línea hecha estribillo mortal (Poema III); o admiramos la simpleza de 7 dísticos sobre un Dios y sus 7 necesidades (Poema XXIII) y habitamos la sobriedad de un conciso poema en prosa sobre el escape (Poema XXIV); o asistimos al vaivén de 120 líneas presentadas como diálogo teatral (Poema IX) y pasamos luego al collage de 15 estrofas de 4 versos (Poema XXXII), donde se juntan pedazos para conjurar en una sola imagen los adioses y el silencio. Dicha variedad expositiva es el andamiaje que da soporte al dispositivo telúrico del poemario, cuya fuerza transformadora humanizará lo divino, le dará corporeidad a las cenizas y unirá los opuestos, como veremos a continuación.
Por contraste a un Voltaire, el dieciochesco ilustrado francés, quien en homenaje a las víctimas del terremoto de Portugal en 1755, redacta su Poema sobre el Desastre de Lisboa1 y se pregunta de manera retórica, como argumento para su querella sobre la naturaleza de la justicia divina, “¿qué crimen, qué falta, han cometido esos niños ahora aplastados y sangrantes sobre el seno maternal?”, en el poemario que nos ocupa la voz lírica nos descoloca y desarma con preguntas de la misma índole pero desde la perspectiva de quien ha vivido el infierno en carne propia, verbigracia, “¿qué tonadilla se canta a los niños sepultados?/¿una canción de cuna es promesa para otras vidas?” (Poema X). Nuevamente en su poema, dirigiéndose a un Dios lejano y abstracto, Voltaire cuestiona “¿quién necesita la elección de un Dios libre y bueno?”. En cambio acá, la voz lírica de este universo agonizante de una Managua que hierve, donde hasta “las cosas sollozan / [y] lagrimean fuera de su lugar” (Poema X) nos muestra un Dios mortal, socorrido por humanos cuando padece frío, hambre, sed, dolor y llanto, un Dios que “es un niño” y que se muere (Poema XXIII). Este es el mismo Dios, imagen inicial del poemario, quien “en un juego de legos desarmó las piezas y olvidó juntarlas […]” para luego mirar impávido a una madre e hija morir abrazadas bajo hierros retorcidos mientras en otra parte un hombre las busca entre las ruinas (Poema I). En el universo poético de González las cosas se invierten e irónicamente es el ser humano, en su miseria y fragilidad, quien muestra misericordia y socorre y consuela a un Dios humanizado, que se declara torpe e imperfecto, cuya indiferencia inicial se redime al final al permitir que las sombras abandonen el paisaje desolador de la ciudad y se muden a otra parte “a bailar nuevos boleros” (Poema XXXVII), en el anuncio de un comenzar de nuevo, que veremos materializado en el último poema.
Manuaga 38 grados es fuego (Poema IV), mutismo (Poema XXXII), desamparo (Poema XXXIV) y terror, cuyos dos principales leitmotivs, la imagen de los niños-hijos y la de la ciudad misma, se erigen en sombras-fantasmas, los primeros, y en un enorme cementerio maloliente, la segunda. Y en este viaje al averno no nos encontraremos a una Beatriz conduciendo a Dante del purgatorio al paraíso, lo que tenemos es la figura de una Laura, la frágil sobreviviente-testigo del horror, quien nos hace recorrer con ella el trayecto contrario, del purgatorio al infierno, deambulando por entre los escombros:
el dolor de Laura cruza los umbrales de su cuerpo (Poema XII), mientras sueña que […]está su hijo muerto aplastado por un tabique (Poema XVI) y la Memoria es Managua, Laura, el padre[…] (Poema XIX) y […]la cubre un manto de muerte/ por el camino ha perdido a su hijo (Poema XXXVI).
1 Voltaire, “Poëme sur le désastre de Lisbonne”, Œuvres complètes de Voltaire, Garnier, 1877, tomo 9 (p. 470-478). https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k5727289v/f9.image
Y en esa huida de la ciudad, donde las casas han sido tragadas por la tierra, Laura, “[…] avanza como las sombras en cautela / llevando su falda de seda rasgada por los silencios” (Poema XXXVII). Pero, curiosamente, el pivote argumental de la obra estriba en esta misma voz poética que rompe el silencio de la muerte, ese silencio que todo lo envuelve y donde no hay respuestas (Poema XXXII). A la manera del famoso cuadro de Eduard Munch, El grito, Laura permanece para contar la catástrofe, la Laura que todo lo nombra, desde “cada madrugada” (Poema XVI) hasta “al dictador y a la ciudad” (Poema XVII). Es esa Laura, voz poética, la que no “le deja al dolor las respuestas” (Poema XII).
Esta misma actitud se repite a lo largo de la obra, en tanto el poemario entero es un ensayo de respuesta, un ensayo de alternativa, al dolor y la desesperanza, tal como lo muestra el Poema XXXVIII, pieza que cierra la obra, y que vale la pena reproducir aquí:
Han muerto los hijos
no hay sepulcros
al que adornar con flores y regalos
están en el aire en la tierra
fertilizando el maíz
mariposa que revolotea y poliniza con nuevos trajes hacen girar el sol cogollos que resucitan
en el color más celeste del cielo
en el blanco de la espuma marina caparazones de tortugas
habitantes inmunes
en los pequeños caracoles
van a camuflarse con la oruga
por los ríos
como el musgo de las piedras
de colores azules, cuarzos,
aguas de donde nacen otros lagos.
Como acabamos de ver, se trata de un final en donde junto a la tierra y sus frutos, cogollos, mariposas, tortugas, orugas, caracoles, musgo y el vital maíz, florece también la esperanza. Los hijos muertos son ahora “habitantes inmunes” que se camuflan, fertilizan y polinizan todo a su paso, volviéndose parte de los elementos, tornándose un solo todo con la creación.
La descripción de cierre plasma la fuerza regenerativa de la naturaleza, en donde todos los elementos, salvo el fuego, están presentes en la escena final. El fuego ha sido el desencadenador de la hecatombe, pero ahora que los cuerpos “están en el aire”, será el aire quien se encargue de esparcir sus cenizas sobre la tierra. Porque es allí, en la tierra, a través de esa conjunción de imágenes acuosas, vegetales y zoomorfas de este último Poema XXXVIII que se logra la alquimia y se anuncia el nacimiento de “otros lagos”. Esto no debe sorprendernos puesto que la imagen de la comunión de los cuerpos con la naturaleza ya había sido anunciada premonitoriamente en el Poema IX en donde, por boca del personaje de la Tierra, se les recuerda a los humanos que “como lluvia hemos nacido para regar los campos”. He aquí el resurgir de cuerpos que engendran otra Managua, cuya identidad ligada al fuego, las cenizas y lo líquido ya había sido enunciada.
El recorrido de la mano de Laura, sobreviviente en fuga del cataclismo, atraviesa una ciudad encenizada para luego cerrar el poemario con la imagen opuesta a la de su inicio. En “el día que es carbón y ceniza” (Poema X), cuando el humo “colorea el cielo con su hollín” (Poema IX) y “la ceniza se cuela por la ventana / [e] incendia el anhelo” (Poema IV) e “[…] incendia el empeño” (Poema X); cuando esté el “[…] color de ceniza en los labios y la lengua” (Poema XXVIII) de los niños muertos y a toda Managua, con sus cuerpos, “polvo, [muerte] y ceniza la cubren” (Poemas I y XXIV), cuando todos se pregunten “dónde acudimos por agua” (Poema X), en ese momento el agua será respuesta y refugio, según el Poema XXVI: “agua que es brújula”, guía direccional en el caos de los derrumbes, agua en la que “reposan los perseguidos”, agua que “los muertos beben del lago y asisten a su último bautizo”. Y como augurio de un cambio, en el penúltimo poema, surgirá un “sueño misterioso donde las aguas del lago se despeinan/ con su propia danza” (Poema XXXVII) y en ese momento volverá el origen del nombre náhuatl, murmurado en “las profundas aguas del lago Xototlán” a cobrar el sentido de ciudad “junto al agua o lugar rodeado de aguas”, como nos lo recordara la voz poética del Poema XXVI. Y aquí la clave nos la dará el Poema IX, interesante pieza dialogada en el que se interpelan dos mujeres (Teresa e Isabel) y la figura antropomórfica de la Tierra, cuya consigna es clara: “besemos entonces las piedras, los árboles,/abracemos el aire, cantémosle al agua”, para aliviar así la “[…] tristeza de la tierra, que / agua procura ser”, anunciada en ese mismo poema.
De la ciudad-fuego del inicio, convertida luego en paisaje de cenizas, pasaremos a la ciudad-agua al final. Cabe subrayar que este tratamiento circular del tiempo celebra esa alternancia del ciclo vital de muerte y renacimiento, a pesar de la devastación desplegada en el poema. A lo largo de Managua 38 grados, la interesante yuxtaposición de las imágenes relacionadas a los elementos naturales, a la manera de figuras difrasísticas, permite que coexistan e integren de manera funcional los opuestos, y así “copulan […]/ la tierra con el aire/ y el fuego con el agua” (Poema XXV) porque “es agua esta ciudad de lagunas cratéricas” (Poema XXVI), lo que nos recuerda que estamos frente a un arquetipo mitológico de larga data2. Toda la composición se mueve, entonces, entre el ámbito del fuego y del agua, en donde esa tierra que arde (Poema IV) a 38 grados se funde con esa misma “tierra, que/ agua procura ser” (Poema IX) y que no olvida, porque “memoria es Managua, Laura […] y los peces barbudos del gran lago” (Poema XIX). Es por esto que, como difrasismo precolombino, desde su título, Managua + 38 grados se convierte en esa construcción gramatical que coordina contrarios, resemantizándolos para lograr un tercer sentido, una especie de alt tlachinolli gonzaliano, cuya carga metafórica hace del agua que quema o agua y tierra quemadas el signo lingüístico del desastre pero también de la renovación. Porque acá, a diferencia del sentido religioso-marcial usualmente adjudicado a este pictograma3, el agua-incendio, es decir la unión de lo ígneo y lo acuático, es portadora de milagros, como es el caso del Poema XXII, en el que encontramos que para calmar la sed de un Dios humanizado, el agua ofrecida se transforma en mandarinas, frutos de una tierra en ebullición, una tierra que recuerda. He allí la verdadera hipérbole mencionada al inicio, Managua 38 grados, esa paradójica unión de los opuestos, ese testimonio de la catástrofe, siguiendo el consejo de “cantémosle al agua”, de la voz de la Tierra en el Poema IX, nos lleva del lamento de una elegía funeral colectiva al recomenzar desde las cenizas. Managua 38 grados es un canto al fuego bañado por el agua, un canto al renacer de las cenizas en el agua.
2 Johansson, Patrick, “El agua y el fuego en el mundo náhuatl prehispánico”, Arqueología Mexicana núm. 88, pp. 78-83.
3 Wright Carr, David Charles, “Teoatl tlachinolli: una metáfora marcial del centro de México”, en Dimensión Antropológica, vol. 55, mayo-agosto, 2012, pp. 11-37. Disponible en: http://www.dimensionantropologica.inah.gob.mx/?p=8136
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