Luis Armando González
El otorgamiento de ese patrimonio fue una primera renta, como el pasado lo fue la entrega a manos privadas de tierras, minas o recursos energéticos. Riqueza acumulada por el trabajo de la sociedad, a lo largo de varias generaciones, fue traspasado a familias o corporaciones que a partir de ahí tuvieron, y siguen teniendo, una posición dominante en el mercado de servicios financieros, comerciales, pensiones, electricidad y telecomunicaciones. Esa posición dominante –monopolística o casi monopolística— les permite seguir obteniendo rentas de la sociedad, de la cual extraen sin cesar recursos económicos –a veces por el goteo de centavos o de unos cuantos dólares; a veces por cobros de cantidades significativas— que convierten a las familias en una fuente de explotación interminable. Estas prácticas se hicieron realidad, como anota Stiglitz, con la venia de gobiernos que no hicieron lo que debieron –y que en muchos casos todavía siguen sin hacer lo que deben— para proteger a los ciudadanos de esa voracidad de capitalistas rentistas.
En El Salvador, precisamente, lo que predomina es ese tipo de capitalismo y de capitalistas. Los centros comerciales son un ejemplo visible de esa vocación rentista que, en estos momentos, extrae dinero –50 centavos de dólar— a quienes usan los parqueos. Se trata de una explotación por goteo, que grava poco a cada persona, pero que multiplicado por los cientos de vehículos que se estacionan en los centros comerciales mensualmente (o al año) da un monto nada despreciable, contante y sonante, a cambio de un “servicio” del cual el “cliente” no le queda nada1.
El otro ejemplo son las telecomunicaciones. Prácticamente, dos grandes empresas monopolizan el mercado de Internet residencial, cable y telefonía fija, con costos mensuales onerosos, y con una calidad en el servicio que (en el caso de una de los dos empresas), además de fallas técnicas permanentes, bordea el desprecio hacia los “consumidores”. Para una de estas compañías –TIGO— las exigencias de eficiencia, de las cuales presumen las empresas capitalistas, brillan por su ausencia, como lo ponen de manifiesto las aglomeraciones de ciudadanos insatisfechos en sus oficinas de “servicio al cliente”.
El malestar ciudadano por fallas diversas en los servicios, se ve aumentado por la ineficiencia y pésima atención que son propias de las oficinas que están para resolver problemas de eficiencia. Desde criterios sanos de un capitalismo productivo y competitivo, la empresa TIGO es un fracaso, pues si no fuera así sus oficinas de atención al cliente estarían vacías en su área de quejas y reportes de fallos. Pero no sale del mercado de las telecomunicaciones porque controla una porción importante del mismo en virtud de privilegios indebidos otorgados por los gobiernos de ARENA.
Este capitalismo rentista tiene costos crecientes para la sociedad, cuyos miembros son concebidos como consumidores a los que hay que expoliar hasta donde se pueda. En la medida en que este capitalismo se implantó en El Salvador los ciudadanos comenzaron a pagar más y más por distintos servicios, que incluso en otros momentos ya eran usados sin pagar nada.
Para el caso, en los años setenta, una familia que tenía electricidad y un aparato de televisión, con el costo de ambos, tenía acceso a los canales locales, nacionales y privados, sin pagar nada adicional. En el presente, además de pagar por la electricidad (cuyo costo es superior respecto de los años setenta) y por el aparato de televisión, se tienen que pagar cantidades elevadas (que en promedio rondan unos 55 dólares mensuales) por el acceso a canales de televisión por cable, incluidos los locales (que es casi imposible sintonizar si no se tiene acceso a la televisión por cable)2.
En la misma línea, hasta hace unos tres años quienes usaban los estacionamientos de los centros comerciales no tenían que pagar nada por ello; ahora sí, con lo cual se ha perdido algo que ya se tenía: el derecho a estacionarse en los lugares en los que se consumen bienes o servicios. También se perdió, en el caso de las telecomunicaciones, el acceso a algo que se ya se tenía: el uso y disfrute de la televisión nacional (privada y pública).
El capitalismo rentista no solo inventa nuevas fórmulas para extraer dinero de los bolsillos de la gente (por ejemplo, unificando servicios que ya existían, pero que al ofrecerse juntos se “venden” como algo nuevo, con el incremento correspondiente), sino que pone precio a bienes y servicios que antes no lo tenían (como es el caso del uso de los parqueos), con lo cual recorta derechos ciudadanos ya adquiridos y somete a su lógica –coloniza— ámbitos de la vida que hasta entonces no veían como fuente de obtención de ganancias. Esta extracción creciente de recursos somete a los ciudadanos a una presión permanente, a la cual –si pueden— acceden, para no quedar al margen del disfrute de bienes y servicios monopolizados (o casi) por unas cuantas empresas y familias3.
La rentabilidad de las empresas de telecomunicaciones y electricidad solo se explica porque hay miles de personas que tienen la capacidad de cederles –en una sangría constante— parte de sus ingresos. Cómo hace la gente para obtener esos recursos con los que se alimenta a este capitalismo es un asunto que debe ser dilucidado con detalle, pero de lo que no puede dudarse es que son los flujos de dinero provenientes de la sociedad –principalmente de sus sectores medios— los que permiten que las empresas rentistas no cesen de enriquecerse.
Una deuda pendiente de la ciencia económica es la investigación, desde los años noventa hasta ahora, de esas transferencias de recursos desde lo ciudadanos hasta las empresas rentistas. Es decir, cuánta es la porción (a lo largo del tiempo) de los ingresos familiares que se destina a la compra de servicios variados (principalmente, electricidad y telecomunicaciones), y cómo los precios de estos servicios han ido incrementándose en el tiempo, sin que ello haya supuesto una merma en sus clientelas, sino quizás más bien lo contrario. Esto arrojaría luz no solo sobre la disponibilidad de recursos en amplios sectores de la sociedad –de lo contrario no se entiende ni el acceso de las personas a determinados servicios ni las ganancias extraordinarias de quienes los venden–, sino también sobre cómo porciones significativas de esos recursos han ido a parar a manos de rentistas voraces.
A lo mejor con un estudio de este tipo se tendrían elementos de juicio para desvirtuar las concepciones de clase media que sostienen que, nunca como en el presente, su situación fue tan desesperada en términos económicos. Pero si ello es así, entonces, ¿cómo es que ha sido capaz de sostener el capitalismo rentista vigente en nuestro país desde 1989? ¿O cómo es que la clase media, supuestamente ahogada económicamente, ha hecho colapsar la red vial urbana con vehículos que ya no caben (y que le drenan recursos no solo en la compra, sino en el mantenimiento)? ¿O cómo es que esa misma clase media abarrota los centros comerciales cada fin de mes y en temporadas de vacaciones, especialmente en navidad y año nuevo?
En suma, el éxito del capitalismo rentista salvadoreño nos indica que hay una sociedad capaz de alimentarlo con un traslado de recursos que no parece tener fin. Una sociedad pobre, sin dinero que dar a sus expoliadores, es inútil para las empresas rentistas y sus dueños. El cálculo, en casi tres décadas, de cuánto dinero se ha trasladado desde la sociedad a esas empresas nos daría una idea realista no solo de los recursos que aquella ha tenido a su disposición (salarios, remesas, préstamos), sino lo poco que esos recursos han impactado en su bienestar. Destinar una porción significativa de esos recursos al consumo de servicios, ha sido y es contrario a los intereses de la sociedad y favorable para unas empresas que se han lucrado y se siguen lucrando a costa de la sociedad.