José M. Tojeira
El año pasado aparecía la noticia de que tenemos una concentración carcelaria exagerada. Hoy podemos completar muchos datos con el estudio de la Fundación Heinrich Boll y la UCA (IUDOP). Si la capacidad de nuestras cárceles de adultos está preparada para albergar a 8490 personas, sick resulta que hay recluidos (cifras del 2015) 31.148 presos. Una sobre población carcelaria de más del 350%. En los último seis años, shop con tregua incluida, sale el número de presos ha aumentado en aproximadamente 10.000 sobre los 21.032 que existían en el año 2009. La sobre población carcelaria afecta especialmente a los presos más débiles. En la cárcel de mujeres de Ilopango la sobre población supera la capacidad instalada en más del 900%, lo mismo que el pabellón de Resguardo Psiquiátrico. En medio del discurso feminista, tratamos a las mujeres que han cometido delitos como si fueran lo peor de lo peor, a pesar de que con frecuencia sus delitos son menos graves que los masculinos. Casi el 70% de los reclusos son jóvenes entre las edades de 35 y 18 años. Sólo las cárceles para menores de 18 años se libran de la sobre población. Las pandillas, por su parte, han visto cómo entre el 2009 y el 2014 casi se duplicaba la cantidad de sus miembros condenados en sentencia.
Al mismo tiempo que la población carcelaria viene subiendo sistemáticamente, se han ido endureciendo las penas. Especialmente las penas más largas, de más de 30 años de condena, se han prácticamente duplicado desde el año 2011 al 2015. Y sin embargo la criminalidad, continúa subiendo. Ya el año 2011 teníamos la mayor tasa de presos por cien mi habitantes. En el año 2013 la tasa mundial era de 144 presos por cien mil habitantes. Países como argentina tenían 165. Nosotros teníamos ya en aquel entonces una tasa superior a los 300 presos por cada 100.000 habitantes. Chile, el país con mayor tasa en Sudamérica de presos por habitante tenía en 2014 la tasa de 279 presos por 100.000 habitantes.
Puede parecer aburrido leer todos estos datos, pero no hay duda de que necesitamos hacernos preguntas al respecto. Si somos uno de los países con mayor proporción de presos por habitante, y simultáneamente hemos ido endureciendo las penas de un modo sistemático, ¿Qué nos pasa que el número de homicidios sigue creciendo en le país?. Somos uno de los países que supuestamente más castiga y con mayor dureza a los criminales, y continuamos siendo un país de los que se consideran realmente peligrosos en el mundo. Algo no funciona. Y es precisamente a eso a lo que tenemos que ponerle cabeza y pensamiento. La pura represión, lo estamos viendo en los últimos años, no soluciona nada. Si las cárceles en nuestro país siempre fueron un lugar con grandes dificultades para poder rehabilitarse, no hay duda que a mayor concentración carcelaria y a mayor duración de las penas, será más difícil rehabilitarse. Tener contratados dos psiquiatras en un sistema de prisiones que alberga a más de 30 000 presos no da garantías de que haya posibilidades de tratamiento no ya a los más de 100 internados en el hospital psiquiátrico, sino a la enorme cantidad de presos con serias disfunciones conductuales que pueblan nuestras cárceles.
El Consejo de Seguridad Ciudadana y Convivencia de El Salvador apostó en su trabajo por la prevención del delito y el mejoramiento de los sistemas policiales y la coordinación con todas las instancias que trabajan el tema de la seguridad así como con la población civil. Pero la falta de recursos para prevención, y la poca coordinación entre instituciones ha limitado las posibilidades del plan nacido del mencionado Consejo. La inversiones en policía y en fiscalía siguen siendo escasas y en diversos aspectos insuficientes, como por ejemplo en el salario base. La cultura autoritaria, que habla siempre de la necesidad de castigar (menos a los amigos, claro) y que ignora mecanismos cada vez más utilizados de mediación de conflictos, es otro de los factores que necesariamente debe combatirse. Así como también el amiguismo, la llegada a posiciones por recomendación y amistad más que por capacidad, que con frecuencia termina siendo factor determinante de diversas formas de corrupción.
Necesitamos pensar el país de otra manera. Si creemos que podemos mantener un desarrollo constante manteniendo la desigualdad en casi todos los servicios públicos estamos equivocados. Es el tema de la desigualdad lo que no se ha discutido con seriedad en el país, a pesar de los discursos sobre derechos humanos. Y es esa misma aceptación de la desigualdad existente la que lastra una vía real hacia el desarrollo cultural, social y económico. La desigualdad en El Salvador se manifiesta en muchos aspectos como una verdadera guerra. Mientras unos lo tienen todo, o casi todo, a los demás, la gran mayoría, le toca migrar, rebuscarse en cualquier trabajo mal pagado, sufrir la vulnerabilidad permanente de una vida llena de riesgos. No es solamente un problema de redistribución injusta de la riqueza nacional, sino de diferencias graves y permanentes en calidad de servicios. Hoy, en un mundo cada vez más interconectado, la desigualdad se percibe como agresión del poderoso contra el débil. La guerra ha dejado en muchos aspectos de ser un conflicto entre naciones para convertirse cada vez más en conflictos internos. Lo hemos visto en El Salvador con nuestra guerra civil, de componente económico y político, y los seguimos viendo en esta especie de violencia tan cercana a una guerra, con componentes más culturales y sociales. Se habla mucho de diálogo pero apenas se dialoga sobre El Salvador como conjunto de personas que quieren convivir en paz y con una igualdad básica en los derechos elementales de educación, salud, trabajo, redes de protección social y seguridad humana y ciudadana. Si lo que queremos es batir el récord de la proporción de encarcelados por cada cien mil ciudadanos podemos seguir igual. Pero avanzaremos cada vez más hacia un guerra social de costos incalculables.