Julio César Orellana Rivera
Escritor
Aquella oficina era conocida como la «Casa de Oración», porque medio mundo sabía que de diez a doce en los sagrados recintos del alcalde la alabanza y la oración tenían vigencia profética, y el funcionario no atendía a nadie.
A las doce del mediodía salía el edil con todo el cuerpo sudoroso y las ropas húmedas, producto de tanta oración y del aire acondicionado encendido en la mínima potencia.
Pero nunca falta una lengua de sapo, que levanta polvo donde no hay. Escupían las malas lenguas, veneno sobre la humanidad del pobre hombre. Decían que salía así, porque acababa de follarse a la hermanita Pilar (¿y a quién no le apetecían las ganas de follarla, si era veinteañera, tez blanca, rubia y tenía los ojos zarcos?), parienta lejana de su mujer y mientras la follaba, los demás hermanos salían por la puerta trasera dejándole alta la radio para que el mensaje evangélico – profético apagara todo deleite genital; pero a las doce, al abrir la puerta principal del despacho, salía uno por uno, tal como había entrado.
— Présteme el peine, Rosarito.
— Sí, don Refugio, aquí tiene — contestaba su secretaria.
— Es que con este calor, las oraciones y el trance en que uno entra, no sabe ni como sale de esta oficina de mierda.
— Sí, claro, don Refugio.
— Me pidió el Pollo Campero, ¿verdad?
— Sí, ahorita viene en camino, don Refugio.
— A todos estos hermanos hay que darles su buen almuerzo, porque sabe qué preocupación más grande tienen por mí.
— Ya me lo imagino — decía Rosarito con un puchero de boca, señal inequívoca de su perenne molestia de atender todos los días a cerca de veinticuatro hermanitos de la iglesia «Los Profetas».
Después del almuerzo partieron a su respectivo santuario, que era un cuarto – oficina donde se encerraban dizque a orar y a alabar a Dios. Ya en su interior es lo que menos hacían.
Uno de ellos se descalzó; arrojó los calcetines al lado de una cesta llena de frutas que estaba en el piso.
— ¡Qué te apestan las patas, Santiago! Aunque sea limón echate. No seás bárbaro que con ese tufo hasta creo que soy rata de alcantarilla; o peor aún, me siento como una cucaracha patas arriba, muriéndome — le amonestó Bartolomé.
Ni siquiera contestó, y sus pasos alcanzaron la nevera que estaba repleta de provisiones, gracias a la generosidad del señor alcalde. Sacó de ella lo que más deseaba y tomó asiento en las gradas que conducían a la segunda planta.
Pedro sacó unas cartas y como tentados por el Demonio, iniciaron el juego de Satán.
Alguien tocó la puerta. El susto fue mayúsculo, que pronto guardaron la baraja. El descalzo salió tropezándose a ponerse los calcetines y los zapatos. En un santiamén, todos estaban de rodillas.
«Señor, te pedimos que don Refugio gane las elecciones nuevamente».
Así rogaba por don Refugio el hermano Felipe, pastor general de la iglesia «Los Profetas», y como sabía que este padecía de migraña, también sus pedimentos al Señor eran en favor del edil.
«Ponemos su enfermedad en tus manos: ¡Sánalo, Señor!»
— Sí, sí. ¡Sánalo, sánalo, Señor! — proferían al unísono —. Y que gane las elecciones.
«¡Apártalo de todas las tentaciones, Señor!».
Lo decía porque débil es la carne, y la del señor alcalde, mucho más. Si la escoba hubiera tenido faldas, a ella le habría tocado encamarse con don Refugio. No respetaba códigos ni parentela. Usted no está para saberlo ni yo para contárselo, pero recién casado, cuando todavía no fungía como alcalde, se quedó sin empleo y como ya no pudo seguir pagando el alquiler de la casa donde vivía, con su mujer se fue a vivir donde los suegros. Y:
«Había una vez (aquí comienza el culebrón), que Refugio se quedó solo con su cuñada,… y sola la casa, sola Araceli y solo él (¡Padre Santo! ¿Y qué iba a hacer con semejante monumento?). Arrepentidísimo se fue a confesar con el cura; el sacerdote le dio la absolución, pero de nada sirvió porque la otra víctima fue su tía política; luego, su sobrina política; le siguió la madre de su mujer, la chucha del vecino,… El rosario de pecados en su espalda por follar era interminable, que mejor paro aquí para no condenar en vida al ̔desvalido hombre’ (me aprovecho de que su nombre está en el papel y no puede defenderse. Soy valiente, ¿no?)».
— ¡Sí, sí, Señor! De todas las tentaciones, menos de una, Señor, que es la hermanita Pilar.
«¡Apártalo del mal, Señor»
— Sí, sí, Señor, apártalo de todas esas viejas putas (y con el agravante de ser feas), que sólo quieren la carne para su beneficio! Que se quede con la hermanita Pilar, Señor.
«Sabemos que eres poderoso, Señor, Rey de los Ejércitos, que ni una sola hoja se mueve, si no es por tu poder. ¡Aleluya, hermanos!»
— ¡Aleluya! ¡Alabado seas, Señor! Tu poder es inmenso, y Pilar será la única reina de don Refugio. Pilar es grande, excelsa en belleza que ni siquiera se compara con la de Magdala ni con esa que tuvo más hijos después de Jesús.
— Ve a abrir, Juan – dijo Felipe.
— Voy volando. ¿Quién?
— La hermana Magdalena.
Desde el interior, la hermana Magdalena escuchó un ¡uuuf! de alivio.
Juan abrió un poco la puerta.
— ¿Qué desea, hermana?
— Nada. Es que les traigo el café de la tarde.
— ¡Ah! Pase, pase, no se quede afuera.
La mujer entró con una charola de plata y varias tazas de café. Pronto estuvieron en círculo nuevamente, jugando a las cartas.
— Por aquí sírvanos el café, hermanita.
Una vez adentro, la hermana Magdalena, con Santiago, subieron la escalinata que conducía al segundo piso y ya arriba se deshizo en amores con su amante. Luego bajaron agarraditos de la mano, como dos tortolitos. Venían semidesnudos: aquella en bragas y sostén, y aquel en calzoncillos. Una mirada cómplice de los demás hermanos les cubrió el cuerpo de toda vergüenza.
A las cuatro de la tarde salían con su maletín colgado al hombro, como si en verdad hubieran trabajado. Pero antes de marcharse a casa pasaban nuevamente a la oficina del alcalde: era treinta de mes, y el edil, por sus perennes oraciones, a cada uno, le entregaba un buen fajo de billetes. Mañana era treinta y uno y habría que pasar, tempranito, a firmar la planilla.
* * *
Nuevamente a las diez de la mañana era la gran encerrona y siempre, don Refugio, aparecía sudoroso y todo desaliñado.
— Rosarito, escúcheme: Fíjese que Pilar habló en lenguas y el hermano Santiago, que es hábil en entender todo lo que de Dios viene, me ha dicho que yo voy a ganar las elecciones nuevamente. Por eso a Pilar le tengo en alta estima.
— Sí, ya me imagino, don Refugio. Por eso es que se escucharon unos largos y escandalosos gemidos, y el padre Marcelo, que tenía cita con usted a las nueve de la mañana se aburrió de esperarlo y optó por marcharse, ya que «le parecía que con un asador estaban atravesando vivo a un puerco y que se iba, porque a ese festín no estaba invitado; no fuera a ser que alguno de los hermanitos se quedara sin comer».
Sus palabras y las del padre Marcelo las dijo con sorna, como si ella, para alcanzar la posición en que estaba no hubiese pasado por tan grave sacrificio en la lucha cuerpo a cuerpo con don Refugio, porque sabía que el hombre era feo, muy feo, feísimo (un trago amargo: la cara se puede hacer de palo, pero el estómago de la prole no puede aguantar hambre y ni modo, tuve que acostarme con él cada vez que me lo pidió y serle infiel a Ramiro, que no trabajaba por huevón), y a fuerza de publicar la verdad, cuando fue la repartición de caras bonitas, el ahora señor alcalde, llegó a destiempo y le dieron la única cara que quedaba: la de viejo de alborada.
Antiguo Cuzcatlán, sábado 27 de diciembre de 2008.