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Casos graves de derechos humanos

José M. Tojeira

La pandemia de COVID-19 marginó casi absolutamente el tema del enjuiciamiento de los casos muy graves de violaciones de derechos humanos durante nuestra guerra civil. Con dificultad el caso más importante y más avanzado -la masacre del Mozote- generó en estos meses algunas noticias. El enjuiciamiento del coronel Montano en España, precisamente por su carácter internacional y por estar en su fase final, puso de nuevo el tema en los medios y en las redes. La vista pública final, con una larga lista de testimonios, muchos de ellos sustanciales, impresionó a una buena cantidad de salvadoreños. Mencionar algunas conclusiones que pueden extraerse de lo que hemos visto resulta interesante para el desarrollo de la justicia al interior de nuestro país.

En primer lugar, el caso nos deja ver la terrible presión que existe dentro del país, especialmente a los posibles testigos militares. Los exoficiales de la Fuerza Armada que declararon, Luis Parada y Yusshi Mendoza viven en el exterior y declararon desde sus lugares de residencia. Como ellos, hay militares salvadoreños, buenas personas, que piensan lo mismo y que saben de la brutalidad cometida en el Mozote, el Sumpul, la Quesera y tantos otros lugares y personas de El Salvador. Pero el miedo a ser asesinados, a quedar relegados económica y socialmente, a ser considerados traidores, les impide hablar. Cambiar ese pensamiento, más digno de una mafia que de un ejército profesional, es imprescindible para que la Fuerza Armada pueda cumplir una función democrática en El Salvador. Mientras la consigna sea mentir, ocultar crímenes, impedir el acceso a archivos, la Fuerza Armada no da garantía de ser una institución digna de la democracia. En el caso de los jesuitas todos en la sociedad civil sabíamos que no se podía cometer el crimen y encubrirlo posteriormente sin la colaboración y la aprobación del Estado Mayor y del Alto Mando militar. El poder y la capacidad de presión antidemocrática de la “Tandona” era también evidente. Decir en defensa propia que se cumplían órdenes cuando el propio ordenamiento legal de la Fuerza Armada prohibía taxativamente el cumplimiento de órdenes ilegales es absurdo. Los pobres soldados cumplían órdenes para evitar que los mataran. Y precisamente por recordarle a los soldados el ordenamiento militar desde un punto de vista religioso, fue que mataron a monseñor Romero.

El segundo aspecto que dejó vislumbrar el caso jesuitas es que la sociedad civil salvadoreña está cada vez más abierta a reconocer la realidad del pasado y favorecer la justicia. No podemos construir el futuro a base de mentiras de grupos al estilo mafioso, sean militares o civiles. El impacto de lo sucedido y visto en España, aunque es pronto para decirlo, tendrá sin duda un efecto en las instituciones de justicia salvadoreñas. El respaldo de la sociedad civil, perder el miedo en la búsqueda de la verdad, es importante como respaldo al sistema judicial.

Y por último, el Gobierno de El Salvador, que en parte ha utilizado el caso jesuitas para fustigar a sus supuestos o reales enemigos, debe dar un claro paso hacia la verdad y la justicia. Es absurdo que el ejército continúe pagando abogados de militares acusados, transportándoles en vehículos de la Fuerza Armada, cerrando o destruyendo archivos, negándose a la colaboración con el sistema judicial o con el Instituto de Acceso a la Información Pública. El actual Gobierno debe cambiar esa dinámica. Mantener una posición de apoyo a la verdad ha sido un déficit de todos los Gobiernos anteriores, incluidos los del FMLN. Y no se puede hablar de “los mismos de siempre” si se sigue con la costumbre de siempre de proteger crímenes de guerra y de lesa humanidad.

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