Luis Armando González
En El Salvador y en distintos ambientes latinoamericanos, la derrota de Donald Trump, en las recientes elecciones estadounidenses, ha dado pie a reacciones de lo más extrañas, tanto en personas “trumpistas” como en “centristas” e “izquierdistas”. No deja de ser divertido escuchar o leer las opiniones de algunos representantes de estas posturas, pues suelen ser absurdas, ilógicas, ciegas ante lo que indica la realidad o terriblemente ideologizadas.
Las opiniones “centristas” quieren pasar por objetivas y frías, pretendiendo no mostrar satisfacción o insatisfacción por lo sucedido. Tratan de fijarse en los números y una conclusión que se suele escuchar es que los números obtenidos por Trump lo convierten, aunque haya perdido ahora, en un aspirante a la reelección en la próxima contienda electoral, en la que, por lo que pude escuchar en una plática reciente, resultaría ganador. La conclusión de quien afirmó esto sonaba impecable, salvo por el pequeño detalle de que, con aún con esos números impresionantes, Trump ha sido derrotado. Y nada impide considerar la posibilidad de que pueda ser derrotado de nuevo, si acaso su candidatura se impusiera otra vez en el Partido Republicano. Pero estos planteamientos son irrelevantes en el momento actual, cuando el nuevo gobierno ni siquiera ha iniciado su mandato y no están claros los reacomodos partidarios en el bando republicano a raíz del fracaso electoral de su candidato.
Las opiniones de los “trumpistas” –las que quien esto escribe ha tenido la mala suerte de escuchar-, luego de haber comprometido sus sentimientos con el candidato perdedor, ahora tienen el estilo de un “aquí no ha pasado nada”, es decir, que el triunfo de Joe Biden no supone ninguna diferencia respecto de lo que hubiese sucedido si el ganador fuese Trump. Toman esta postura luego de haber mostrado simpatías fanáticas con este último y luego de haberse sumado a sus reclamos de fraude. Como este reclamo no tiene señales de prosperar, ahora se hacen los desentendidos respecto de los desafíos que plantea a las distintas naciones latinoamericanas –para hacer reacomodos, corregir yerros o abrirse nuevos espacios de reconocimiento— el triunfo de Biden, y que son distintos a los que se habían planteado con Trump.
Las elecciones de EE. UU. han dado pie a un cambio de escenario para América Latina –incluido El Salvador- que los “trumpistas” no quieren o no tienen la capacidad para reconocer. Los compromisos con Trump no serán los mismos que se tendrán con Biden. Darse cuenta de ello es crucial para perfilar los posicionamientos pertinentes ante el nuevo Ejecutivo estadounidense. El “aquí no ha pasado nada” o el “todo seguirá igual” que con Trump es igual de desenfocado que el “con Biden cambiarán totalmente las relaciones de EEUU con América Latina”. Es una lógica del todo o nada que no se ajusta al pragmatismo realista que sugiere que “algunas” cosas seguramente cambiarán y otras seguramente no. Y en esas cosas que cambien pueden darse sorpresas, con sus alegrías y sinsabores, según cada cual. Que los gobiernos de EE. UU. no determinen el quehacer total de las naciones latinoamericanas no quiere decir que no influyan en distintos aspectos (en unos casos más que en otros) de ese quehacer. Creer que no, creer que con Biden todo seguirá igual que con Trump, no cambia el curso de los acontecimientos.
No sé si los “trumpistas” latinoamericanos tengan la capacidad intelectual requerida para entender la lógica de la realidad internacional en estos momentos. Seguir a Trump, suscribir sus posturas –ignorantes, racistas, vulgares, xenófobas— y creerlo un salvador de la humanidad no son precisamente señales de inteligencia, sino todo lo contrario. Y, por cierto, pocas señales de inteligencia y claridad se perciben en algunos “izquierdistas” latinoamericanos que, además de ser incapaces de ver matices y diferencias, quieren encontrar en la política y los políticos una pureza que es imposible que exista. Para estos obsesos de la pureza, no hay diferencia entre Biden y Trump; son intercambiables, tal como lo pone de manifiesto –según algunos de estos “izquierdistas”- la participación de Biden en los círculos del “complejo militar industrial” o Wall Street. Esa participación, en caso de ser cierta, no prueba nada, salvo que tanto el complejo militar industrial como Wall Street son un ámbito central en la realidad estadounidense.
Pareciera que no les resulta importante que el uno, Biden, es razonable, tolerante y educado, y el otro, Trump, ignorante, irracional, mentiroso y racista. Pero en política, sobre todo cuando se ejerce el poder en un país como EE. UU., las cualidades de Biden suponen alejarse del desastre mayúsculo y acercarse al realismo en la convivencia doméstica e internacional. En política, la razón, la moderación y el buen juicio son los mínimos que deben cumplirse. Y debe evitarse a toda costa la sinrazón, la imprudencia y la locura. Esto es algo que enseñó Aristóteles y que con frecuencia se olvida, porque en lugar de políticos razonables muchas personas buscan políticos perfectos, puros y mesiánicos que, en la realidad, no son tales, porque no hay seres humanos perfectos o puros. En caso de existir seres así, Aristóteles, lúcido como era, dijo que serían bestias o dioses, no seres humanos.
Si Biden afianza criterios de razonabilidad, de moderación y de prudencia en la política interna e internacional de EEUU hará un gran bien a la cultura y a las formas de convivencia democráticas. La irracionalidad, la locura, la imprudencia y la intolerancia no hacen ningún bien a nadie en ninguna parte del mundo. Quienes no ven diferencias entre locura y sensatez, entre razón y sinrazón, tienen una ceguera intelectual e ideológica digna de una cirugía cerebral inmediata.