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Cervantes en la memoria

A José Douglas Ramírez Juárez, cure unhealthy treinta años después.

Álvaro Darío Lara
Escritor/Poeta
Colaborador de Trazos Culturales

Este apellido ilustrísimo para la lengua española y para las letras universales, está asociado en mi recuerdo, a dos significativos acontecimientos.

El primero de ellos ocurrió en 1975, cuando recibí como regalo de mi padre, el volumen “Don Quijote de la Mancha”, en una preciosa edición, rescatada del polvo, que él había mandado a encuadernar, grabando en ella mi nombre. Era la edición “profusamente ilustrada con dibujos de Gustavo Doré y Manuel Ángel, conteniendo 45 láminas intercaladas, 28 de ellas a todo color”, según rezaba en sus primeras páginas. La impresión hecha en México en 1966 (año de mi nacimiento), estaba calzada  – nada menos- que por la Editora Nacional del país azteca.

Cada página fue desde siempre una suerte de delicia, que disfruté y seguiré disfrutando hasta donde Helios lo permita. No referiré ningún capítulo en especial, sería terriblemente injusto. Si hay humor, grandeza, miseria y tragedia humana, es en este genial  Cervantes, soberbio, del Quijote de la Mancha. Una extraordinaria pieza de nuestro idioma.

El segundo, fue cuando mis padres me matricularon, en el quinto grado del ya fenecido, Instituto Cultural “Miguel de Cervantes”,  donde terminé la primaria e inicié el tercer ciclo, para regresar en bachillerato, después de un breve tránsito, que me llevó al colegio jesuita y del cual retorné afortunadamente, al dominio del Manco de Lepanto.

El Externado de San José atravesaba una de las épocas más terribles de su historia, después de las acusaciones del Coronel Molina, sobre “el adoctrinamiento comunista” que, según sus servicios de inteligencia, se realizaba en sus claustros. Eran los setenta. Ya para finales de esa década e inicios de los ochenta, la muerte, aullaba, rondando sus puertas. Recuerdo que las clases de noveno grado, nunca iniciaban, por la presencia de la  Unión de Pobladores de Tugurios (UPT), quienes se encontraban refugiados en las instalaciones del colegio, luego de haber sufrido el violento desalojo de sus comunidades, situadas en las riberas del río Tutunichapa, donde se proyectaba la construcción de Metrosur, a la sazón. Este operativo obedecía órdenes de la comuna capitalina, en manos del edil democristiano Julio Adolfo Rey Prendes. Nada ha cambiado como vemos.

Luego, los continuos acechos al Socorro Jurídico del Arzobispado, fundado por Mons. Romero, y cuya oficina estaba en la primera planta del colosal edificio jesuita, que se dañó mortalmente a consecuencia del terremoto de 1986, salvándose, por un milagro de San Ignacio de Loyola, únicamente su capilla, a la que tanto contribuyeron los ricos del  país. Por cierto, nuestro rector era el Rvdo. P. José Santamaría S.J., psicólogo clínico y escolar; mejor, un cura español de mediana edad y baja estatura, bastante coqueto y fumador, que terminó felizmente casado años después.

1980 fue fatídico. En marzo, asesinaron a Monseñor Romero. En las eucaristías de los viernes, las preces del Padre Santiago, eran por la unidad de las fuerzas revolucionarias, bajo los acordes de la misa campesina. En noviembre, fueron secuestrados del colegio, la dirigencia del Frente Democrático Revolucionario (FDR), encabezada por don Enrique Álvarez Córdova, un miembro prominente de la vieja oligarquía, pero comprometido con los ideales populares. Los cadáveres de los seis líderes, fueron encontrados, posteriormente, mutilados y desfigurados.

Estas circunstancias de peligrosidad (a cada momento ocurrían, en las calles, los famosos “enfrentamientos” entre los grupos rebeldes y las fuerzas policiales), sumadas a la matemática pinochetista que padecía en las aulas (sólo la gozaban mis amigos Luis Monterrosa y Carlos Enrique Flamenco ) y a la cual, le había declarado la guerra popular prolongada, hicieron que mi madre optara por apoyarme en la decisión de escapar de los jesuitas a toda costa (sin embargo, no pude hacerlo de manera definitiva, ya que después, terminé graduándome en la UCA, de la cual siempre rechacé sus aires infundados de pequeña Sorbona). En esta sabia decisión pesó mucho también, el ambiente indiferente, vulgar y machista de algunos maestros y condiscípulos (había una robusta y poco agraciada maestra de ciencias, que se la pasaba seduciendo a los mayorcitos, con el pretexto de la anatomía).

Además, yo no deseaba cursar el bachillerato académico en las únicas especialidades que había en el colegio: físico-matemático o químico-biológico. Lo mío eran las humanidades. Tampoco me agradaba el nocivo concepto de superdotados que los curas y los profesores insuflaban en los estudiantes. Una vieja manía de la Compañía de Jesús.  Mi salida fue una verdadera liberación, en una edad donde la literatura y sobre todo, el cielo y las nubes -tan majestuosas ese año- me obligaban a pasar horas fuera de clase, escondido en la tercera planta, frente a ese océano infinito. En síntesis: siempre en las nubes.

Y regresé al colegio Cervantes, a una cuadra de mi casa, situada en la trece calle oriente de San Salvador, justo en la esquina del pasaje Araujo y a escasos metros de la casa donde había vivido ese ateniense que se llamó don Francisco Gavidia (alguna vez vi su fantasma).
Mi casa querida, donde falleció mi padre y mi abuela, donde fui feliz con mis tres perros: Pringa, Sigui y Coco. Mi casa, tan llena de entrañables recuerdos, que es hoy, orgullosamente, un alegre hospedaje, con foco rojo, y voluptuosas damiselas a la orden del día o de la noche. O sea, que la vida sigue siendo bella, pese a todo.

Regresé a mi amado colegio laico, donde  mis tres hermanos paternos se bachilleraron, a lo largo de los años setenta, y donde me recibí de bachiller académico, en humanidades, como quería, en 1983. Era la vieja casona de la segunda avenida norte, donde conocía a todos y todos me conocían. Cuando el colegio estuvo en el centro del centro de San Salvador, mi padre había sido profesor ahí. Eso fue en los años cincuenta, después de retornar de su exilio en Argentina, y mientras se ubicaba permanentemente.  Por lo tanto, estaba en familia.

A treinta años, de mi graduación, irrumpen gratamente, los nombres de doña Evita Alcaine de Palomo, fundadora y directora emérita; don Alfonso Vega Retana, director general, que tanto me apoyó, cuando retomé en 1982, el periódico estudiantil “El Cervantino”, que dirigí y vendí – literalmente- con mis compañeros, por los colegios de la ciudad capital. Don Alfonso siempre me advirtió de “los peligros del comunismo”, sobre todo cuando llegara  a la Universidad. Describía a los comunistas como unos horribles monstruos que devoraban la mente de los jóvenes prometedores. Cuando en casa, se lo contaba a mi padre, casi se ahogaba de la risa, por eso prefería decírselo, únicamente, fuera de las comidas, para evitar cualquier terrible accidente; don Filiberto Antonio Trujillo Córdova, director de la sección masculina, a quien le hicimos una protesta por el aumento de los derechos de exámenes trimestrales, que paralizó a todas las secciones, y a la que se unió, un ex compañero externadista de negrísima melena, que llegó en último año de bachillerato, y que ahora es una importante diplomático, mi amigo, el abogado Walter Durán.

El señor Trujillo fue con quien dialogamos al inicio, en pleno conflicto, pero su posición era intransigente. Como no llegábamos a ningún acuerdo, nos levantamos de la mesa -como se dice ahora- y a la salida de su oficina, informamos al conglomerado. Se armó una verdadera trifulca. Ya en las gradas, cuando íbamos de salida, un chusco gritó: ¡Muerte a Trujillo! Lo que provocó que aquel buen hombre que venía aún encolerizado tras nosotros, contestara: -¿Quién me quiere matar…? Con una voz tan molesta como temerosa. La carcajada fue general. Dios lo tenga en la gloria, y nos haya perdonado semejante barbaridad; doña Cristina Marina de Flores, directora de la sección femenina, la inolvidable, señora de Flores, quien nos toleró tantas sentadas estratégicas, frente a la sección femenina, y que en ocasiones, nos mandaba a sacar -gentilmente- casi con la Guardia Nacional; don Rafael Antonio Velasco, director de la sección nocturna, quien nos abrió siempre las puertas de su turno, para difundir el periódico. El recordado “Chele Velasco”, portador de una enorme regla (un “metro” de madera), que no dejaba santo parado después del toque de fin de recreo. Gran devoto de las bellezas femeninas y de las bebidas espiritosas. Especial recuerdo también para don Miguel Ángel Alas, encargado del Tercer Ciclo, quien nos dejaba después de clases, castigados en la cancha, a pleno mediodía, haciendo sentadillas, patitos y toda clase de ejercicios, por más “amnistía” que le rogáramos.

Y los maestros insignes: don Régulo Pastor Murcia, don Crisanto Lemus, don José Berríos Amaya (quien de vez en cuando, daba una que otra bofetada ejemplarizante), don Efraín Cerna, doña Julia Esperanza Funes Vda. de Márquez, en la sección primaria, que sustituyó a nuestra queridísima directora, doña Martita Mena Palomo, mi vecina por mucho tiempo, quien me obsequiaba sabrosos marañones japoneses; don Baltazar Rivera, don Mario Umaña, de radial y sonora voz; don Adonay Pimentel, don Jesús Castillo Villegas (propietario actual de “Segunda Lectura”, una estupenda librería); don Ramón Cárcamo Callejas, anticomunista de pies a cabeza, y un verdadero Cid Campeador frente al diabólico alcohol; don Tomás Melara; don Pedro Enrique Ortiz, quien nos inyectaba, intravenosamente, dosis críticas de vigoroso izquierdismo; don Fernando Paredes, gloria del fútbol y de la anglosajona lengua; don Miguel Ángel Duque, “el diplomático de las matemáticas”, quien siempre nos solicitaba cigarrillos; don Héctor Azucena, don Daniel Genovevo Romero; don Martín Espinal, un brillante ingeniero, verdadero terrorista de la Física, y otros más. Una formidable pléyade de maestros: sólidos, exigentes, grandes forjadores de la juventud, divino tesoro.

Un tema que guardaremos para el tintero: el deporte colegial. La legendaria “Primera” de Basketball, con la cual el Cervantes ganaba siempre el torneo relámpago en los Juegos Estudiantiles, lástima que lo demás fuera cuesta arriba. Pero en fin, ahí estaban esos aguerridos muchachos, esos inigualables “osos”. Uno de ellos, ahora convertido en un fiero diputado de derecha, una vez quiso vapulearme -iracundo- por mis notas deportivas en el periódico. Por supuesto que se lo impidieron, ya que era  mucho más alto y fornido que yo, y me hubiera hecho papilla. Por suerte, ahora sólo lo veo en televisión. Estoy  seguro que pesa ya, una tonelada.

No podemos dejar en las tinieblas de la desmemoria, al profesor Francisco Chicas, la gran estrella del entrenamiento y de las fiestas azules, pletóricas de cerveza y juventud. Paz a sus restos.

Fue el Cervantes mi gran escuela en el periodismo colegial, y la tarjeta de presentación con la cual ingresé a los círculos culturales del país, tan vivaces, en aquellos días de guerra civil. Recuerdo que con el apoyo, de periodistas, escritores y artistas, montamos una gratísima semana cultural en 1983. Ahí tuvimos la participación y la obra literaria de: Luis Galindo, Julio Henríquez y Ricardo Castrorrivas (quien, en medio de su recital, denunció la desaparición de su hija, y los diez años de dictadura en Chile, provocando un escándalo sensacional ante las autoridades colegiales, aumentando así -notoriamente- nuestra fama de revoltosos. Estamos en deuda con él). En la plástica contamos con: Armando Solís, Salvador Castro Marín, Víctor Manuel Sanabria (Chanay), Pedro Acosta García, Augusto Crespín y Carlos Balaguer. Musicalmente nos acompañó, la Orquesta Sinfónica Juvenil del Centro Nacional de Artes (CENAR), a cargo del Profesor José Ángel Martínez; y en la danza, el programa artístico lo coordinó la Maestra Rhina Amaya de la Escuela Nacional de Danza.

Años inolvidables. Compañeros y amigos únicos. Mencionaré entre ellos al poeta Jaime Núñez, caído durante una acción urbana, a sólo seis meses de la firma de los acuerdos políticos, y con el cual compartimos pupitres, festivas rondas nocturnas y tantos sueños. Y a mi amigo, el  exitoso comediante y popularísimo actor, Hugo Rafael Castillo Cañas (alias Débora Penélope) nuestro cronista deportivo, social y artístico de “El Cervantino”, con quien nos unía una fuerte adicción a las ricas pizzas del Café Bella Nápoles y a las tardes de interminables carcajadas en su hogar, allá en los Apartamentos San Francisco de la novena calle oriente, o en la mía.
Ahora, a treinta años, de aquella graduación, peinando canas, elevo junto al querido amigo de promoción, el también cervantino José Douglas Ramírez Juárez (a quien siempre agradeceré el haberme presentado con el poeta Luis Galindo) una rebosante taza de café con pupusas tecleñas, en memoria de aquel tiempo maravilloso.

El Instituto Cultural “Miguel de Cervantes” después de librar muchas gestas, fue cerrado. La gran mayoría de mentores murieron ya. Sólo Cervantes, “el príncipe de los ingenios”, sigue tan joven y vivo -para mí- en la historia del ingenioso hidalgo, que pedía a gritos combatir con gigantes, leones y toda suerte de bribones, de la más baja ralea. Intacto en el tiempo, nítido, como aquella mañana de julio de 1975, cuando mi padre, lo puso, por vez primera, entre mis manos.

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