ADL
Este apellido ilustrísimo para la lengua española y para las letras universales, está asociado en mi memoria, a dos significativos acontecimientos, cuando en la existencia, todo es primaveral, como estas primeras lluvias renovadoras, que caen en mayo, y que van desterrando la sequedad e imponiendo el magnífico manto verde del Cuscatlán mítico.
El primero de ellos ocurrió en 1975, cuando recibí como regalo de mi padre, el volumen “Don Quijote de la Mancha”, en una preciosa edición, rescatada del polvo, que él había mandado a encuadernar, grabando en ella mi nombre. Era la edición “profusamente ilustrada con dibujos de Gustavo Doré y Manuel Ángel, conteniendo 45 láminas intercaladas, 28 de ellas a todo color”, según rezaba en sus primeras páginas. La impresión hecha en México en 1966 (año de mi nacimiento), estaba calzada por, nada menos, la Editora Nacional del país azteca.
Cada página fue desde siempre una suerte de delicia, que disfruté y seguiré disfrutando hasta donde Helios lo permita. No referiré ningún capítulo en especial, sería terriblemente injusto. Si hay humor, grandeza, miseria y tragedia humana, es en este genial Cervantes, soberbio, del Quijote de la Mancha. Una extraordinaria pieza de nuestra lengua.
El segundo, vino dado por la matrícula que hicieron mis padres, de este servidor, en el quinto grado del ya fenecido, Instituto Cultural “Miguel de Cervantes”, donde terminé la primaria e inicié el tercer ciclo, para regresar al bachillerato, después de una breve fuga que me llevó al colegio jesuita y del cual retorné afortunadamente al dominio del Manco de Lepanto.
El Externado San José atravesaba una de las épocas más terribles de su historia, después de las acusaciones gubernamentales del Coronel Molina, sobre “el adoctrinamiento comunista” que, según la doctrina de la seguridad nacional, se realizaba en sus claustros. Esto en los setenta. Ya para finales de la misma década e inicios de los ochenta, la muerte rondaba sus puertas. Recuerdo que las clases de noveno grado, nunca iniciaban, por la presencia de la Unión de Pobladores de Tugurios (UPT), quienes se encontraban refugiados en las instalaciones del colegio, luego de haber sufrido el violento desalojo de sus comunidades situadas en las riberas del río Tutunichapa, donde se proyectaba Metrosur a la sazón. Este operativo obedecía órdenes de la comuna capitalina, en manos del edil democristiano Julio Adolfo Rey Prendes. Luego, los continuos acechos al Socorro Jurídico del Arzobispado, fundado por Mons. Romero, y cuya oficina estaba en la primera planta del colosal edificio jesuita, que se dañó mortalmente a consecuencia del terremoto de 1986. Por cierto, nuestro rector era el Rvdo. P. José Santamaría S.J., psicólogo clínico y escolar, un español de mediana edad y estatura, bastante coqueto, y que terminó felizmente casado años después.
1980 fue fatídico. En marzo, asesinaron a Monseñor Romero. En las eucaristías de los viernes, las peticiones iban por la unidad de las fuerzas revolucionarias, bajo los acordes de la misa campesina. En noviembre, fueron secuestrados del mismo edificio, la dirigencia del Frente Democrático Revolucionario (FDR), encabezada por don Enrique Alvarez Córdova, un prominente empresario, comprometido con el proyecto popular.
Estas circunstancias de peligrosidad (a cada momento ocurrían los famosos “enfrentamientos” entre los grupos rebeldes y las fuerzas policiales), sumadas a la matemática pinochetista que padecía en las aulas (digo padecía, a diferencia de mis amigos Luis Monterrosa y Carlos Enrique Flamenco, que sí la gozaban) y a la cual, le había declarado la guerra popular prolongada; y, por otra parte, al ambiente indiferente y un tanto hostil de algunos maestros y condiscípulos, provocaron que mi madre optara por apoyarme en la decisión de escapar de los jesuitas a toda costa (sin embargo, no pude de manera definitiva, ya que después, terminé graduándome en la UCA) . Además, yo no deseaba cursar el bachillerato académico en las únicas especialidades que había en el colegio: físico-matemático o químico-biológico. Lo mío eran las humanidades. Mi salida fue una verdadera liberación, en una edad donde la literatura y sobre todo, el cielo y las nubes tan maravillosas ese año, me hacían pasar horas fuera de clase, escondido en la tercera planta, frente al cielo. En síntesis: siempre estaba en las nubes.
Y regresé al colegio Cervantes, a una cuadra de mi casa, situada en la trece calle oriente de San Salvador, justo en la esquina del pasaje Araujo y a escasos metros de la casa donde había vivido don Francisco Gavidia (alguna vez vi su fantasma). Para mayores señas, entre la avenida España y la otrora segunda avenida norte. Mi casa querida, donde falleció mi padre y mi abuela, donde fui feliz con mis tres perros: Pringa, Sigui y Coco. Mi casa, tan llena de entrañables recuerdos, que es hoy, por cierto, un alegre hospedaje, con foco rojo, y voluptuosas damiselas muy próximas. O sea, que la vida sigue siendo bella, pese a todo.
Regresé a mi colegio amado, donde todos mis hermanos paternos se bachilleraron, a lo largo de los años setenta: Gilberto, Mauricio e Iván, y donde me recibí de bachiller académico, en humanidades, como quería, en 1983. Era la vieja casona de la segunda avenida norte, donde conocía a todos y todos me conocían. Cuando el colegio estuvo en el centro del centro de San Salvador, mi padre había sido profesor ahí. Eso fue en los años cincuenta, después de retornar de su exilio en Argentina, y mientras se ubicaba permanentemente. Estaba en familia.
A treinta años, de mi graduación, irrumpen gratamente, los nombres de doña Evita Alcaine de Palomo, fundadora y directora emérita; don Alfonso Vega Retana, director general, que tanto me apoyó, cuando retomé en 1982, el periódico estudiantil “El Cervantino”, que dirigí y vendí, literalmente, con mis compañeros, por los colegios de la ciudad capital; don Filiberto Antonio Trujillo Córdova, director de sección masculina, a quien le hicimos una protesta por el aumento de los derechos de exámenes, que paralizó a todas las secciones: primaria, masculina, tercer ciclo y femenina, y a la que se unió, un ex compañero externadista, que llegó en último año de bachillerato, Walter Durán; doña María Cristina de Flores, la inolvidable, señora de Flores, que nos toleró tantas sentadas estratégicas, frente a la sección femenina, y que en ocasiones, nos mandaba a sacar tan gratamente; don Rafael Antonio Velasco, director de la sección nocturna, que nos abrió siempre las puertas “de la nocturna” para difundir el periódico, el recordado “Chele Velasco”, portador de una enorme regla (un “metro” de madera), que no dejaba santo parado después del toque de fin de recreo. Especial recuerdo también para don Miguel Ángel Alas, encargado del Tercer Ciclo, que nos dejaba después de clases, castigados en la cancha, a pleno mediodía, haciendo sentadillas, patitos y toda clase de ejercicios, por más “amnistía” que le rogáramos.
Y los maestros insignes: don Régulo Pastor Murcia, don Crisanto Lemus, don José Berríos Amaya, don Efraín Cerna, doña Julia Esperanza Funes Vda. de Márquez, en la sección primaria, que sustituyó a nuestra queridísima directora, doña Martita Mena Palomo; don Baltazar Rivera, don Mario Umaña, don Adonay Pimentel, don Jesús Castillo Villegas (propietario actual de “Segunda Lectura”, una estupenda librería), don Ramón Cárcamo Callejas, don Tomás Melara, don Pedro Enrique Ortiz, don Fernando Paredes, don Héctor Azucena, don Daniel Genovevo Romero y otros más. Una verdadera pléyade de maestros: sólidos, exigentes, grandes forjadores de juventudes.
Fue el Cervantes mi gran escuela en el periodismo colegial, y la tarjeta de presentación con la cual ingresé a los círculos culturales del país, tan entusiastas en aquellos días de guerra civil. Recuerdo que con el apoyo, de periodistas, escritores y artistas, montamos una inolvidable semana cultural en 1983. Ahí tuvimos la participación y la obra literaria de: Luis Galindo, Julio Henríquez y Ricardo Castrorrivas; así, como la plástica de: Armando Solís, Salvador Castro Marín, Víctor Manuel Sanabria (Chanay), Pedro Acosta García, Augusto Crespín y Carlos Balaguer. Nos acompañó musicalmente la Orquesta Sinfónica Juvenil del Centro Nacional de Artes (CENAR) a cargo del Prof. José Ángel Martínez; y en la danza, el programa artístico, a nivel avanzado, lo ejecutó la Escuela Nacional de Danza, bajo la coordinación de la Maestra Rhina Amaya. Ese año también recibí mi primer premio en poesía: un primer lugar en el Concurso “Unámonos para compartir” organizado por el Comité Nacional de Olimpíadas Especiales. Un gran honor significó para mí conocer en la entrega del premio, efectuada en los estudios de Canal 8 y 10 de entonces, a don Carlos Balaguer, miembro del jurado, artista de méritos excepcionales y un hombre de gran calidad humana. De igual manera, la generosidad del poeta Luis Galindo, fue la responsable de presentarme como joven poeta en las páginas de “La Salamandra de Oro”, extraordinaria página literaria de Diario “El Mundo”, que semana a semana llegaba a miles de lectores. Y qué decir de don Mauricio Sarmiento, de Editorial Abril-Uno, quien imprimió “El Cervantino” en diez ocasiones, y que luego se convirtió junto a don Bernardo Mejía Rez, en los editores de mi primer libro “Vitrales” (poesía, 1987).
Años inolvidables. Compañeros y amigos únicos, mencionaré entre ellos, al poeta y mártir de la revolución, Jaime Núñez, caído, a sólo seis meses de la firma de los acuerdos de paz, y con el cual compartimos pupitres, festivas rondas nocturnas y tantos sueños.
Ahora, a treinta años, de aquella graduación, peinando canas, elevo junto al querido amigo de promoción, el también cervantino José Douglas Ramírez Juárez, una rebosante taza de café, en memoria de aquel tiempo maravilloso.
El Instituto Cultural “Miguel de Cervantes” después de librar muchas batallas fue cerrado. La gran mayoría de mentores murieron ya. Sólo Cervantes, “el príncipe de los ingenios”, sigue tan joven y vivo, para mí, en la historia del ingenioso hidalgo, que pedía a gritos combatir con gigantes, leones y bribones de la más baja ralea. Intacto en el tiempo, nítido, como aquella mañana de julio de 1975, cuando mi padre, lo puso, por vez primera, entre mis manos.