Cielito lindo

Álvaro Darío Lara

Escritor y poeta

 

Mi abuelo materno se llamaba Andrés Chávez Zepeda (1892-1976), mecánico-herrero de oficio. Su padre, don Santiago Zepeda, tenía una herrería a un costado del ahora mercado ex cuartel de San Salvador, donde –seguramente- el pequeño Andrés aprendió a domeñar los metales.

Hacia la segunda década del siglo XX, el abuelo raptó a una hermosa y distinguida adolescente, María Hortensia López Villeda, quien a juicio de parientes de la época: “era una lámina”, esto por su belleza. Se casaron en la iglesia del Calvario de la capital, formando una numerosa familia. Para mi abuela, este amor supuso un gran dolor, puesto que su padre, don Alberto, jamás volvió a dirigirle la palabra.

Lamentablemente, la unión de mis abuelos no duró mucho tiempo. Su separación, dejó huellas en mis tíos y tías; quizás no así en mi madre, quien, a sus 88 años, mantiene un carácter y un ánimo envidiable.

El joven Andrés trabajó en la pavimentación de San Salvador, ganando buenas bambas, que por desgracia, malgastaba -en ocasiones- en el endemoniado licor. También laboró durante larguísimos años en la compañía de ferrocarriles, la famosa IRCA (International Railways of Central América). Hasta allí, lo íbamos a esperar con mi madre, cuando, ya anciano, salía del trabajo.

Sonaba la sirena, y al pie del portón, nuestras miradas lo buscaban en medio de un grupo de trabajadores, que alegres y veloces, avanzaban en incesantes filas. Luego, nos dirigíamos a su casa, situada  frente a la antigua Iglesia de Concepción, donde mi abuelo oía misa. Desde niño me maravillaron las imágenes que ornamentaban la alta y cóncava bóveda del templo, vívidas representaciones de la muerte del beatífico fraile de Asís.

Gran lector de periódicos, libros y revistas. Gozaba con la revista LIFE, que en español, mi padre le prestaba. Mi madre me contaba cómo gustaba de leer el antiguo Diario Latino, cuando éste venía en un gran formato. Cómo lo doblaba con sumo cuidado, y cómo se molestaba si alguien lo ajaba o ensuciaba.

Había una canción que particularmente gustaba al abuelito Andrés, me refiero a “Cielito Lindo”, la  dulce y sentida melodía mexicana, compuesta en 1882  -según el celo azteca- por Quirino Mendoza y Cortés, como un homenaje de amor a su esposa, una serrana que tenía un lunar contiguo a la boca.

Algunos hablan de canciones populares españolas que inspiraron -muy decididamente- la creación. No lo sé.  Lo que sí tengo claro, es que el abuelito la tarareaba y silbaba con emoción.

Él, tan bromista, en el recuerdo. Él, que vio todo un siglo de luces y sombras nacionales y mundiales, haciendo siempre fila y causa común con los humildes. Gritando con sus hijas ¡Viva Romero!, en las gestas democráticas y heroicas de mediados de los años 40 de la centuria pasada.

A él, entonces, estos versos, que nos deben obligar siempre a la esperanza, aunque los nubarrones del pesimismo pretendan, a veces, anidar en nuestros pechos: “Ay, ay, ay, ay, canta y no llores/ Porque cantando se alegran/Cielito lindo, los corazones”.

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